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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (4 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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En realidad, Alois no había sufrido gran cosa la pérdida de su madre. Spital, donde él vivía con Johann Nepomuk y la mujer y las tres hijas de la familia Hiedler, distaba un largo trecho de Strones y casi se había olvidado de Maria Anna. Era feliz con su nueva familia. Al principio, las hijas de Nepomuk, Johanna, Walpurga y Josefa, que a la sazón tenían doce, diez y ocho años, estaban encantadas con tener un hermano de cinco años, y le llevaban de buena gana a sus dormitorios. Como Spital era un auténtico pueblo, no un villorrio, había empezado a producirse una separación entre los prósperos y los pobres. Hasta a un granjero se le podía considerar acaudalado, al menos en su localidad. Había unos cuantos en Spital, y Johann Nepomuk era el primero de ellos. La mujer, Eva, regentaba un buen hogar. También era sumamente práctica. Si albergaba la sospecha de que Nepomuk pudiera ser en verdad algo más que el padrastro del chico, por otra parte no olvidaba la decepción en los ojos de Johann cada vez que ella alumbraba a una niña. Seguramente era mejor para todos tener un varón en casa. Sí, era una mujer práctica.

¡Y amaban a Alois! El padre, las chicas e incluso Eva. Era bien parecido y, al igual que su madre, sabía cantar. Cuando se hizo mayor también demostró que no renegaba del trabajo en el campo. Incluso hubo un tiempo en que Johann Nepomuk consideró la posibilidad de dejarle la granja, pero el chico era inquieto. No siempre estaría allí para afrontar cualquier escollo imprevisto, grande o pequeño, que pudiera presentarse inesperadamente en la jornada de trabajo. En cambio, Nepomuk profesaba tanto amor a sus tareas que los días mejores sentía como si oyese los murmullos de la tierra. Si bien le intranquilizaban los largos silencios que sobrevenían hacia el crepúsculo, por la noche un hechizo presidía a menudo sus sueños. La suma de sus campos, sus cobertizos, su ganado y su establo se transformaba en una criatura equivalente a una mujer exigente, cavernosa, inquietante, maloliente, avara, menesterosa y que cada vez le sacaba más cosas. Despertaba con el pleno convencimiento de que nunca podría dejar la granja a Alois: Alois era el hijo de la mujer que aparecía en el sueño. Así que renunció a la idea. Tuvo que hacerlo. Un regalo semejante enfurecería a su mujer. Ella quería un buen futuro para sus hijas, y la granja quizás no diese más de dos dotes respetables. Con el paso de los años, nuevos problemas surgieron a propósito de estas dotes. En el primer matrimonio, la hija mayor, Johanna, recibió sólo una exigua parcela. Pero, después de todo, había elegido casarse con un hombre pobre, un granjero trabajador pero de mala estrella que se llamaba Poelzl. A la hora de asignar la dote a la hija segunda, Walpurga, que ya tenía veintiún años, Nepomuk no tuvo otro remedio que ser más generoso. El presunto novio, Josef Romeder, era un mocetón de una próspera granja de Ober-Windhag, el pueblo siguiente, y las negociaciones sobre el tamaño de la dote de Walpurga fueron espinosas. A la postre, Nepomuk cedió la parte más fértil de su tierra. Esto dejó sólo un modesto terreno para la tercera hija, Josefa, que era enfermiza y solteril. Para Eva y para él, Nepomuk se reservaba un bonito y pequeño alojamiento en un huerto a la vera de lo que había pasado a ser propiedad de Romeder. Pero la casita en el huerto era suficiente. Tenía ganas de jubilarse. Teniendo en cuenta la duración y la vehemencia de las negociaciones sobre la dote, la ceremonia de transferir las tierras fue un acontecimiento tan señalado como la boda que acababa de celebrarse.

Nepomuk llevó a su yerno a recorrer la finca, de un lindero al otro, y se detuvo delante de cada indicador que establecía una separación entre sus campos y los del campesino contiguo. Nepomuk decía:

—Y que trabajes bajo un cielo negro si cualquier día recoges fruta del huerto de este hombre, aunque sea fruta caída.

Y a continuación asestaba a Josef Romeder un mamporro en la cabeza. Repitió este acto cada una de las ocho veces que recorrieron el lindero. Johann Nepomuk estaba poseído por una de esas fatalidades que te cuelgan de la espalda como un peso muerto. Lo que más lamentaba no era desprenderse de la granja, sino la ausencia de Alois. Su querido hijo adoptivo no estaba allí porque Johann Nepomuk le había expulsado tres años antes, cuando el chico tenía trece años y Walpurga dieciocho. Les había descubierto en el pajar del establo, y esto le recordó el otro establo donde se había acostado en la paja con Maria Anna, la tarde en que Alois fue concebido. Siempre había conservado un recuerdo glorioso de aquel acto de amor con Maria Anna Schicklgruber. Sólo había tenido dos mujeres en su vida y Maria fue la segunda, y para él no fue en absoluto una moza de pueblo, de textura burda y culo al aire en el heno, sino una madona iluminada por la luz del sol, una imagen que había observado en una vidriera de la iglesia de Spital. Esta imagen siempre ampliaba el concepto que tenía de la magnitud de su pecado. Sabía que vivía en sacrilegio, pero no renunciaba a la imagen de la cara de Maria Anna en la vidriera. Era un motivo suficiente para no confesarse con excesiva frecuencia, y cuando lo hacía inventaba otros pecados, pecados mortales, para el confesonario. Una vez confesó un coito con la yegua de la granja, una acción que nunca había intentado —¡no se hace el amor con un caballo grande por tan poco!—, y el cura, a su vez, le preguntó cuántas veces había cometido este pecado.

—Sólo una vez, padre.

—¿Cuándo fue eso? ¿Hace cuánto tiempo?

—Meses, creo que meses.

—¿Y cómo te sientes cuando trabajas ahora con el animal? ¿Sientes las mismas urgencias?

—No, nunca. Estoy avergonzado de mí mismo.

Como el cura era de mediana edad y tenía poco que aprender del campesinado, intuyó que Nepomuk estaba mintiendo. Sin embargo, habría preferido que el relato fuese verídico porque el bestialismo, aunque un pecado tan mortal como el adulterio o el incesto, le parecía menos grave. Al fin y al cabo, no engendraba descendencia. Por lo tanto, procedió a ejercer su ministerio sin hacer más preguntas.

—Te has degradado como hijo de Dios —le dijo a Nepomuk—. Has cometido un pecado grave de lujuria. Has herido a un animal inocente. De penitencia te pongo quinientos padre-nuestros y quinientas avemarías.

Era una penitencia idéntica a la que el cura había impuesto aquella mañana a un colegial que se había dado el gusto de una masturbación solapada y de escupitajo en la palma (¡un acto de lo más furtivo!), y luego había frotado el salivajo y el semen sobre el pelo del chico de delante, un niño.

Johann Nepomuk se limitó en adelante a confesar al mismo sacerdote de vez en cuando que todavía tenía pensamientos lascivos sobre la yegua, pero que se cuidaba de no ponerlos en práctica. Esto resolvió el problema de la confesión, pero la ausencia continua de Alois producía en Johann Nepomuk Hiedler un calvario de amor. Había llorado como un padre bíblico y se desgarró la camisa cuando descubrió a su hijo y su hija en el pajar. Supo que acababa de perder al chico. La luz más radiante de casi todos sus días, aquella cara joven y alegre, tendría que partir. Para conmoción de las otras mujeres de la casa, Alois fue enviado aquella noche a la casa de un vecino y a la mañana siguiente lo embarcaron en un carruaje que se dirigía a Viena.

Nepomuk no se lo contó a Eva, pero tampoco fue necesario, ya que Walpurga, por insistencia de su padre, no salió de la casa los tres años siguientes. Hubo que concertar la boda de la joven con Romeder, sin ningún tipo de cortejo. Pero Eva, aunque tan alerta a la castidad de sus hijas como un sargento de instrucción examinando la precisión de sus hombres en un desfile, seguía acosando a Nepomuk para que le consintiera a Walpurga dar un paseo los domingos con una amiga.

—No —decía él—. Las dos se meterán en el bosque. Y entonces las seguirán los mozos.

El día en que recorrió el lindero con Romeder, se sentía oprimido cada vez que golpeaba al marido de su hija. Qué injusticia estaba cometiendo con su yerno. Ergo, le pegaba más fuerte. Un matrimonio se estaba basando en una mentira. En consecuencia, no se podía allanar la propiedad del vecino. Sería un sacrilegio contra la tierra. ¡Cómo lamentaba Nepomuk la ausencia de su hijo!

3

A Alois le fue bien en Viena. Con su rostro agraciado y agradable, le contrataron en un comercio que fabricaba botas de montar para oficiales. Atendía a jóvenes que se conducían como si sus cuerpos, sus uniformes, sus condecoraciones, su calzado y sus almas hubieran sido confeccionados por el mismo fabricante estupendo. Su confianza en su aspecto personal tenía mucho que enseñar a Alois. Observó que aquellos hombres parecían a gusto con las mujeres hermosamente vestidas a las que escoltaban. Raro era el domingo en que no les observaba mientras paseaban. Los sombreros femeninos eran de una bella hechura. Tuvo la idea pasajera de que si encontraba a una joven sombrerera abrirían una tienda y jóvenes parejas de las clases más altas y finas la visitarían cogidos de la mano para comprar botas espléndidas y sombreros elegantes. Fue la única perspectiva comercial que habría de albergar durante muchos años, pero acariciaba aquel sueño porque le estimulaban las mujeres hermosas. Amaba a las jóvenes. Había pasado momentos maravillosos con sus hermanastras, es decir, como sólo Nepomuk sabía, con sus medio hermanas.

Pero no conoció a ninguna sombrerera y la idea dio paso a otra mejor. Nunca sería un oficial de caballería, porque para ello había que nacer en el seno de una familia adecuada, y él procedía de un lugar donde se conocían mejor las costumbres de un cerdo que el perfume que un hombre debía poner en su pañuelo. Alois no aspiraba a lo inasequible. Pero sabía una cosa: se entendía bien con Viena. Nadie en Spital estaba más ansioso de superarse. Así pues, enseguida comprendió su ambición: quería pasarse la vida con un uniforme decente y que le admirasen por su porte. Y su inteligencia. Sabía que no era tonto en absoluto.

A los dieciocho años, al cabo de cinco años en la tienda de botas, se presentó a un puesto de aduanero en el Ministerio de Hacienda austriaco. Cinco años después había ascendido al rango de
Finanzwache Oberaufseher
(supervisor jefe de finanzas), que sólo equivalía al de cabo, pero el uniforme era ya imponente y en realidad se solía tardar diez años en llegar tan arriba, sobre todo si ingresabas en el servicio sin contactos.

En varias ocasiones había escrito a Johann Nepomuk para notificarle sus progresos, y por fin, en 1858, recibió contestación. La hija menor de Nepomuk, Josefa, había muerto, un gran golpe para la familia, y Nepomuk insinuaba que le gustaría que Alois les visitara.

En 1859, al volver a Spital, tenía un aire altísimo para ser un hombre de mediana estatura: a los ojos de la familia, poseía un porte autoritario. Hasta parecía de buena cuna.

No tardó mucho Nepomuk en comprender que había cometido un grave error invitando a Alois a que les visitase, pero por entonces estaba ya tan encorvado como un árbol que había afrontado demasiado viento durante un número excesivo de años. La muerte de Josefa le latía en el costado como el corte causado por un hachazo. Estaba tan cansado que no podía vigilar a Alois.

En efecto, ¿qué podía hacer? Johanna, la primogénita, siete años mayor que Alois, se había casado a los dieciocho y en los últimos once años había sido fiel a su marido, Johann Poelzl, que solía tenerla embarazada. En otro tiempo ella había tenido una presencia agradable. Ahora tenía las manos y los pies despellejados y las facciones más gruesas después de parir a seis hijos, de los que a la sazón sólo dos estaban vivos.

Aunque Johanna siempre había sido de carácter alegre, esta condición, largo tiempo erosionada, revivió al ver a Alois. Había sido su ojito derecho desde el día en que llegó a la casa. Mimaba al niño de cinco años cada vez que se lo llevaba a dormir en su cama. Hasta que se marchó, a lo largo de los años le tiraba del pelo y le besaba las mejillas, hasta el día en que teniendo él ocho años y ella quince habían empezado a revolcarse en la paja del establo como si estuvieran peleando. Pero él sólo tenía ocho años y no había sucedido nada.

En esta ocasión, ni hablar. A la primera oportunidad, que resultó ser la única, Alois continuó la tradición de su padre, un acoplamiento apocalíptico en la paja de la cuadra, y Klara Poelzl fue concebida. Para Johanna no había la menor duda. Todas las veces había sabido el momento en que Johann Poelzl, su marido, había depositado un bebé dentro de ella. Pero en esta ocasión fue algo superior. Algo de importancia se produjo en su cuerpo.

—Me has hecho sentir lo que no he sentido nunca —dijo ella, cuando terminaron, y cuando Klara nació le mandó una carta que recibió en medio de una preparación rigurosa para un examen que le convertiría en
Finanzwache-Respizient,
el puesto más alto al que podían aspirar los rangos inferiores del servicio de aduanas. Alois, por consiguiente, no tenía su atención puesta en Spital. Con todo, conservó la carta durante años. Sólo contenía tres palabras (palabras que Johanna se había asegurado de escribir correctamente) y él las leyó muchas veces.
«Sie ist hier»,
escribió Johanna, con el orgullo de un acontecimiento trascendental (aunque no firmó la carta con su nombre), y «Ella ha llegado» ocupó su lugar en el cuarto de guardia del corazón de Alois, aunque tuviera la cabeza concentrada en su carrera. En verdad, quizás no hubiese hecho el amor con Johanna en aquella visita si no hubiera estado con Walpurga tantos años atrás y un año antes con la más joven, Josefa, su favorita cuando él tenía doce años (su primera Nepomuk), y por lo tanto pensó que se merecía poseer ahora a la hermana que faltaba: ¿cuántos hombres podían jactarse de conocer tan íntimamente a tres hermanas?

Aunque pudiera medirse a sí mismo por estos hechos, lo hacía en relación con los logros de otros funcionarios inferiores de la inspección de finanzas. Su ascensión fue notable para un joven con una educación tan exigua. Sin embargo, cuatro años después obtuvo otro ascenso y uno más en 1870, cuando a la edad de treinta y tres años llegó a ser recaudador de aduanas. En 1875 era inspector y escribía debajo de su firma, en cualquier documento del gobierno, todo el peso y la denominación del cargo: «Funcionario del puesto aduanero imperial de primera clase en la terminal ferroviaria de Simbach, Bavaria. Residencia, Braunau, Linzergasse.»

A lo largo de su trayectoria hacia el rango oficial más alto al alcance de un hombre de sus orígenes, nunca perdió su excelente apetito de mujeres. El primer principio de la burocracia austriaca era hacer tu trabajo, pero cuanto más eficiente te volvías en el desempeño de tus funciones, tanto menos tenías que temer por las pequeñas licencias de tu vida privada. Él acataba esta norma al pie de la letra. En aquellos años, dondequiera que le destinaran, se hospedaba en una fonda. Gracias a su aplomo, no tardaba mucho en emprender la conquista de los baluartes débilmente defendidos de las cocineras y camareras de la hostería. Cuando ya se había despachado a todas las mujeres disponibles, solía trasladarse a otra fonda grande. En el curso de sus cuarenta años de carrera fueron frecuentes sus cambios de residencia. En Braunau, por ejemplo, se trasladó doce veces. Tampoco le molestaba que sus mujeres no fuesen lo bastante elegantes para pasear con oficiales de caballería. ¡Ni lo más mínimo!

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