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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (31 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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—Por supuesto que estos campesinos quieren quedarse en estaciones de tren. Hace cinco años vieron cómo unos trenes de mercancías se llevaban sus cereales. Ahora esperan en la terminal para ver si vuelven.

Los campesinos nos interesaban, desde luego. Sin su lealtad, cómo podría Nicolás II ejercer su mando? No podía contar con las ciudades. El proletariado, campesinos recientes a su vez, ahora padecía sus enfermedades: cólera, tifus, sífilis, tuberculosis. Las viviendas estaban críticamente superpobladas. El alcoholismo era un inmenso problema social, y la prostitución otro.

La venta de cereales en 1891, sin embargo, cumplió su propósito económico. La inversión en la industria pesada se triplicó en los diez años siguientes. Para equilibrar semejante crecimiento, las cloacas de Moscú, ya saturadas, inundaban en verano las calles de las barriadas, mientras que en invierno los obreros se morían de frío.

Los que se quedaban en sus pueblos seguían viviendo en cabañas de leños con el interior ennegrecido por el humo. En las paredes había reproducciones baratas de iconos, pero cualquier visitante que entrara en la choza de un campesino se sentía obligado a hacerles una reverencia. Sólo después saludaban al amo de la casa, que, como dueño que era, dormía en el mejor sitio: encima del horno, todavía caliente por las ascuas del fuego que había calentado la cena. El resto de la familia dormía en el suelo. Desvestirse era algo insólito, pero si el frío no era excesivo, los hombres se quitaban las botas antes de tumbarse. Tenían un proverbio: «El hedor de tus pies espantará las moscas.»

No obstante, yo respetaba a los campesinos que veía en las estaciones de ferrocarril moscovitas. Aunque prematuramente envejecidos y con pocos dientes sanos, eran fuertes como animales de tiro. En realidad, aquellos hombres y mujeres rara vez se movían: tenían la paciencia del ganado. Pero mi estudio me dio un indicio de por qué el Dummkopf dedicaba tanta atención a Rusia. Aquellos hombres pobres, feos, grandes, fuertes y mudos, con sus mujeres vulgares, fornidas, a menudo deformes, puede que fueran ruines, obtusos, ignorantes, pasmados, hasta estupefactos, pero todo esto quizás no representara más que una cera protectora sobre un tarro de excelente jalea. Por debajo de su letargo, yo intuía una capacidad de ser fuertes, sabios, generosos, ecuánimes, leales, sí, incluso comprensivos, o eso era, al menos, lo que Tolstói y Dostoievski habían pregonado a sus lectores. Que el futuro genio hubiera de encontrarse en el campesinado ruso era una seria preocupación para nosotros. Nuestro objetivo, en definitiva, era seguir reduciendo las posibilidades humanas. Aguardábamos el momento en que pudiéramos arrebatarle las riendas al Dummkopf.

12

Mi día se aproximaba. Una concentración inmensa, prevista para el 18 de mayo en el campo Jodinskoe, honraría a todos los campesinos que se hallaban en la ciudad. Se congregarían todos los que habían viajado cientos de kilómetros en tren, en carros y hasta algunos a pie, con objeto de estar en Moscú cuando el zarevich se convirtiera en el zar.

El acto en el campo se había organizado para demostrar el amor de Nicky por su pueblo. Celebraría los valores populares. Distraería al pueblo. Habría artistas de circo, cantantes y bailarines, y se repartirían regalos del zar y la zarina en numerosos puestos y quioscos. Las grandes extensiones abiertas del Jodinskoe estaban preparadas para acoger a medio millón de personas. También regalarían cuatrocientas mil jarras de hierro, pintadas de rojo y oro, con las iniciales de Nicky, así como pañuelos de seda para las mujeres, cerca de cuarenta mil litros de cerveza y paquetes gratuitos de comida que contenían pan ruso, nueces, salchichas, galletas y mermelada, acompañados de un librito sobre la coronación con las iniciales del zar y la zarina.

Para afrontar a la muchedumbre, Nicky, Alejandra y los miembros de la corte llegarían al mediodía y tomarían asiento solemnemente en un pabellón real recién erigido en un extremo del campo. Tendría cabida para mil notables. Cerca habría otro pabellón con asientos para otras mil personas que quisieran pagar por el privilegio.

Entre unos cuantos funcionarios, sin embargo, cundió el temor de que no hubiese policías suficientes. Sólo había tres oficiales encargados de supervisar a una compañía de ciento cincuenta cosacos desplazados para actuar como refuerzos. ¿Ciento cincuenta cosacos para controlar a medio millón de rusos? Quien los comandaba pidió más guardias pero le dijeron que había escasez de policías. Muchas otras zonas de la ciudad tenían que ser protegidas contra manifestaciones de revolucionarios o alborotadores. Además, el gobierno ya había gastado grandes sumas para mantener la seguridad del zar durante la semana ceremonial. No quedaba dinero disponible para este capítulo. La mano del Maestro en todo esto me pareció evidente.

Nos disponíamos a aprovechar la circunstancia. Trece años antes, después de la coronación de Alejandro III, el campo Jodinskoe también había servido de sede para la feria campesina. Aunque hubo algunos infortunados episodios y treinta campesinos perdieron la vida, la pérdida se consideró aceptable. Uno no debía considerarse responsable de cada percance en una concentración tan grande.

De hecho, fue Nicky quien decidió celebrar la feria en el mismo sitio. Quería inaugurar una tradición nueva. «Por lo que ustedes me dicen», dijo a sus ministros, «necesitamos más tradiciones.»

Un problema que no se examinó, con todo, fue el del campo. En 1891 se había celebrado en él una gran exposición. Se levantaron construcciones temporales, pero no hubo fondos para rellenar posteriormente las excavaciones. El vasto terreno estaba ahora sembrado de bancales de arena, pequeños barrancos, pozos sin tapar y cimientos abandonados. Habían abierto senderos amplios para sortear estos obstáculos, y se dio por sentado que la gente se movería con prudencia. Al fin y al cabo, había espacio expedito para medio millón de visitantes.

En verdad, hubo inquietudes más apremiantes que el campo Jodinskoe. Había que alojar a las multitudes que acudirían a Moscú. Los campesinos que tuvieran parientes trabajando en fábricas podrían hospedarse en sus casas. No les resultarían poco familiares los olores a grasa de los chaquetones de piel de borrego, las capas empapadas de sudor, los caftanes y los abrigos de lana negros. Y, naturalmente, estaban las estaciones ferroviarias. Por descontado, sirvieron de alojamiento. Lo que no se previó, sin embargo, fue el gran número de campesinos que decidieron llegar al campo la noche anterior. Al anochecer ya había multitudes acampadas. Había bebida, canciones y hogueras. Tocaban balalaikas. El rumor se había difundido por toda la ciudad. Repartirían regalos temprano. Nosotros divulgamos este rumor. Si, los mejores se repartirían antes. Por consiguiente, miles de campesinos avanzaron y empezaron a empujar contra las barreras de madera que protegían las chozas, los quioscos y los mostradores que albergaban los obsequios. Otros empujaban desde detrás. Entonces, con horas de adelanto sobre la primera luz de la mañana, empezó a llegar el populacho obrero de Moscú. Las barriadas afluían al centro. Hasta allí había llegado la noticia.

La noche del 17, tuvo lugar una función de gala en el teatro Bolshoi. Muchas damas lucían sus diamantes, tantas que el brillo de las joyas —como comentó un buen hombre— competía con el de las candilejas. Pero la mayor parte de la pequeña nobleza hablaba del campo Jodinskoe. Decían que al final de la mañana un millón de almas emprendería la marcha hacia el lugar. ¡Un millón! «Sí», fue el comentario en el Bolshoi, «nunca hasta ahora tanta gente ordinaria había querido presentar sus respetos al zar.»

Esto se dijo en la gala. En el campo reinaba una agitación muy peligrosa. Algunos campesinos empezaron a mover los postes que sostenían las barreras. «Los regalos buenos ya se han acabado», les habían ordenado decir a nuestros agentes. «Ya no quedan jarras. Ya no queda cerveza.» «No», aseguró un desmentido, «la cerveza no se ha acabado, pero queda poca.» Las barreras empezaban a escorarse. Caída la primera, los quioscos fueron invadidos al instante. Pero mientras unos buscaban los regalos, les derribó el gentío que empujaba por detrás. Miles de personas se aplastaban contra los millares que tenían delante. Bastaba con que un hombre cayera para que otro le pisotease. Un tercero se estrellaba, un cuarto quedaba aturdido. Más cuerpos presionaban. Las mujeres gritaban. Los niños lloraban. Masas de hombres, mujeres y niños eran conducidos en desorden hacia el más grande de los bancales de arena, en cuyo fondo se revolvían febrilmente, buscando un asidero en un cuerpo ajeno para salir de aquel hoyo en el que otros seguían cayendo. Comenzaron las asfixias. Yo nunca había oído una aflicción semejante. Miles de gargantas rugían de cólera. Muchas otras aullaban de terror. Unos hombres y mujeres más menudos se elevaban en el aire como un surtidor. Unos niños gemían bajo el peso de botas que les pisaban. El fragor era sobrenatural. ¿Quién contaría cuántos cientos de tacones oprimían ahora centenares de torsos? O narices, ojos, dientes. Pocos escaparon. ¡Algunos! Levantaron a unos niños y los pasaron hacia atrás, por encima de cabezas. Los adultos que lograban alcanzar el lindero de la multitud se desplomaban como peces en los bajíos, sin poder respirar ni moverse, y después respirando, o con dificultad. Otros bramaban nombres de familiares. Ya había caras petrificadas de dolor.

Pero aquello terminó a la manera en que amaina una tormenta. Los que habían irrumpido en las casetas y pisoteado los quioscos se vieron forzados a seguir avanzando por la presión que ejercían los de atrás, hasta llegar finalmente a un extremo del campo. Otros se escabulleron por los costados. Algunos de los que empujaban, al oír gritos delante, retrocedieron y frenaron el embate. Al calmarse el frenesí, la gente se dispersó en todas direcciones. Los muertos yacían en los bancales y en los espacios llanos.

En aquellas horas tempranas del día, mientras algunos caídos seguían temblando, el desorden se extendió a las calles de Moscú. Decenas de miles de moscovitas que tenían pensado asistir a la apertura oficial, horas más tarde, habían optado por salir pronto de casa para evitar las aglomeraciones. Al acercarse andando, les salieron al encuentro carros ensangrentados y escoltados por hombres y mujeres que lloraban afligidos. Había algunos histéricos. Se reían un momento y al siguiente gemían. Sin saber si considerarse afortunados por haber salido ilesos, debían de pensar también que corrían el peligro de perder el alma.

Muchos, por tanto, experimentaban una impía propensión a reírse. ¿Cómo evitarlo, cuando la parte más minúscula de ellos había despreciado secretamente durante años a los parientes fallecidos?

Las caras vociferantes que llegaban del campo desconcertaron a los que aún se encaminaban hacia el campo Jodinskoe. Cada carro transportaba cadáveres vestidos con ropa de fiesta campesina en diversos grados de destrozo. Sobre el campo aún yacían muchos muertos con la nariz aplastada, la cara ensangrentada, los miembros rotos, la mandíbula desencajada y el cuerpo retorcido y casi desnudo. En las carretas, muchos habían sido cubiertos con jirones y andrajos ajenos, arrancados de un cadáver para proteger el pudor póstumo de otro.

Más tarde se conocieron los cálculos sobre el número de vidas que se habían perdido. Al principio, a Nicky le dijeron que habían muerto trescientas personas, pero el ministro que se lo notificó era bien conocido por reducir en un noventa por ciento las malas noticias. Más tarde, al zar le dijeron que el número de víctimas era mil trescientas. La cifra definitiva fue de tres mil. Nicky apenas pudo hacerse una idea de este cómputo. El primer impulso tras la llegada de funcionarios policiales superiores fue retirar los cuerpos del campo antes de que el zar llegase. Habría tiempo después para contarlos.

Entretanto, la mañana alcanzaba su pleno esplendor. Era el décimo día de buen tiempo seguido. Las cúpulas bulbosas de las cuarenta veces cuarenta iglesias de Moscú resplandecían al sol. Las cúpulas, recubiertas de pan de oro, brillaban como si fueran hijas del sol, y sus campanas festejaban el acontecimiento con una variedad de repiques, de tañidos fuertes o delicados. Pero para quienes se alejaban del campo, el sonido de los llantos persistía en sus oídos, una algarabía de gimoteos, alaridos, berridos, lloriqueos, sollozos y lamentaciones en funesta disonancia con las campanas.

Yo, sin embargo, excitado por la magnitud de nuestro triunfo, sentía como si viese las flaquezas de la mitad de la gente que pasaba. Muchísimos sufrían dolor de corazón, dolor de alma, dolor de estómago, y caminaban con cieno adherido al espíritu, extraviados en el torbellino de un sueño. Mientras tanto, el sol reflejaba el oro de las cúpulas de bulbo en lo alto de cada iglesia. Durante la mitad del año anterior, a pesar del gran riesgo de resbalar en las empinadas rampas de los tejados de iglesia escarchados de hielo invernal, unos operarios habían aplicado una nueva capa de pan de oro a las bóvedas doradas.

13

Al mediodía, antes de que llegaran el zar y la zarina, ya habían despejado del campo Jodinskoe casi todos los desechos. Quedaban aún jirones de ropa en la arena y en los pozos, pero los cadáveres habían desaparecido. Llevaron a varias compañías de soldados para retirar los últimos cuerpos hasta más allá de los quioscos alejados. Allí permanecerían, en filas ordenadas, hasta que los carros pudieran transportarlos a un cementerio o hasta que unos parientes reconociesen sus restos con gritos y exclamaciones. Por supuesto, a Nicky y a Alix, cuando llegaron, les sentaron lo bastante lejos para que no oyesen estos ruidos. Los acallaron las voces de un coro de mil jóvenes de ambos sexos situado delante del pabellón real. Las gradas de espectadores estaban llenas de extranjeros distinguidos y de moscovitas con sus mejores uniformes, las damas con su atavío más elegante de tarde. Regía el principio social de que nunca hay que darse por enterado de algo desagradable en un acto mundano. He asistido a fiestas en las que un invitado, que suele ser uno de los nuestros, se ha tirado un pedo. El asco que experimentan los que se encuentran cerca perdura en el aire un momento. A veces más tiempo. Nadie dice nada. Para la crónica oficial, no ha sucedido nada. Esta capacidad de no hacer caso de lo repulsivo ha sido siempre la fuerza inveterada de las clases dominantes.

Ahora, al escuchar a aquel coro talentoso de mil voces celestiales que ofrecían una selección vocal, ¿quién se apresuraría a admitir los horrores que se habían producido unas pocas horas antes? No, los rusos peripuestos en los pabellones, movidos por el deseo de imitar los mejores modales de las clases altas británicas, se comportaban como espectadores privilegiados que disfrutan de un día señalado en el hipódromo. Las damas y caballeros en las gradas habrían parecido casi perfectos, salvo por un contratiempo. Un viento increíblemente fuerte se levantó de improviso y esparció nubes de polvo por la explanada de la ceremonia. Aquel torbellino nocivo no tardó en alcanzar los pabellones instalados en el lindero del Jodinskoe. No debería haber habido un viento semejante en un día tan glorioso. Todo estaba en calma. Pero había llegado la ráfaga. Apenas supe si estaba presenciando la furia del Dummkopf o la cólera de los muertos.

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