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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (35 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Alois se abstuvo de decir: «Ya lo sé», y guiñó un ojo a su hijo. Le había dicho que escuchara a Der Alte. «Cuando se trata de abejas, puede hablar párrafos enteros. A veces páginas completas. Tú sólo tienes que asentir. Yo ya sé las nueve décimas partes de lo que vaya a decir, pero esto es como pescar. Ten paciencia y pescarás lo que quieras.»

—De modo que sí —continuó Der Alte—, la recogida de miel, si no se hace correctamente y en el momento adecuado, puede ser una brusca interrupción del trabajo de las abejas. La primera pregunta que hay que hacerse, por tanto, es cuál será la mejor hora de retirar la miel de las colmenas. —Levantó una mano como para controlar su propia exposición—. La última hora de la mañana —dijo—. Sin duda es la mejor hora. Las colmenas están calientes pero aún no demasiado. Las obreras están somnolientas. Hasta me atrevería a decir que las pequeñas criaturas quizás estén echando una siesta a esa hora. Al fin y al cabo —se rio—, son abejas
italianas.

Alois sonrió, por cortesía. Lo mismo hizo Alois hijo.

—Pues entonces demos el gran paso —dijo Der Alte—. Para ello tendré que prestarte la caja de una colmena vacía.

—Es porque tendremos que trasladar a las abejas que están en la cámara de miel? —preguntó Alois hijo.

—Exactamente —dijo Der Alte—. Tu sentido de la previsión es excelente. Veo que tu imaginación se concentra intensamente en las singularidades de la situación.

—Sí —dijo Alois padre—, es un chico despierto, pero si puedo aventurar mi opinión, la única manera de separar de la miel a las abejas de la cámara es una tabla de separación.

—Por supuesto —dijo Der Alte—, y entonces lo primero de todo...

—Es localizar a la reina —dijo el padre—. Me lo enseñó usted. —Se dirigió al hijo—: Sí, las abejas enloquecen de pánico si no saben dónde está su reina. Para trasladarlas de una caja a otra también tienes que trasladarla a ella.

—Exactamente —dijo Der Alte—. He enseñado a tu padre cómo localizarla. Así que tenemos que introducir una jaula... —Sacó del bolsillo una cajita del tamaño de una baraja de naipes—. Con esto hay que utilizar un tubo de cristal.

—Si, me lo ha enseñado mi padre. Hasta me dejó soplar en el tubo para meter a una reina en la jaula.

—Es un bonito procedimiento —dijo Der Alte—. Pero al cabo de un año, más o menos, cuando seas tan hábil como espero, prescindirás de la jaula. Podrás coger a la reina con los dedos.

—Sí, pero no intentes hacerlo deprisa —dijo Alois padre, e hizo un gesto de espantar frenéticamente a abejas invisibles, como recordando a Der Alte que este método osado podría ocasionar un desastre.

—Ayer mismo —dijo Der Alte—, trasladé a tres reinas a tres colmenas distintas. Con los dedos. Podría haber usado el tubo de cristal. Indiscutiblemente, como sugiere tu padre, es un método más cauteloso. Pero soy como un acróbata que ha sufrido una caída grave. No hay más remedio que levantarse y subir otra vez a esa
verdammten
[10]
cuerda floja.

En realidad, Der Alte había vuelto a recurrir al tubo de cristal para hacer los traslados, pero como cliente avezado que era, sabía mentir con un aplomo absoluto sobre cualquier tema. Su deseo de suscitar la admiración de Alois hijo era todo el ímpetu que necesitaba. Primero, sin embargo, había que neutralizar al padre.

—Tu padre —le dijo al hijo— ha ido, como de costumbre, al meollo del asunto. Una vez desplazada la reina, las abejas utilizarán la tabla de separación para pasar de la cámara de la miel a la de incubación, porque allí se habrá trasladado a la reina. Todas forcejean en su prisa por llegar a la salida y reunirse con su soberana.

Sonrió a Alois hijo.

—Ah, volver a ser joven y perseguir a una jovencita. En los viejos tiempos nada me detenía. ¿Hay algo que podría detenerte a ti?

—Sí, mi padre —dijo el chico.

Los tres se rieron.

—Tienes que escucharle —dijo Der Alte.

—Estoy dispuesto a hacerlo —dijo el joven. Sonrió cálidamente a Der Alte, como ofreciéndole un instante concreto en que sentirse gratamente conectados. Pero antes de que la atmósfera entre ellos pudiese cobrar esa hondura, Alois hijo decidió añadir—: Creo que me ha confundido. ¿Todas estas abejas son hembras?

—Sí —dijo Der Alte—, en el sentido técnico, si hablamos de su sexo son hembras, pero, por supuesto, no son reinas y por eso no tienen desarrollados los órganos reproductores. En consecuencia actúan como machos. Algunas se hacen guardianas. Defienden todas las entradas de la colmena. Otras son guerreras. Casi todas son leales, resueltas, trabajadoras. En este caso, sí, también son como mujeres. Viven por el bien de la colmena. Pero parecen hombres a la hora de adorar a su reina.

—Es maravilloso oír todo esto —dijo Alois padre—, pero todavía estoy esperando a sacar la miel de la colmena.

—Entonces le daré la clave —dijo Der Alte.

—Sincronización —dijo Alois padre—. Ya nos lo ha dicho.

—Sí, es la regla general. Pero ¿cuál es el secreto de la sincronización? Esperar hasta que oigas un sonido de felicidad inconfundible que se eleva de la colmena. ¡Así es! Cuando el panal está lleno y las abejas saben que han hecho una buena miel, caramba, se disponen de nuevo a actuar como hembras. Se cantan unas a otras. Hay que saber reconocer este sonido. Cantan de alegría. La mañana siguiente a la del coro de satisfacción que has oído, hay que empujar a todas estas abejas para que pasen por la tabla a la cámara adonde has trasladado a la reina. Entonces, naturalmente, la miel quedará lista y expedita para nuestra invasión, si puedo expresarlo así. Pero vamos afuera. Una de mis colmenas está cantando ahora esa canción.

Les acompañé a escucharla. No sé si hubiese empleado esa palabra para el tarareo que penetró en mis oídos. El volumen del sonido era inconfundible. Era como el embelesado e intenso sonido de una dinamo en una planta eléctrica, ese zumbido exaltador y al mismo tiempo tremendo que entra en los oídos humanos cada vez que una forma de energía se transforma en otra. Es lo que está ocurriendo. A un dominio se le conduce hacia otro. Es el sonido común a muchos motores. «Cuánto hemos hecho», podrían estar murmurando.

La última orden que impartió Der Alte fue introducir la cámara de miel en una caja sellada en cuanto estuvo vacía de abejas.

—Luego hay que llevarla a un interior para extraerla. En una habitación precintada. Todo lo que se diga es poco en este aspecto —le dijo directamente a Alois hijo—. Como puede que aún no sepas, estas divinas criaturas tienen dos naturalezas: una lealtad absoluta a su reina y una avidez total para la miel. Se atracan de ella dondequiera que la encuentren, en todas y cada una de las colmenas. Así que no se debe atraer a las abejas que quizás estén volando fuera. Por este motivo nunca debe extraerse la miel al aire libre. Repito: hay que hacerlo en una habitación herméticamente cerrada.

4

Recibidas las instrucciones, a Klara le costó cierto trabajo cerrar todas las ventanas y los alféizares de la cocina con todos los trapos de que disponía. Se había puesto para la ocasión una blusa y un delantal blancos, al igual que Angela. Alois padre incluso renunció a fumarse el puro. En efecto, para la familia fue un acontecimiento. Pero Der Alte le había avisado:

—El humo de puro pacifica a nuestras abejas. Pero si se trata de su miel, cuidado. No se puede permitir que su aroma se perciba en el sabor.

Lutero, por supuesto, fue expulsado de la habitación. También Adi, Edmund y Paula, aunque ello representara para Klara una serie de viajes al dormitorio de los niños, para retirar cada vez las telas apiladas contra las puertas y sustituirlas a su regreso. Alois se quejó de que se estaba excediendo en protegerlo todo: no creía que se hubiera colado una abeja en la casa.

Por lo demás, la operación salió bien. A medida que extraían bastidores de la caja, Alois padre actuaba con el orgullo de un cirujano. Peló las tapas de cera de las celdas de miel con un utensilio destinado a levantar la fina capa de cera que tapiaba cada celda del bastidor. Como había dos mil celdas en cada uno de los diez bastidores de la caja Langstroth, y una celda no tenía un diámetro más ancho que la uña de un niño, era muy difícil pelarlas una por una. Podría haber sido trabajo de una semana. Alois aplicó el cuchillo separador a extensiones enteras, pelando tiras de cera de dos centímetros y medio de ancho y de entre nueve y diez centímetros de largo. A su modo de ver era como una piel que él, el cirujano, tenía que retirar, sí, pero había que ser muy meticuloso para decapar la cera sin dañar las celdas que había debajo. La tarea empezaba a resultarle placentera. Decidió que habría sido un buen cirujano. Con el rabillo del ojo observaba si Alois hijo admiraba también su pericia operatoria.

La suposición de que poseía un talento para intervenciones quirúrgicas empezó a caldearle las entrañas. Una mujer le había dicho una vez que un cirujano conocido de ella fue uno de los dos mejores amantes que había tenido en su vida. Alois era el otro. Cómo le había halagado el comentario. Por supuesto. No tenía miedo de la carne, como tampoco la temía un cirujano: ¡hermanos bajo la piel!

Al cabo de un rato, muy complacido consigo mismo, entregó el decapador a Alois hijo, que destrozó una muestra de cera y la siguiente, pero que fue mejorando poco a poco. No tardó en adquirir la destreza de su padre. El hecho suscitó en Alois orgullo y un poco de decepción. Para empeorarlo, el chico dijo:

—Esto es tan divertido como raspar el glaseado de un bizcocho.

—Ten cuidado con las celdas —dijo el padre—. No las estropees con esa bocaza.

A Adi ya le habían permitido entrar en la habitación a observar, y su hermano mayor le tendió el decapador como diciendo: «Quieres un poco?»

Klara le regañó al instante.

—¿Por qué ofreces un bocado de cera a tu hermano pequeño? Podría atragantarse.

—No, no —dijo Alois—, se la ofrezco en serio. La cera tiene miel pegada. —Asintió—. No pensaba que Adi fuera tan tonto de tragarse la cera.

Klara le fulminó con la mirada y él empezó a masticarla y después extrajo el residuo de la boca y asintió. Klara no tuvo más remedio que apartar la mirada.

La tarea enseguida se volvió más complicada: tenían que pelar otra capa de cera del reverso de la bandeja, pues los bastidores habían sido colocados verticalmente con el fin de que se pudieran construir celdas en ambos lados de la superficie de cristal. Pero limpiar la segunda superficie llevaba más tiempo. De la parte delantera goteaba miel, y aún más de la trasera. Klara se apresuró a asumir el mando. Pronto se hizo evidente que tenía los dedos más diestros de todos.

El trabajo duró unas horas. Una vez decapada cada bandeja, había que encajarla en la ranura del extractor, cuya manivela giraba Angela. Seguía al pie de la letra las instrucciones de su padre.

—Sí, sí, muévela despacio al principio, sí, como lo estás haciendo ahora. ¡Mira dentro! La miel ya empieza a salir de los panales. Sigue despacio, sí. No la gires más rápido. Todavía no. Despacio, Angela, despacio.

(Era como si hablase a los caballos mientras conducía un carro.)

Fue laborioso. Cuanto más despacio movía Angela la manivela, más tiempo tardaba la fuerza centrífuga en verter la miel sobre los lados metálicos del cubo del extractor, por cuyas paredes resbalaba hasta un embudo. Pero si aceleraba, junto con la miel caía una cantidad excesiva de cera.

Alois hijo tuvo que relevar enseguida a su hermana. Reinaba el silencio en la cocina mientras escuchaban el rumor de la miel resbalando por las paredes del cubo.

A través de una llave de paso en el fondo, la miel se depositaba después en un cuenco. Klara tenía preparados un cedazo grueso y otro fino. Pero les contuvo a todos. Les dijo que era absolutamente necesario que ella y Angela filtraran el producto una hora más a través de la estopilla. Además estaba decidida a conservar también la cera. Servía para fabricar velas de excelente calidad. Se lo había dicho Herr Rostenmeier en la tienda de Fischlham. Alois bufó. Dijo que eso podría habérselo dicho él mismo.

Adi era el más impaciente. Quería miel, quería atiborrarse. Pero ni siquiera su madre se lo consentiría.

—Ten paciencia —dijo ella—. La miel tiene que asentarse.

—Está ahí —gritó él—. Quiere que la probemos.

—No —dijo ella—, está llena de burbujas.

—Me da igual.

—Espera. Las burbujas hacen la miel desagradable.

—No —dijo Adi—. Sé que no.

—No lo sabes —dijo ella—. El aire es molesto para la miel, del mismo modo que lo sería el gas en tu estómago.

Ignoraba si esto sería cierto, pero no le importaba. Parecía verdad. Además, a Adi le haría bien esperar. La paciencia fortalecería su carácter.

En los ojos del niño asomaron las lágrimas. Como era de esperar. Lloraba en el acto siempre que le denegaban algo.

—Piensa en esta miel —le dijo su madre—. En todo lo que ha sufrido. En todos los cambios. Vivía en un lugar tranquilamente y las abejas eran sus amigas. Ahora se han ido y mira todo lo que ha pasado. La hemos sacudido y raspado. Luego le hemos dado vueltas. Ahora la miel no sabe dónde está. Déjala que se pose. Esperaremos. Mañana hacemos la fiesta.

5

No hubo fiesta al día siguiente. Espuma y trozos de cera recubrían la superficie de la miel. Klara la expurgó con cuidado, pero insistió en postergar el festín.

Para empezar, Klara quería seguir batiendo la miel todos los días. Estaba convencida de que era necesario. Cada vez que volvía a la cocina, la removía durante diez minutos o más y después presionaba a Angela o a Alois hijo para que, a pesar de sus protestas, lo hicieran en su lugar.

Les dijo que todos tenían que trabajar para impedir que la miel se endureciese. Recordaba esto de su infancia. Pensó que de vez en cuando una esposa veía más lejos que su marido. ¿Por qué no? Dios da dones distintos a cada uno.

Por último declaró que la miel estaba lista y celebraron la fiesta. Alois padre pensó en invitar a Der Alte, pero Klara se opuso rápidamente a esta idea. «Es una fiesta familiar», dijo.

De modo que todos cogieron una cuchara y formaron un corro, con la excepción de Paula, a la que Klara tenía en brazos y alimentó con el índice. Los otros lamieron la cuchara. Un instante después, querían más. Klara había hecho un bizcocho y ofreció rebanadas untadas en el tesoro, pero Alois padre e hijo, Angela y Adi se limitaron a seguir chupando la cuchara, un lametón tras otro.

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