El cazador de barcos (19 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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—Tómatelo con calma —dijo con una risa.

El práctico asintió cortésmente, con la mitad del cuerpo ya fuera del coche, mientras empezaba a concentrar sus pensamientos, apartando las cuestiones no esenciales para fijar toda su atención en la tarea. El segundo práctico le siguió en silencio; cada uno conocía los hábitos del otro.

El práctico se alisó la chaqueta azul marino y se encasquetó la gorra blanca de visera. Después comenzó a subir por la larga pasarela inclinada. Al principio avanzaba a paso rápido, mirando hacia arriba, pero a medida que subía iba aumentando el balanceo de la estrecha escalera y tuvo que aflojar el paso para interrumpir las vibraciones producidas por el movimiento de sus pies. Justo antes de llegar a cubierta dirigió la mirada hacia abajo. Ya se encontraba a una altura superior a la del puente de mando de la mayor parte de los buques.

El viento soplaba con más fuerza sobre cubierta. Era la primera vez que realmente podía contemplar el
Leviathan
e, incluso bajo la mortecina luz del crepúsculo, quedó anonadado ante sus increíbles dimensiones. Seis hectáreas de verde cubierta se extendían ante sus ojos como una vasta llanura, interrumpida de trecho en trecho por válvulas y tuberías, y dividida en sentido longitudinal por la pasarela elevada central que comunicaba las instalaciones contra incendios, y transversalmente por los tensos cables de las amarras. A mitad de camino de la proa, había un helicóptero Ranger Bell posado en el costado de babor.

Hacia popa, la torre de servicios se alzaba diez plantas por encima de la puerta principal, una reluciente estructura blanca con la mitad de la anchura del barco, y coronada por un triple capitel formado por dos estrechas chimeneas negras y, entre ellas, un afilado palo festoneado de placas de radar y antenas telemétricas. Las estrechas alas del puente de mando se proyectaban desde la cubierta superior sobre los costados del buque. Junto con las chimeneas gemelas —que escupían finas columnas de humo gris mientras los maquinistas iban acumulando el vapor— y el palo, constituían los únicos incongruentes toques de gracia que presentaba el pesado navío.

Se dirigió hacia la torre, seguido por el segundo práctico, recorriendo un camino trazado con rugosa pintura de arena gris. El camino marcado se elevaba de vez en cuando para cruzar las tuberías laterales. Lo flanqueaban tuberías verde oscuro, válvulas amarillas, blancas instalaciones contra incendios con rojas bocas de riego y siseantes cabrestantes negros de los que se desprendían perezosas serpentinas de vapor, que pronto dispersaba el viento.

El práctico tuvo que saltar por encima de varias amarras, cuidando de no mancharse de grasa los pantalones del uniforme. Ya se le habían quedado bien untadas las manos en la pasarela; era lo habitual en un buque petrolero. Entraron en la torre a través de una puerta estanca, con el típico umbral elevado, a pesar de que resultaba difícil imaginar que el agua del mar pudiera llegar a inundar aquella cubierta. Un marinero inglés hizo el gesto de llevarse la mano a la visera en señal de cortesía y les condujo hasta el ascensor. A partir de allí concluía cualquier semejanza con un barco mercante normal.

—Es un magnífico bloque de oficinas —comentó el segundo práctico mientras la espaciosa cabina subía silenciosamente las diez plantas hasta la cubierta del puente.

El práctico asintió con la cabeza. El buque estaba tan firmemente asentado en el agua como un edificio sobre una base de roca. El ascensor se abrió y salieron a un amplio vestíbulo alfombrado, un ancho pasillo que recordaba un salón de entrada, con pinturas al óleo iluminadas colgando de las paredes de fórmica imitando madera y macetas con plantas en el suelo. Los prácticos se dirigieron hacia una puerta con un rótulo que decía «Cuarto de derrota/Puente de mando».

La puerta daba a un enorme cuarto sin ventanas y escasamente iluminado. La mayor parte del espacio estaba ocupado por los bancos de las computadoras; sin embargo, el práctico observó que alrededor de la mesa de madera de roble quedaba tanto espacio libre como podría encontrarse en torno a la mesa de billar de una mansión señorial. Dos jóvenes oficiales vigilaban las computadoras, leyendo las hojas impresas que éstas iban escupiendo en un flujo continuo. Un agregado estaba sacando en aquel momento la carta del Puerto de Southampton y sus Vías de Acceso de uno de los anchos y planos cajones situados debajo de la mesa.

El práctico atravesó una pesada cortina negra, que separaba el cuarto de derrota del puente de mando, y se paró en seco. El panorama que desde allí se ofrecía era impresionante. Enormes ventanas cuadradas cubrían toda la extensión del puente, a 30 metros por encima de la cubierta y a 60 metros de la superficie del agua. Era como estar en lo alto de un edificio de veinte pisos. A lo lejos se vislumbraba la ciudad de Southampton.

Varios paneles electrónicos de control de máquinas, comunicaciones y luces ocupaban el espacio que quedaba debajo de las ventanas. Entre la hilera de mesas de control y el mamparo posterior del puente de mando se extendía un amplio espacio ininterrumpido, con una anchura de cincuenta metros de extremo a extremo. Las puertas abiertas al final de cada ala del puente dejaban entrar la brisa nocturna.

En medio del buque se encontraba el timón: un pequeño yugo, más reducido que el volante del Mini y delante del yugo del timón, suspendidos del bajo techo, colgaban el girocompás ampliado, el radar Doppler que indicaba la posición con respecto al malecón, el giroscopio que señalaba la velocidad de desplazamiento angular, y los indicadores de nudos y revoluciones. El práctico los observó brevemente. Ésos eran sus aparatos.

En alta mar, la posición y la seguridad del buque estaban primordialmente en manos de la navegación guiada por satélite, por el cálculo del rumbo de otros buques y por el radar anticolisiones. Pero allí, en su canal, el práctico operaba basándose en preguntas muy elementales: ¿Podría sortear el buque una baliza a una distancia de cincuenta metros? ¿A qué velocidad viraba? ¿Avanzaba con la velocidad suficiente para virar? ¿Avanzaba demasiado rápido para poder detenerse? ¿Cómo se movería la popa cuando la proa se separara del muelle?

Pero el
Leviathan
era demasiado grande Su masa creaba un momento de fuerzas incontrolables. En su corta vida ya había arrollado un muelle en el golfo, matando a dos hombres y agujereándose la delgada proa, y en otro viaje había arrancado de cuajo tres mangas de descarga de los malecones de Le Havre.

—¡Llega tarde, piloto!

La voz tronó a través del puente como un toque de corneta. Cedric Ogilvy, el legendario capitán de P & O que había abandonado su antigua compañía marítima por el
Leviathan
, no levantó la vista del panel de instrumentos que estaba examinando. El práctico se acercó a su lado.

Ogilvy iba perfectamente uniformado, cosa ya poco corriente dentro del servicio mercante, y lucía cuatro anchos galones dorados en la manga. En la manga del uniforme del práctico se veía la débil marca de las puntadas donde solía llevar sus propios cuatro galones. Era costumbre quitarse los galones al incorporarse al Servicio de Prácticos, a fin de no poner en una situación embarazosa a algún capitán de graduación técnicamente inferior a la del práctico. Una cortesía. Ya eran tan pocos los que lucían su uniforme que la cosa apenas tenía importancia. Los capitanes de los buques mercantes dirigían las actividades en sus puentes de mando ataviados de mil maneras distintas, entre las que figuraban desde los jerséis hasta los anoraks de nailon. El favorito del práctico era un capitán italiano que dos veces al año conducía un petrolero viejo hasta la refinería ataviado como un modelo de revista: zapatos de cuero fino, pullover de cachemira y una camisa de algodón comprada en la mejor tienda de Roma.

—Buenas noches, capitán Ogilvy —dijo el práctico, tendiéndole la mano—. Yo…

—Llega tarde —le interrumpió Ogilvy y señaló con la cabeza el mensaje del sistema de navegación guiado por satélite sin aceptar su saludo. El práctico miró la pantalla.

SAT FIX
QLT:03
GMT
20.03.00
LAT
N-50
50.158
LON
W-001
19.524

La pantalla indicaba los satélites en cuyas indicaciones se estaba basando la computadora para determinar la posición, la hora y la latitud y la longitud del
Leviathan
. Ogilvy le indicó la segunda línea, con un largo y grueso dedo de uña bien recortada. Las veinte horas tres minutos, hora del meridiano de Greenwich. Las ocho y tres minutos. Se había presentado con tres minutos de retraso ante el capitán; los tres minutos que el práctico se había entretenido contemplando el puente.

Se mordió la lengua. Este tipo de insensateces habían desaparecido hacía años del servicio mercante el viejo chivo pomposo seguía actuando como si todavía estuviera en la Marina Real. Y sin embargo… todo el mundo sabía que Ogilvy era el único capitán que había aceptado continuar al mando del
Leviathan
después del primer viaje el buque devoraba capitanes. El práctico que lo había pilotado la noche anterior había dicho que el tipo que lo había traído desde el golfo Pérsico parecía encontrarse al borde de una depresión nerviosa. Ogilvy no ocupaba el mando del
Leviathan
en ninguna de las ocasiones en que se había perdido el control de la nave. Confiemos que su suerte resista al menos otra noche, pensó tristemente el práctico.

Hizo un comentario sobre el viento, mientras observaba cómo hacia revolotear las ropas de un marinero que estaba abriendo, en el ala de estribor, los paneles de control del empuje de proa.

Ogilvy lo miró por primera vez a los ojos. Bajo su rostro atractivo había una dureza que no se detectaba a primera vista. Y, más profundamente, todavía algo más. Una cosa curiosa: como si sintiera miedo; pero no podía ser miedo.

Ogilvy se le quedó mirando un rato incómodamente largo antes de empezar a hablar. Luego dijo:

—Se encuentra usted a sesenta metros de la superficie del puerto de Southampton, práctico. Claro que hace viento. Pero lo importante es con qué fuerza sopla el viento al nivel de la cubierta.

Señaló una esfera.

—El anemómetro marca cuatro nudos. Apenas una intensidad dos. ¿Qué me dice?

—Sí, capitán.

Ogilvy volvió a apuntar hacia la lectura de la hora en la pantalla indicadora de los satélites.

—Zarparemos con la marea dentro de cuarenta y cinco minutos —anunció, dando por concluida su conversación con el práctico.

Después levantó la voz:

—¡Número uno!

El primer oficial, un hombre moreno y delgado de aspecto pacífico, se acercó corriendo.

—¿Señor?

El práctico se alejó lentamente, mientras intentaba contener una sonrisa. ¿Número uno? Eso era la vieja Marina Real con todas las banderas desplegadas. El segundo práctico captó su sonrisa y murmuró:

—¿Azotes el domingo?
[1]

Salieron al ala de babor, que daba sobre el malecón. Mucho más abajo, sobre la cubierta principal, los ayudantes de cocina pakistaníes continuaban transportando cajones y cajas de cartón hasta la torre. El sol se estaba poniendo detrás de las colinas y el viento empezaba a volar hacia el oeste, con una fuerza inquietante Las luces de la refinería comenzaron a brillar en la creciente penumbra.

El práctico dirigió la mirada hacia popa. Más allá de las marismas que se extendían a los pies del castillo de Calshot y al otro lado del canal de Solent, se alzaba la isla de Wight, una línea de un azul oscuro sobre el horizonte meridional. Pasarían cuatro duras horas antes de que el
Leviathan
hubiera rodeado la isla y él pudiera regresar a tierra en el barco de los prácticos, pero calculó que tendría la situación bajo control una vez se hubiera situado de popa al viento en el canal de Solent. Pero antes tendría que llevar el largo y voluminoso buque en dos acusados virajes: a la derecha para pasar de la recta de Calshot al estrecho canal de Thorn, luego fuertemente hacia la izquierda, en un giro de ciento veinticinco grados bien contados.

Tres remolcadores, con los motores parados, estaban apostados junto al buque, de guardia como habían permanecido todo el día, en previsión de que el
Leviathan
intentara seguir el curso de la corriente a través del estuario, arrastrando el malecón de la refinería tras él. Otros tres se aproximaban desde Southampton. El práctico distinguió sus luces a un par de kilómetros de distancia. De pronto el viento empezó a soplar con fuertes rachas.

Escuchó gritos de alarma y, cuando miró hacia abajo, vio que los hombres se dispersaban como hormigas sobre la cubierta.

—¡Mire! —exclamó el segundo práctico.

Captó un leve movimiento en el cable de amarre más próximo a la popa. El cable había empezado a desgarrarse a medio camino entre el costado del buque y el cabestrante. Los hilos se iban destrenzando, abriéndose como una flor de acero.

El cable se rompió con un sonoro chasquido.

Un extremo salió despedido a gran altura, cortando el aire con un airado zumbido, para desaparecer luego por encima de la borda. El otro extremo, unido al cabestrante, barrió la cubierta como un sable. Golpeó en las pantorrillas a uno de los mozos de cocina que huían y le hizo volar tres metros por los aires. El hombre se estrelló contra la cubierta, con los pantalones blancos manchados de sangre. Un aullido estremecedor se elevó por encima del silbido de las chimeneas del
Leviathan
y el apagado ronroneo de los remolcadores del río. Ogilvy salió corriendo del puente de mando, miró hacia la cubierta que se extendía a sus pies y en el acto empezó a gritar órdenes por el micrófono de su emisor receptor VHF que llevaba prendido a la solapa. Los marineros empezaron a salir rápidamente de la torre de servicios y se precipitaron hacia los cabestrantes más próximos. Una segunda cuadrilla, azuzada por el flaco contramaestre, empezó a tender un nuevo cable de popa cerca del hombre caído. Al mismo tiempo, los remolcadores apostados en el río se apretaron contra el buque y lo empujaron hacia el malecón. Sólo cuando estuvo afianzado el nuevo cable, se formó un corro de marineros en torno al mozo de cocina herido.

La radio de Ogilvy resonó con crepitante apremio. El práctico escuchó la palabra «hospital». El capitán apretó los labios; lanzó una ojeada al sol poniente y al cielo que empezaba a ennegrecerse. Después sus ojos se posaron en el Bell Ranger desde su plataforma.

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