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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (38 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Alois estaba en la cama, empapado de sudor. El drama de su hijo, expuesto ante él, cobraba visos de tragedia. Le habría dicho al joven Alois: «No subestimes al padre de la chica a la que hayas poseído en el pajar. Nunca insultes a un labriego que no tiene gran cosa en que pensar. Diez años más tarde, descubrirá dónde vives, se presentará en tu puerta y te volará los sesos con una escopeta. He oído más de un historia parecida.»

Puesto que los demonios saben hasta qué punto los seres humanos se ocultan a sí mismos toda visión clara de sus propios motivos, enseguida comprendí que detrás de todo aquel magnífico repertorio de consejos al joven Alois, al padre le preocupaba su propia seguridad: sí, Alois padre sentía que quizás fueran sus preciadas nalgas las que corrían peligro.

Una noche, hace más de un mes, mientras tomaba una cerveza en la taberna de Fischlham, había habido hablillas que al principio menospreció por ociosas, cierta cháchara sobre un sujeto que vivía al otro lado de la taberna, a unos cuantos kilómetros de Hafeld. Dos granjeros que estaban en la tasca conocían al hombre, que por lo visto había hablado de Alois. Si, más de una vez, le aseguraron: «Te conoce, y lo dejó bien claro. No le gustas.» Se habían reído.

—Os aseguro —dijo Alois con toda su majestad local— que si alguna vez conocí a ese individuo lo he olvidado. Su nombre no me dice nada.

Así era, en efecto, hasta que recordó el nombre en mitad de una noche insomne de junio. Cuando se levantó para mirar por la ventana del dormitorio, ante sus ojos apareció un panorama de campos plateados por la luz de la luna, y pensó en lo felices que debía de hacerles estar en barbecho y no tener que satisfacer a patatas jóvenes que escarbaban en busca de las riquezas de la tierra. Sin embargo, Alois cometió entonces el error de mirar a la luna llena y, bruscamente, le vino a la memoria la cara del hombre que había declarado su inquina contra Alois Hitler.

¡Dios santo! El tipo había sido un contrabandista, sí, le había pillado en Linz un día. Sí, ahora se acordaba. El muy lerdo había intentado pasar a Alemania una ampolla de opio. Alois recordaba claramente su expresión de odio cuando le atraparon. Su mirada asesina había sido tan ofensiva que Alois estuvo tentado de golpearle, pero lo consideraba un acto totalmente impropio de él. Faltaría más: no había sentado la mano a nadie en todos los años en que trabajó de aduanero.

¿Era la luna llena un espejo de la memoria? Lo tenía delante, y con suma claridad. Al tipo no le puso la mano encima, no, pero se había burlado. «¿Estás enfadado conmigo?», le dijo. «Enfádate contigo. Eres un idiota. Una mísera probeta de opio enterrada en un jamón. Te habría pillado incluso el día en que estrené este uniforme, a mis dieciocho años. Tan idiota eres.»

Si rememoraba el incidente tal como había ocurrido, ¿no podría ser que el contrabandista no le miró con odio hasta que Alois empezó a burlarse de él? Los contrabandistas no te odian porque les hayas descubierto —forma parte del juego—, pero no hagas burla de ellos. Cuántas veces se lo había dicho a jóvenes funcionarios: «Tómale un poco el pelo a un mal sujeto y nunca te lo perdonará.»

Alois sufrió una noche de terror: al hombre al que había insultado le condenaron a un año de cárcel. ¡Y ahora estaba en libertad! Alois se levantó de una cama desprovista de un reposo decente y se dijo que no habría para él una puñetera posibilidad de dormir a pierna suelta hasta que se agenciara un perro nuevo, un animal realmente fiero. Lutero ya sólo servía para dar una serenata de aullidos a la luna una noche en que no pasaba nada. Necesitaba un perro al acecho de un gañán que atravesara furtivamente los campos hacia la casa, con odio en el corazón.

9

Resultó que vendían el perro adecuado. Un granjero conocido de Alois vendía un pastor alemán.

—Es el mejor de la camada, y por eso lo he cuidado todos estos meses y lo he alimentado, a este gran tragón. ¿Podrás trabajar más horas? Porque come todo el tiempo. Por eso te lo vendo casi regalado. Quizás te haga tan desdichado como a mí. Entonces yo me reiré y tú llorarás.

Buena charla cervecera. Alois decidió comprar el animal.

Sabía que era un buen ejemplar. En materia de perros siempre había sido un entendido. Miraba de hito en hito a los ojos de un mestizo fiero, pero como experimentaba un instante de amor por aquel bastardo pobre y feo, el animal solía reaccionar bien. Alois sabía hablar a los perros. Si uno le gruñía, él decía: «Oh, vamos, ¿cómo puedes hablarme de ese modo? Me gustas, me acerco como un amigo.» Y hasta sabía aproximar la mano a las fauces caninas como una prueba de amistad. Nunca había cometido un error. También detectaba a un perro tan fiero, un caso entre cien, que mordía de verdad, y extendía el índice y el meñique de la mano más próxima, los dos dedos separados y apuntando a los ojos del perro como cuernos puntiagudos, y el animal quizás siguiera gruñendo, pero no atacaba.

Así que estaba encantado con aquel cachorro enorme de seis meses que atendía por el nombre principesco de Federico. Era fiero. Más aún, era un perro de un solo amo. Que los niños lo entendieran enseguida. Que Klara protestase. Que Alois hijo se ocupara de sus asuntos. Alois sería el único que daría de comer a Federico. Y le cambiaría el nombre. Por lo que había oído, el rey Federico el Grande había tenido un amante, no una querida. Así que quizás no fuera tan grande. Además, era alemán. Al diablo los honores al monarca. Le llamaría Espartano. Un nombre de guerrero. Cualquier ex contrabandista que tuviera pensado entrar en la granja en mitad de la noche no osaría hacerlo ahora, no con los dos perros dentro. Era posible deshacerse de Lutero con un pedazo de carne y un paño mojado en cloroformo, pero Espartano atacaría al intruso.

Cómo disfrutó Alois el regreso por las colinas. Soltó al perro pronto, le lanzó palos para que fuera a buscarlos, le enseñó a detenerse y a sentarse al oír una orden, aunque Espartano aprendía tan deprisa que ya debía de haber sido adiestrado un poco. Empero, no había duda de que era un buen ejemplar. Alois estaba tan contento que hasta estuvo a punto de luchar con él. De hecho, se contuvo sólo porque era demasiado pronto. Qué maravilla. Decidió que un flechazo entre un perro y un hombre no distaba mucho de ser algo perfecto.

Espartano no paró de gestear con aquella lengua omnisciente y resoplante que le colgaba por los costados de las fauces hasta que divisaron la granja. Pero entonces fue como si Alois cayera en la cuenta, y de golpe, de que un problema aguardaba al lado mismo de la casa.

Por supuesto. Era Lutero. Alois casi se dio una palmada en la frente por haber concebido aquella certeza tan ciega que no se había parado a pensar si los

dos perros se llevarían bien desde el primer momento.

No fue así. Estaban aterrados. Se tuvieron un miedo cerval el uno al otro, y los dos estaban muertos de vergüenza por su propio temor. Se mordisquearon su propio pelaje, se rascaron pulgas recién descubiertas y fuera del alcance de sus dientes, ladraron a las abejas y luego a las mariposas, corrieron en círculos que no se interferían, marcaron territorios con la orina.

Lutero, aunque ya viejo, era mucho más grande que Espartano, pero estaba cometiendo el craso error de corretear de tal manera que el cachorro supo cuáles eran sus puntos flacos.

Más tarde trascendió que se habían peleado dos horas después de verse por primera vez. La familia salió en tromba al patio a presenciar cómo se revolcaban por el suelo, con incisivos tan terroríficos como los de un tiburón y sangre en la cara y en los flancos.

Alois, el que más lejos estaba, fue el último en llegar. Fue también el primero y el único que intervino en la refriega. No temió a ninguno de los dos contrincantes. Tan furioso estaba. ¿Cómo se atrevían a pelearse? Una hora antes le había ordenado a Lutero que dejara de ladrar y se sentase. Aquello era desobediencia flagrante.

A voz en cuello, les gritó que parasen. Al mismo tiempo, les separó con las manos desnudas. El sonido de su voz fue suficiente. Se tendieron en el suelo, medio aturdidos, jadeantes, a dos metros el uno del otro, con tajos abiertos en el hocico y piel ensangrentada en el cuello. Espartano acezaba como si el aire que necesitaba estuviese más allá de su lengua. Lutero estaba dolorido por dentro. La suma de sus años había estallado. Miraba a Alois con tanto dolor y una expresión tan elocuente que su amo casi pudo leer lo que decía: «Me he preocupado por ti y la seguridad de tu casa todos estos años y ahora me gritas como si yo no significara algo más que este intruso que acabas de traer.» Alois estuvo a punto de acariciarle con ternura, pero el gesto habría echado a perder sus planes de convertir a Espartano en un perro perfecto.

Cuando cicatrizaron las heridas, Lutero sólo comía después de que Espartano se hubiera saciado. Este régimen continuó incluso cuando Klara optó por ponerles cuencos separados a una cierta distancia entre ellos. Pero Espartano engullía también el segundo cuenco. Casi daba lo mismo. Lutero había perdido el apetito.

Alois decidió cuál sería el siguiente paso. En efecto, tendría que deshacerse de Lutero. El pobre animal probablemente estaba ya dispuesto a lamer la mano del primer ladrón que llegara tan campante en mitad de la noche.

10

Era la segunda vez que Adi había oído gritar a su padre: la primera vez, a Alois hijo, por dejar al sol aquella colmena, y ahora para separar a los perros.

Qué autoridad había transmitido la voz del padre. ¡Qué dominio de la situación! Su padre había saltado en medio de dos fieras enzarzadas en un combate feroz, con sangre volando de hilos de saliva, pero había conseguido separarlas. ¡Qué intrepidez! Adi estaba ahora enamorado de su padre. Ahora, cuando se internaba en los bosques solo —cosa que no era una nimiedad—, se forzaba a procurar no tener miedo del silencio de aquellos árboles inmensos que musitaban en la quietud mayor del bosque. Tiritando, Adi ejercitaba allí el poder de su voz. Gritaba a los árboles hasta que le dolía la garganta.

Yo estaba encantado con él. Empezaba a ver por qué el Maestro mostraba aquel interés especial. Si, después de las más grandes tentativas de vociferar, se movían unas hojas por efecto de una brisa pasajera, Adi decidía de inmediato que el poder que emanaba de su voz había inspirado al viento. ¡Y en un día tan plácido!

Un día estuvo al borde de encontrarse con su padre, pero yo les desvié. No quería que se topasen. No aquel día. El padre podría haberse mofado del niño por la insensatez de gritar a los árboles, y el niño podría haber seguido a su padre y, en consecuencia, habría presenciado la ejecución de Lutero. Vigilé para evitarlo. Al Maestro no le habría gustado que el choque resultase nocivo. Queríamos ser nosotros, no los sucesos, los que moldeaban a nuestros clientes.

Aquella tarde supuso una caminata para Alois padre y otra aún más larga para Lutero. Tenía una de las patas traseras infectada por la pelea. Cojeaba, y al cabo de unos centenares de metros empezó a renquear.

Creo que Lutero presintió lo que le esperaba. Aunque es indudable que el Maestro posee la capacidad de controlar los pensamientos que circulan entre los humanos y los animales, no nos alienta a ejercitar nuestros instintos en esa dirección. O, al menos, no a los demonios con los que trabajo. En realidad, a menudo siento una curiosidad dolorosa por todo lo que no sé sobre los departamentos, extensiones, servicios especiales, zonas, frentes, prominencias, recintos, órbitas, esferas, rondas y enclaves ocultos que el Maestro dirige. Sobre todo esto último: los enclaves ocultos. Para ser un demonio, no sé más del siniestro que lo que me han ordenado utilizar como efecto en mi trabajo. En realidad, las maldiciones y hechizos que la leyenda nos atribuye a todos los demonios nos las suministran como utensilios, y sólo cuando son necesarios.

Por tanto, para mí no era lo habitual seguir los pensamientos emitidos y captados que se transmitían Alois y Lutero. De todos modos, no me costó entender que Lutero conocía que el fin estaba cerca y que Alois, de buen o de mal grado, estaba absorto cavilando la manera de acabar con el perro.

De entrada, decidió no matarlo de un tiro. Poseía una escopeta y una pistola. La primera sería una chapuza, y la segunda le desagradaba. Sería deshonrar a Lutero. Sí. Las pistolas estaban reservadas para los malhechores. Ya fuese a sangre fría o en defensa propia, una bala de pistola era una muerte no sólo impersonal, sino tremenda.

Permítanme observar que no me sorprendía tanto leer tan fácilmente los pensamientos de Alois. Estaba familiarizado desde tiempo atrás con su actividad mental y a menudo seguía sus pensamientos conscientes con tanta agilidad como se unen los puntos en un rompecabezas infantil. No pertenecía a mi jurisdicción, pero le conocía mejor que a muchos clientes.

Creo que quizás yo haya desarrollado o me hayan sido concedidas algunas destrezas excepcionales para este servicio específico. Aunque Adi fuera mi cliente principal, a mi regreso de Rusia me habían otorgado poderes secundarios que me facultaban, como mínimo, para penetrar en la cabeza del padre y de la madre con esa especie de claridad que poseemos para los humanos a nuestro cargo.

De hecho, en aquella ocasión los pensamientos de Alois eran interesantes. Había resuelto que la única forma de eliminara su viejo compañero Lutero era una cuchillada directa en el corazón. El veneno no servía: era peor que una pistola o una escopeta, totalmente traicionero, y podría causar horas de dolor. Alois ignoraba (y tampoco le importaba) si los humanos poseían alma, pero no albergaba dudas respecto a los perros. La tenían, y había que ser leal con el alma de un perro. No se le quitaba la vida con el retumbo de una bala —¡qué conmoción para el alma!—; no, tendría que ser el afilado golpe de un cuchillo, fiero y limpio como el mismo corazón del perro en el momento en que le cortaban el hilo de unión con la existencia.

Alois siguió rumiando estas meditaciones a medida que se abría paso en el bosque y reducía una y otra vez el paso para esperar al viejo animal renqueante, y enseguida llegaron a un punto en que Lutero se sentó, se negó a moverse y miró largo tiempo a los ojos de Alois. Yo juraría que si hubiera poseído el don del habla habría dicho: «Sé que vas a matarme y eso explica por qué te he tenido miedo durante toda mi vida. Sigo teniéndolo ahora, pero no daré un paso más. ¿No ves que estoy perdiendo la dignidad que me queda cuando insistes en que nos adentremos más y más en el bosque? Ya no controlo mis tripas y no quiero seguir arrastrando las patas mientras las va cubriendo esta mugre, y entonces me siento y tendrás que levantarme y llevarme en brazos si quieres ir más lejos.»

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