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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (23 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Un cabestrante terminó de izar la escalera para el práctico en el preciso momento en que éste llegaba junto a ella. El práctico puso un pie en la plataforma y miró hacia abajo. La lancha de los prácticos era sólo una manchita sobre los espumarajos del mar, treinta metros más abajo. La escalera parecía bien asentada. El práctico dio media vuelta y empezó a bajar de espaldas los peldaños, hasta situarse en el penúltimo de la escalera, se aferró a las cuerdas laterales y gritó:

—¡Listo!

Se escuchó el siseo del vapor. La escalera dio una brusca sacudida, bajó un poco, y después empezó a deslizarse suavemente junto a la borda del buque, moviéndose sobre unas pequeñas ruedecillas que giraban a lo largo de las guías de acero. El práctico se sujetó con fuerza y miró hacia abajo. El marinero le esperaba en la proa de la lancha. Después, levantó la mirada hacia arriba. Muy lejos, en lo alto, el marinero que manipulaba el mecanismo de la escala vigilaba su descenso.

¿Había sido un afortunado farol? ¿Había sido un golpe de suerte de Ogilvy que el buque ganara a tiempo la velocidad suficiente para poder maniobrar? Habían estado al borde de perder el control. El práctico recordó el resplandor en el fondo de la mirada de Ogilvy. En su trabajo, tenía que tratar con capitanes a diario. Había conocido hombres buenos y estúpidos, había visto arrogancia y temor. Ogilvy había hecho todo lo posible por rebajarle. El práctico decidió que el capitán del
Leviathan
estaba asustado. Era un punto a favor de su sentido común.

La escalera se detuvo con una sacudida. El práctico saltó a la proa de la lancha y el marinero le sujetó por el brazo. Avanzó con cuidado junto a la cabina, asiéndose a los cabos barnizados de la borda y bajó a la bañera. Los grandes motores diesel empezaron a ronronear y el barco viró para alejarse. El práctico volvió la mirada hacia atrás. El
Leviathan
ocultaba las estrellas, flotando en el horizonte como una gran nube negra.

En la cabina había otros prácticos. Se saludaron tranquilamente. Él se sentó junto a su amigo, exhausto. La lancha avanzó veloz, cabeceando y bamboleándose sobre el fuerte oleaje; después, aminoró la marcha y se detuvo a recoger al práctico que iba a bordo del
Seatrain
. El recién llegado buscó al práctico del
Leviathan
con los ojos.

—He estado pegado a vuestra popa toda la noche.

—No nos habría venido mal un empujón.

—Maldito cerdo —masculló el segundo práctico.

—¿Problemas? —preguntó el hombre del
Seatrain
.

El práctico asintió con la cabeza.

—Bastantes.

Pero ya había terminado. El práctico estuvo dormitando hasta llegar a Portsmouth.

Cuando amarraron junto al bien iluminado muelle del puerto naval, cada práctico depositó diez peniques sobre el panel de mandos. El piloto de la lancha, que también era marino de carrera, protestó ritualmente por la propina.

—Invita al chico a una cerveza —dijo el piloto, indicando con la cabeza al joven marinero que les estaba ayudando a desembarcar.

Ya en el taxi, camino de los muelles de Southampton donde tenían sus coches, el práctico consultó su reloj. Las dos de la madrugada. Todavía tenía una hora de viaje en coche hasta New Forest. Su esposa se habría acostado hacía rato, pero los ponis acudirían a recibirlo junto a la puerta de la verja.

James Bruce se paseaba por los pasillos desiertos de la cubierta del
Leviathan
, haciéndose conjeturas sobre Cedric Ogilvy, preguntándose si ése sería su último viaje y preguntándose también qué sentido tenía intentar adivinar las intenciones de un hombre que intentaba hacer creer que dominaba un barco que él mismo sabía que no era capaz de controlar. Era tarde. No vio a nadie en la biblioteca ni en la sala de oficiales. La enfermería estaba vacía y el teatro permanecía a oscuras. La mesa del comedor de oficiales estaba puesta para el desayuno, y los cuchillos y tenedores chocaban entre sí con un débil tintineo a medida que los motores del buque vacío iban cobrando velocidad. Naturalmente no se notaba el menor balanceo provocado por el mar. Las olas no movían el buque, a pesar de que la última vez que se había asomado a cubierta, un fuerte viento de poniente levantaba un desagradable oleaje sobre el canal de la Mancha.

La cubierta media del puente, donde dormían los oficiales y suboficiales también estaba desierta. Pulsó el botón del ascensor para subir a la cubierta principal del puente, donde se encontraba la lujosa
suite
de invitados que le habían asignado. La compañía esperaba su informe sobre Ogilvy en un plazo de dos días. ¿Estaba ya demasiado viejo? ¿Había perdido su capacidad de mando? ¿Era preciso reemplazarle? Esta última pregunta parecía un chiste malo, pues no podía decirse que tuvieran exactamente una larga cola de hombres bien preparados dándose empellones en el muelle para conseguir el puesto de capitán de aquel buque.

Desde luego, Ogilvy no era el único capitán del mundo con una actitud hosca y una naturaleza mezquina. ¿Había calculado que tendría la velocidad suficiente para maniobrar o había tenido suerte? ¿Había tendido deliberadamente una trampa al práctico y a su propio tercer oficial para dejarles en ridículo? Tal vez, se dijo Bruce, podría inducir al jefe de máquinas a revelarle exactamente qué había ocurrido cuando Ogilvy había pedido más potencia en las máquinas. Aunque no era probable. Ambos hombres tenían la misma graduación y a menos que existiera una verdadera rencilla entre ellos —y Bruce no tenía conocimiento de que así fuera— el jefe de máquinas le respondería con cautela. Sin embargo, decidió intentarlo por la mañana.

Una cosa era indiscutible. Suerte o no suerte, Ogilvy ganaba con las cartas boca abajo a la hora de gobernar el
Leviathan
. Bruce había embarcado en Le Havre y había podido observar con sus propios ojos las dificultades del capitán sustituto para abrirse paso a duras penas entre el intenso tráfico marítimo del canal de la Mancha. Con Ogilvy la cosa parecía sencilla. ¿O era mera apariencia?

Se abrió la puerta del ascensor y en el interior apareció un engrasador con un mono manchado. El hombre bajó la cabeza y alargó la mano para pulsar el botón de mando.

—¿Qué cubierta, señor?

—Baje a la suya primero —dijo Bruce subiendo al ascensor—. No tengo prisa.

La puerta se cerró. El engrasador empezó a hurgarse nerviosamente las uñas ennegrecidas mientras el ascensor descendía hasta la sala de máquinas, después carraspeó, como si pensara que debía decir algo.

—Sólo he salido a tomar un poco de aire, señor.

—Sí, claro, —respondió educadamente Bruce.

—Siempre que tengo un momento subo a cubierta —explicó el engrasador.

Hablaba con acento irlandés, pensó Bruce. El ascensor seguía bajando lentamente. Bruce se consideraba un hombre cordial, que sabía entender a los marineros, muy distinto del disciplinario Cedric Ogilvy; pero se sentía incómodo metido en el ascensor, sin saber qué decirle al engrasador, pero sintiéndose obligado a hacer algún comentario.

—Bueno, supongo que debe hacer bastante calor ahí abajo.

—¡Oh, sí…! Pero en la sala de control no se está mal, señor. Nos metemos allí de vez en cuando para refrescarnos un poco.

—Sí, ya me lo imagino.

El ascensor se detuvo y la puerta se abrió dejando entrar el rugido de las máquinas, un intenso y retumbante estrépito que ensordecía, que embotaba los sentidos. Sólo después se advertía que el ambiente húmedo y denso estaba tan caldeado como el aire de mediodía de los trópicos. Mientras el cuerpo se estremecía horrorizado ante el ruido y el calor y la mente admiraba las enormes dimensiones del lugar, la vista se fijaba en el acto en la sala de control insonorizada y con aire acondicionado que se alzaba entre la maquinaria. Un refugio.

Allí se encontraban los monitores electrónicos que controlaban las dos calderas de alta presión y el par de turbinas de vapor de 35000 caballos, las calderas secundarias más pequeñas, los evaporadores de agua dulce y una planta eléctrica de tres millones de vatios de potencia. Una gruesa capa de pintura gris recubría las paredes de acero y el laberinto de tuberías, las estrechas pasarelas y las cubiertas tachonadas.

Pequeñas volutas de vapor revoloteaban en las junturas de algunas tuberías. Bruce movió la cabeza molesto; había docenas de escapes de vapor. Se necesitaría todo un día para volver a dejar en buen estado al
Leviathan
. Cedric se encargaría de ello. Detendría el buque en alta mar y soldaría las tuberías.

—¿Señor?

El engrasador se había detenido, dudoso, en la puerta.

—¿Dígame? —gritó Bruce por encima del estruendo.

—¿Podría hablar un momento con usted?

—Naturalmente.

Pulsó un botón y la puerta se cerró, eliminando buena parte del ruido.

—¿Qué ocurre?

—En realidad no ocurre nada, señor. Sólo que…, suelo subir a cubierta siempre que puedo. Hay un lugar en la popa desde donde se puede mirar por encima de la borda.

Bruce asintió. Había unas grandes aberturas en la borda para pasar los cables de popa.

—¿Sí?

—No este último viaje, sino el anterior, cuando nos acercábamos a la costa francesa…

—¿El último viaje del capitán Ogilvy?

—Eso es. Yo estaba ahí afuera tomando el aire y la lluvia.

Sonrió con una mueca y su cara, sombría y solemne, adquirió una expresión juvenil.

—Hasta los huesos estaba empapado. Lloviznaba. Hago eso cuando termino mi turno de guardia. Después me caliento en la ducha.

—Sí —dijo Bruce.

Los marineros disfrutan de extraordinarias comodidades en los grandes petroleros. Camarotes privados, cada uno con su baño. Un servicio de lavandería: monos limpios para cada guardia.

—Estaba contemplando la estela del buque, señor. Es como una maroma que nunca soltamos. Atada al casco, usted ya me entiende, señor.

Bruce asintió con la cabeza. Una vez había visto saltar por la borda a un marinero en busca de esa maroma, hipnotizado por la incesante corriente de agua. El engrasador continuó sus disquisiciones. Bruce le escuchaba con expresión meditabunda, dejando vagar los pensamientos por otra parte. ¡Había tantos marineros como ese hombre! Seres solitarios que barajaban días y días palabras no pronunciadas y luego, de pronto, barbotaban curiosos pensamientos —poéticos o ingenuos—, y después, de una manera igualmente repentina volvían a enmudecer. Aguardó que el hombre se desahogara. De pronto, prestó mucha atención.

—¿Cómo dice?

—Lo que oye, señor. Tengo la impresión de que chocamos con algo.

—¿Que chocaron con algo? ¿Cuándo?

—Todo fue saliendo a flote en la estela. —Sus dedos ennegrecidos se agitaron en el air—. Como nudos de la maroma.

—¿Qué cosas?

—Fragmentos sueltos. Cosas que flotaban. Objetos blandos. No demasiados. No pude verlo demasiado bien. Había mucha bruma. Y la cubierta es bastante alta.

—¿Cuándo fue eso?

—Frente a la costa francesa, señor, como le decía. El penúltimo viaje.

—¿Y usted qué cree que arrolló el barco? —preguntó Bruce, intentando disimular su preocupación.

—No sé, señor. Tal vez el barco de ese doctor.

—¿Por qué no se lo dijo a los investigadores? —preguntó severamente Bruce.

—No hablaron con el equipo de máquinas, señor.

Bruce, incómodo, apretó los dientes. De vez en cuando todavía salía a relucir la vieja rivalidad entre la sala de máquinas y la cubierta. En los viejos tiempos, cuando la tripulación de cubierta dormía en la proa y la tripulación de máquinas en la popa, los buques se dividían muchas veces en dos campos, cada uno plenamente henchido de su propia importancia, y convencido de que los otros serían capaces de dejar irse a pique el buque si no se los vigilaba atentamente. El propio Bruce había ido de agregado en el viejo
Mutlah
de la Clan Line durante un viaje dominado por esa hostilidad. El buque de transporte de minerales se dividía en dos por la noche, y al amanecer, la proa y la popa se despertaban por separado y ningún hombre saludaba a los del otro bando.

Los investigadores que habían comprobado las acusaciones de Hardin no habían tenido en cuenta la posibilidad de que un engrasador pudiera hallarse en cubierta. Y el engrasador se había sentido insultado al ver que no le llamaban a declarar y había decidido callarse. Tal vez fuera mejor así. Más valía dejar las cosas como estaban.

—Bien —dijo Bruce, pulsando el botón para abrir la puerta y dejando entrar el ruido de las máquinas—. Gracias por la información. Seguro que no fue nada.

—¿Cree usted que arrollamos el barco del doctor?

—No. Y yo, en su lugar, no lo diría demasiado alto. Podría crear malestar entre la gente.

—Sí, señor. ¿Hum, señor?

—¿Sí? —preguntó enérgicamente Bruce.

—¿Por qué llevamos a bordo ese helicóptero armado?

—¿Armado?

—Lleva una gran ametralladora, señor. Montada. Algunos de los muchachos la vieron cuando la ataban a la cubierta.

—Según tengo entendido —dijo Bruce—, tenemos que entregárselo a un jeque de Qatar.

Se esforzó por sonreír y palmeó el brazo del engrasador.

—Ya sabe cómo son los árabes. Si ven que tenemos un juguete, ellos también lo quieren.

—Eso desde luego, señor. Buenas noches, señor.

Bruce subió a la cubierta principal maldiciendo a la compañía, a sí mismo, al piloto del helicóptero y a Ogilvy, por haber vaticinado exactamente lo que acababa de ocurrir.

—No hay secretos en el mar —le había replicado bruscamente Ogilvy aquella misma tarde en su camarote—. Infundirás el pánico entre mi tripulación. Esto no es un buque de guerra y estos hombres no son soldados.

Bruce se había paseado por el camarote de Ogilvy, suplicando y persuadiéndole, mientras el capitán se mantenía firme como una vara sentado junto a su mesa de trabajo. Bruce le explicó una y otra vez el informe que el Servicio de Inteligencia británico había hecho llegar a las oficinas de la compañía en Londres. El doctor Peter Hardin, el hombre que aseguraba que su barco había sido arrollado por el
Leviathan
era sospechoso de haber robado un lanzacohetes antitanque de uso individual y la última vez que había sido visto, tres semanas atrás, se disponía a zarpar de Inglaterra en un velero. Las conclusiones eran obvias.

—Está loco —dijo Bruce—. Y lleva un arma mortífera. Tenemos que proteger el buque.

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