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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (30 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Alix, sin embargo, había querido estar más cerca de él. Nicky intentó explicarle las intenciones de sus ministros. Ella guardó silencio. Una cosa era que Nicky se sintiera como un perro delante de Dios y otra muy distinta experimentar este mismo sentimiento delante de su mujer. Nada hay peor para un animal valiente que el ojo de su amo le diga que es sólo una criatura tímida y posiblemente innoble.

8

Antes de la coronación del 14 de mayo, Nicky y Alix habían tenido que asistir, después de la procesión inaugural del 9 de mayo, a recepciones protocolarias destinadas a dar la bienvenida a muchos altos funcionarios nacionales y extranjeros. La capacidad de mantenerse afables sin mover los pies, sin denotar tensión, fue considerada un grado de competencia real. Como Nicky se quejó posteriormente a Alix y a su madre (con una sonrisa), tenía las mejillas doloridas de tanto haberlas besado plenipotenciarios con bigotes rígidos.

El 13 de mayo transportaron ornamentos sagrados a la sala del trono en el Kremlin y una nube de inquietudes le ensombreció el ánimo. Para entonces las ceremonias le resultaban ya familiares, pero sentía como si el infierno estuviera acechando. No quería que nada saliese mal. Veía el 14 de mayo como una liberación. Al término de aquel día, ya no serla el zar en funciones, sino el zar consagrado. Por fin se habría acabado..., si nada salía mal.

Sospecho que sabía que algo se avecinaba. Pero no intuía cuándo podría presentarse. Cada día desde el 10 al 13 le parecía más peligroso que el siguiente.

En realidad, no era el único agorero. Habida cuenta de la firme convicción rusa de que nada bueno puede durar mucho tiempo, muchos estaban convencidos de que el buen tiempo se disiparía para la mañana de la coronación. Pero el 14 de mayo, un temprano sol matutino bañaba Moscú. Hubo que postergar los vaticinios aciagos. Las multitudes de mujeres que se habían apresurado a predecir diluvios seguían persuadidas de que algo iba a torcerse. Dado que Alix se había convertido a la religión ortodoxa rusa inmediatamente después del fallecimiento de Alejandro II, aquellas mujeres decían ahora: «Ella nos llega detrás de un féretro.» No obstante, en vista de la belleza de aquel día excepcional, surgió enseguida el sentimiento opuesto. Muchas decían ahora: «Nos acercamos al fin del siglo. Quizás el nuevo, el siglo XX, será distinto. Que tengamos milagros de belleza y consuelo.»

9

No puedo decir gran cosa sobre la coronación en sí. El Maestro no me incluyó entre los demonios que trabajarían durante el acontecimiento. No protesté. La vía más fiable para alcanzar su favor era aceptar sin comentarios la posición que te habían asignado. Además, incluso me dijo, como si yo quizás estuviera en camino de convertirme en uno de sus íntimos:

—En el gran retablo de las cosas, la coronación no pasará de ser un suceso secundario. No te perderás nada.

En consecuencia, no estuve presente en ninguna de las catedrales, la de la Asunción, la del Arcángel y la de la Anunciación, pero me contaron una y otra vez el escándalo tácito en el primero de estos templos.

Poco después de que el zar y la zarina hubiesen ascendido a sus respectivos tronos, la cadena de la Orden de San Andrés se rompió cuando el zar inclinaba la cabeza para recibirla. Teniendo en cuenta el número de Cachiporras que asistían a esta ceremonia, ¿era posible que fuera obra nuestra? ¿O fue una dádiva del azar?

No son tediosas las precisiones sobre estos asuntos: en definitiva, hay un laberinto de relaciones entre el Maestro y el Dummkopf. Podría enumerar una lista interminable de transacciones, brutalidades, juegos y engaños por ambas partes. Así que hay mucho que contemplar en los ceremoniales rusos, fortalecidos como lo están con sus reliquias, sus iconos y tales instrumentos de ascensión monárquica como la cadena, la cruz, la corona, el cetro y el orbe. Y luego está el propio trono, resonante de bendiciones y de maldiciones, el mismo trono donde en 1613 se sentó el zar Miguel Fiódorovich. Por descontado, algunos fieles creen que la ceremonia misma emite un indispensable poder divino que penetra en los poros, la piel y el corazón del zar. Pero yo sugeriría que esta magia no emanaba totalmente del Dummkopf. El Maestro se preciaba de trocar sus mercancías en dones de Dios.

Por consiguiente, no nos dejaba completamente indiferentes la intensidad con la que Nicky creía en el Señor Todopoderoso. El Maestro se ocuparía de volvernos favorables tales sentimientos. Así que yo también sabía que muchos de nosotros estaríamos presentes cuando la procesión se pusiera en marcha desde el palacio a las diez y media, con cada paso sepultado en los redobles de mil campanarios, algunos tan ligeros como un susurro de hojas y otros tan pesados como los gemidos que brotan del corazón del metal duro. Los clérigos salieron de la catedral de la Asunción para recibir a los monarcas y ofrecerles la sagrada cruz para que la besaran. Invocaron a la Trinidad; tres veces repitieron oraciones, tres veces abrazaron iconos santos. A continuación, Nicky y Alix subieron los peldaños del estrado, en el centro de la catedral. Conocíamos bien esto. Lo presenciamos cuando Miguel Fiódorovich, el primer zar de la dinastía Romanov, ascendió a aquel mismo trono, y por lo tanto no me demoraré en contar cómo colocaron las vestiduras imperiales ni en repetir la alocución del arzobispo de San Petersburgo cuando instó a Nicolás II a hacer una confesión pública. Y Nicky la hizo, en efecto, pero en una voz tan baja y con tal brevedad que nadie pudo oírla. Tras lo cual, el zar leyó la plegaria del día y el arzobispo dijo: «La bendición del Espíritu Santo sea contigo. Amén.»

Diré que siempre estamos preparados para sentir que se acerca el Espíritu Santo. (En numerosas ocasiones, Su bendición se infiltra en nuestro espíritu.) De hecho, fue en aquel momento cuando se rompió la cadena de la Orden de San Andrés. Por supuesto, los sacerdotes hicieron caso omiso de este suceso asombroso. Tienen por norma no dar a entender nunca que algún elemento de un oficio sagrado se ha torcido. Así pues, sin una pausa, el arzobispo hizo la señal de la cruz, puso las manos sobre la cabeza del zar y rezó dos oraciones; acto seguido, Nicolás II pudo tomar la corona, ponérsela en la cabeza y sostener el cetro con la mano derecha y el orbe con la izquierda. Después asentó sus reales posaderas una vez más en el asiento del trono del zar Miguel Fiódorovich. Sintiera o no alguna resonancia residual de tan antiguo contacto, se levantó unos segundos después, entregó las vestiduras a sus ayudantes y llamó a Alix, que se arrodilló ante él sobre un almohadón carmesí con una cenefa de encaje dorado. Sonaron de nuevo ciento un cañonazos.

El ritual continuó. El oficio ortodoxo en tales ocasiones nunca es breve. Muchos de los que al comienzo habían sentido una iluminación interior sucumbieron al cansancio de sus miembros. El aburrimiento contaminó la liturgia divina. Debo preguntarme si esto no formará parte del genio ruso del culto. Pues la duración del oficio cautivó a muchos feligreses que al principio no mostraban un auténtico interés. Ergo, no es preciso enumerar cada paso que dieron el zar y la zarina en cuanto descendieron del estrado. Tres pasos medidos aquí, otros tres allá, invocación de la Trinidad una y otra vez. En realidad, el Maestro siempre habló bien de la Trinidad, como si supiera algo que otros ignoraban. He visto al padrino de una boda que, desconocido para todos menos para la novia, ha tenido un conocimiento carnal de ella, y hay una sutileza en la situación de este individuo que no me parece distinta del matiz de apreciación que nuestro Maestro muestra siempre hacia el Espíritu Santo. Es el punto donde siempre ataca. Puesto que el Espíritu Santo encarna el amor del Padre por el Hijo, y el del Hijo por el Padre, es el punto de ataque que ha elegido el Maestro para debilitar esta integridad quintaesencial. Creo, por ende, que fue el Maestro quien rompió la cadena de la Orden de San Andrés.

10

El zar y su séquito se trasladaron de la catedral de la Asunción a la del Arcángel, donde, con unas pocas variaciones, se celebró el mismo oficio antes de que se desplazaran a la catedral de la Anunciación.

Me dijeron que el zar y la zarina necesitaban descansar, pero asistieron a una comida protocolaria en el Palacio de las Facetas. Él escribiría en su diario: «Todo lo que ocurrió en la catedral de la Asunción, aunque parezca un sueño, no lo olvidaré en mi vida.» A lo cual añadió: «Nos acostamos temprano.» Yo no sabría decir si se debió a la fatiga o a un renacimiento de la lujuria, gracias a la sensación grata y feliz de que aquello estaba hecho y no tendrían que volver a hacerlo. Desde luego, me habría gustado estar en su habitación. Como mínimo, habría averiguado en qué medida la santidad corrupta —empleo con precisión las dos palabras, santidad corrupta— de aquellos santos arzobispos influyó en los raptos de Nicky y Alix. ¿Habrían aquellas ceremonias interminables suscitado alguna dulce burbuja de concupiscencia? Sufrí todas las cuitas de la exclusión.

Si al lector le extraña que yo siempre esté ansioso de saber más, permítame disipar la presunción ordinaria de que Dios y el diablo poseen todo el conocimiento que necesitan. Yo sugeriría que el enfoque más fácil para captar mis poderes es suponer que estoy aproximadamente tan dotado con respecto a un alumno de talento como él, a su vez, es más culto que un zoquete de una escuela pobremente financiada. Sin embargo, como apenas conozco las respuestas a todas las preguntas que atormentan a la humanidad, a mí también me amedrentan las cosas que ignoro.

Aquella noche, ocupado con mis preparativos para la feria campesina que iba a celebrarse al cabo de cuatro días, tampoco asistí al banquete en el Palacio de las Facetas. Fue el acontecimiento de la temporada para Moscú y Rusia, una de esas reuniones sociales que pueden ofrecer un gran progreso para tu futuro si te han invitado: una orgía de presentes logros, por tanto, para el más rico de los nuevos ricos.

Naturalmente, también hubo muchas expectativas frustradas entre muchas de aquellas almas ambiciosas. No siempre les contentó el sitio en que les sentaron. El examen de los lugares atribuidos a otros representó una indicación demasiado elocuente de la posición que ocupaban en el mundo. ¿Se la habrían rebajado? En realidad, sólo las personas más encumbradas estaban en la misma habitación que el zar y la zarina. Estaba allí la crema del cuerpo diplomático, así como el Santo Sínodo y el gran mariscal, el gran maestro de ceremonias, los ministros más importantes y algunos invitados riquísimos. A los demás los colocaron en la sala de San Vladimiro.

Desairar el sentimiento de la fatuidad es, no obstante, el último castigo que un monarca infligiría a invitados cresos, famosos y poderosos; percatarse de ello tampoco requiere una gran sagacidad. Así que Nicolás, acompañado de Alejandra, se cuidó de visitar cada una de las mesas de los dos comedores, seguido por la emperatriz viuda Marie, la reina y el príncipe de Nápoles, la duquesa de Edimburgo y el gran duque Alexéi: todos ellos recorrieron las mesas de la sala de San Vladimiro, y en cada una fueron recibidos con ese tipo de ovación que brota de las gargantas resecas de personas que se han precipitado a pensar que por más penalidades que hayan sufrido para conseguir una invitación, sus esfuerzos han sido absurdos. Les iban a ningunear. Qué alivio y qué aplauso, pues, al ver que se acercaban el zar y la zarina.

No describiré el banquete. No me causaría placer hablar de la vajilla de oro, los platos franceses, las categorías de caviar, los vinos (franceses y de Crimea), el vodka, el champán. Los festines lograban casi siempre generar los mismos ácidos gástricos, pero aquí servían personalmente a los comensales tres camareros de chaquetilla roja con galón dorado. Los menús estaban ilustrados, la orquesta imperial tocó durante el ágape y el palacio centelleaba.

En aquella época no se animaba a los periodistas a hablar mal de los grandes y poderosos. De modo que declararon que la posteridad nunca olvidaría semejante evento. El Palacio de las Facetas, al fin y al cabo, era conocido por la singularidad de sus celebraciones. Sólo los sucesos más importantes de la historia de Rusia merecían que se abriesen puertas tan antiguas. Iván el Terrible y Pedro el Grande habían celebrado allí sus banquetes de coronación. Uno de los reporteros norteamericanos, obviamente fascinado por el festejo, concluyó su crónica diciendo:

Así terminó el día más grande de nuestra vida, el que recordaremos años. Todos sentimos que habíamos presenciado la visión más majestuosa que cabía imaginarse y que éramos unos mortales afortunados, porque todo había sido bellísimo.

Otro cronista, compatriota del anterior, declaró que ya no sólo creía en el inmenso potencial ruso para la grandeza, sino también en la legitimidad de Nicolás. Rusia era más próspera y pacífica de lo que había sido en años.

...
Nicolás II comienza su reinado con los mejores votos del mundo entero. Monarquías, imperios y repúblicas se unieron para desearle por igual bon voyage en su viaje memorable. De Alemania, de Francia, de la reina venerable que más tiempo ha reinado en la historia del trono inglés, de nuestro propio presidente y de muchos otros gobernantes de naciones grandes y pequeñas, recibió mensajes con los más efusivos saludos y, por encima de todo, el gran corazón del pueblo llano, en un impulso unánime, sintió que en la cara bondadosa y risueña de aquel zar juvenil residía la promesa de un reinado beneficioso y justo.

11

Se entendía por qué los ministros de Nicky consideraban imperativo que la coronación superase todas las grandes celebraciones europeas del pasado. Encaraban problemas colosales. Rusia era inmensamente rica, pero también extremadamente pobre. Para que el país llegase a ser un poder económico comparable a Gran Bretaña o Estados Unidos, era primordial la rápida conclusión del ferrocarril transiberiano, comenzado años antes. Siempre necesitada de ingentes entradas de fondos extranjeros para completar el trabajo en la ruta, Rusia se había visto obligada, cinco años antes de la coronación, a exportar a Occidente la mayor parte de sus cereales. El ministro de Finanzas de Alejandro III había declarado que no había otra alternativa. Los cereales eran la única materia prima de que Rusia disponía en grandes cantidades. De modo que hubo que exportar la mayoría de la cosecha. Ello ocasionó la hambruna de 1891. Murieron millones de campesinos.

Ahora cientos de miles de sus parientes habían ido a Moscú y se habían congregado en diversas estaciones ferroviarias de la capital. Muchos dormían en el suelo. Esto suscitó un comentario del Maestro:

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