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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (46 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Donner emitió una risita.

—Ya me pareció que era un hombre de genio. ¿Y usted qué tal está? ¿Contenta de encontrarse en casa?

—Desde luego. Aquí ocurren cosas interesantes. Supongo que usted captaría el mismo estado de ánimo en Israel en los primeros días de su nación.

—Yo estaba en Inglaterra. Me perdí la diversión.

Donner la examinó con una rápida ojeada.

—¿Su brazo ya está curado?

—Del todo.

—Y veo que tiene la mejor clínica que he visitado en África.

—Debería serlo —replicó ella con una sonris—. Está situada en el barrio más rico de Lagos.

—Supongo que su padre no desea que se aleje demasiado de él.

Ajaratu guardó silencio. Examinó su agenda de sobremesa. Tenía un día más atareado que de costumbre, pero aun así no sería tan fatigoso como una sola hora de servicio como interna en el hospital de Londres. Por fin, con una cautelosa sonrisa, formuló la pregunta que pendía en el aire.

—¿Cómo está Peter?

—Tenía la esperanza de que usted pudiera decírmelo —respondió el israel—. Le di sus cartas. Pensé que tal vez le habría escrito.

—No he recibido ninguna suya.

—Lo último que sé es que zarpó a Durban.

—¿Ha intentado comunicarse por radio con él?

—Le transmito un mensaje cada noche a las ocho, hora del meridiano de Greenwich, tal como convenimos. Creo que me respondió hace una semana cuando le comuniqué la partida del
Leviathan
y su fecha aproximada de llegada al golfo Pérsico. Pero no estoy seguro. Su señal, suponiendo que fuera la suya, sonaba muy débil. Parecía como si se le estuvieran acabando las baterías o como si el mal tiempo atenuara su señal. Es muy posible que estuviera metido en el monzón.

—He estado esperando recibir una llamada telefónica comunicándome que ha recobrado el buen sentido —dijo Ajaratu.

—¿Le parece probable que eso ocurra?

Ella movió negativamente la cabeza.

—No.

—¿Cree que está algo desequilibrado, doctora Akanke?

—No.

—¿Qué opina usted que hará ahora?

—Me temo que hundirá el
Leviathan
o morirá en el empeño.

—¿Tiene idea de dónde puede intentar atacar?

Ajaratu miró por la ventana en dirección a los altos edificios de oficinas del centro de Lagos.

—No tengo la menor idea —respondió—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Si le ha ocurrido algo quisiera saber dónde puedo buscarle —dijo Donner.

—¿Algo como qué?

—Que haya naufragado. Que haya embarrancado. Que haya sufrido un ataque de los nativos… perdone la expresión.

Dijo estas últimas palabras con una halagosa sonrisa destinada, o eso pensó ella, a ayudarla a sentirse a sus anchas.

—Ya sabe a qué me refiero. Imagino que tal vez pueda necesitar ayuda.

—O tal vez desee que le dejen en paz.

—Es posible —comentó casualmente Donne—. Claro que muy pronto sabremos la respuesta.

—¿Cómo?

—El
Leviathan
zarpó de Ciudad del Cabo hace una semana. Tiene prevista su llegada al golfo para dentro de cuatro días. Si en el plazo de una semana a partir de esta fecha, cuando haya cogido su cargamento y se haya hecho a la mar, no ha sido atacado por Hardin, tendremos motivos para pensar que o bien necesita ayuda o bien se ha extraviado en el mar. A menos que tenga la intención de dispararle cuando vaya lleno, en cuyo caso…

—Peter no haría eso —declaró firmemente ella—. Jamás hundiría ese barco cargado de petróleo.

—¿Cómo se propone hundir exactamente al
Leviathan
? ¿Desde qué ángulo piensa disparar?

—No quiso decírmelo. Además, ¿qué puede importar eso si se ha extraviado?

—Se trata simplemente de que la manera en que pretendiera hundir el buque podría darme una pista para averiguar dónde se proponía hacerlo y así sabría dónde buscarle. Suponiendo que necesite ayuda.

—¿Y si no la necesita?

—Mucho me temo que su señal de radio es una indicación de que la necesita.

—Pero usted mismo ha dicho que tal vez tenga descargadas las baterías.

—Unas baterías descargadas indican que no tiene combustible para hacer funcionar el motor y recargarlas. Y la carencia de combustible indica que se vio detenido por falta de viento y tuvo que utilizar el motor. Y tal vez siga detenido.

—Seria fantástico —exclamó Ajaratu—. El
Leviathan
podría evitarle y cuando volviera a soplar el viento se dirigiría a algún puerto y se pondría en contacto conmigo o con usted, espero. Francamente, confío que se comunique conmigo. Deseo tener otra oportunidad de disuadirle de sus propósitos.

—¿En serio? —inquirió Donner.

—Naturalmente Es una locura.

Donner se entretuvo jugueteando con el reborde del escritorio. Después la miró bruscamente a los ojos.

—No he sido sincero con usted, doctora Akanke.

—¿En qué sentido?

—Tengo intención de impedir que ataque al
Leviathan
.

Ella le preguntó por qué.

Donner rehuyó su mirada. Habló con voz apagada, como si tuviera vergüenza.

—He recibido nuevas instrucciones —dijo, con evidente resentimiento—. No debo permitir que Hardin hunda ese buque.

—¿Tiene orden de detenerlo?

—Sí.

Ajaratu volvió a fijar los ojos en la ventana. Sus dedos acariciaron la cruz de oro que llevaba colgada al cuello.

—Tal vez pueda ayudarle —dijo.

—¿Cómo? —preguntó Donner.

—Ha dicho usted que le comunicó la fecha de salida del
Leviathan
.

—Así es.

—Peter llamará para confirmar la fecha de llegada prevista.

—Es posible.

—Lo hará —insistió Ajaratu—. No es hombre capaz de ignorar cualquier cosa que pueda ayudarle a conseguir lo que desea. Cuando se comunique con usted para pedirle la hora estimada de llegada, dígale que el
Leviathan
ha sufrido un retraso y déjeme hablar con él. Yo intentaré convencerle.

—¿Cree que podrá hacerlo?

—Sólo sé que es más fácil que me escuche a mi que a usted. Nos conocemos muy bien.

—Puede que eso sirva de algo —comentó Donner dudoso.

—Es la mejor solución —dijo Ajaratu—. Estoy segura… Pero, dígame una cosa, ¿Qué hará si él no se comunica con usted?

Donner hizo un gesto de asentimiento como si hubiera estado reflexionando bastante sobre esa posibilidad. Luego respondió afablemente:

—En ese caso, pediré a los míos que soliciten la ayuda de las autoridades locales en las proximidades del canal de Mozambique, el cabo de Ra's al Hadd y el estrecho de Ormuz.

—¿Por qué en esas zonas?

—Las vías de navegación son estrechas en cada uno de esos puntos, de modo que es probable que haya decidido atacar en uno de ellos.

—¿Y las autoridades locales de Mozambique y Arabia le detendrán sólo porque usted lo diga?

—Sí.

—¿Por qué iban a hacerlo?

—Tenemos buenos amigos en África. ¿Cómo cree que conseguí sacarla de Ciudad del Cabo?

—Pero ¿Arabia?

Donner sonrió.

—Ni nosotros ni los estados árabes podemos permitirnos mantener un estado de permanente hostilidad. De vez en cuando a ambos nos interesa cooperar.

—¿Le harán daño?

—No. Dejaré bien claro que deben limitarse a observarle a una distancia prudente hasta que yo llegue. ¿O debería decir hasta que lleguemos? ¿Porque usted irá conmigo, verdad?

—Naturalmente.

Ajaratu consultó su reloj.

—Perdóneme, tengo que atender a mis pacientes. En seguida vuelvo.

Salió corriendo por la puerta, alisándose la falda blanca sobre las caderas. Hizo una llamada por el teléfono de su recepcionista y luego volvió junto a Donner.

Instantes más tarde, llamaron a la puerta. Ajaratu fue a abrirla, dijo unas breves palabras y la cerró. Con la mano en el tirador, le anunció dulcemente a Donner:

—La policía ha venido a buscarle.

Donner se incorporó a medias de su asiento.

—¿Por qué?

—Les he dicho que es usted un psicópata y que ha amenazado atentar contra la vida de varios destacados dirigentes, entre ellos mi padre. Le trasladarán a un hospital para someterlo a observación. He pedido a la policía que actúen con suavidad si usted no se rebela. Y me ocuparé de que le traten bien.

—Muy amable —comentó Donner y volvió a sentarse.

Una tenue sonrisa jugueteó brevemente sobre los labios mientras sus ojos se paseaban velozmente de la puerta a las ventanas y luego otra vez a la puerta.

—¿Durante cuánto tiempo me tendrán… en observación?

—Ordenaré que le pongan en libertad cuando Hardin haya hundido el
Leviathan
.

—Creí entender que usted quería impedírselo.

—No a cambio de su vida —replicó Ajaratu—. Usted le detendría a cualquier precio y él es demasiado obstinado para dejarse coger sin ofrecer resistencia. Yo sólo quiero verle vivo. Es el único motivo que me impulsó a ayudarle a atacar al
Leviathan
y ésa es también la razón de que ahora intente retenerle a usted.

La muchacha esbozó una triste sonrisa.

—Yo le quiero.

—No tengo la menor intención de hacerle daño —protestó Donner.

—Pero lo haría —le interrumpió Ajaratu.

Abrió la puerta y dos fornidos hombres con uniforme color caqui entraron en la habitación y se separaron en direcciones opuestas con las manos preparadas sobre las pistoleras desabrochadas. Donner levantó cautelosamente las manos, mirando alternativamente a uno y otro policía.

Lo cachearon bruscamente sin encontrar nada, lo cogieron por los brazos y lo empujaron hacia la puerta. Ajaratu quedó impresionada por la pequeñez e insignificancia de su figura entre los otros dos.

—Muchachos —dijo, en el tono empleado por los nigerianos de alcurnia para dirigirse a los hombres a su servicio—, es un enfermo. No le hagáis daño.

Después les dio un billete de cinco nairas a cada uno para que compraran un regalo a sus esposas. Los policías sacaron a Donner de la habitación, sonriendo muy satisfechos.

Ajaratu se quedó mirando la puerta, reflexionando sobre lo que acababa de hacer. Le costaría lo suyo poner en libertad a Donner dentro de dos semanas y sacarlo del país sin que se enterara su padre. Tal vez había ido demasiado lejos. Pero dejar partir a Donner habría sido como ratificar con su firma la condena a muerte de Hardin.

CAPÍTULO XXIII

Pilotando con ayuda de los prismáticos, el compás, las cartas de navegación y las
Instrucciones de navegación
, Hardin navegó muy pegado a la escarpada y desierta costa jalonada de islas de la península de Musandán a fin de evitar los petroleros. Los altos cascos vados de los buques que se dirigían a puerto avanzaban lentamente hacia el norte rumbo al angosto estrecho de Ormuz. Los que ya regresaban, avanzaban rumbo al sur, deslizándose muy hundidos en las aguas, rebosantes de petróleo.

Cuando llegó al estrecho, abandonó la seguridad de la costa y cruzó velozmente las seis millas de las vías de tráfico rumbo a las islas del Gran y el Pequeño Quoin, los centinelas rocosos que guardaban la entrada. La maniobra, agravada aún más por el calor mortal y la bruma cargada de polvo que reducía la visibilidad a menos de una milla, puso duramente a prueba sus nervios.

Navegó a ciegas, orientándose con el compás, intentando calcular a ojo la velocidad de la poderosa marea y esquivando los buques cisterna que entraban y salían incesantemente del estrecho como engranajes de una máquina.

El ruido de un helicóptero sonó atronador entre las sombras. Aguardó que pasara, con los pelos de punta. El Irán poseía una base naval en Bandar Abbas, cuarenta millas más al norte, y consideraba el estrecho de Ormuz como una dependencia suya. Por ese motivo, ya había retirado su reflector de radar. El helicóptero voló un instante bajo el techo de nubes y luego desapareció.

La bruma se levantó un poco y Hardin divisó una isla con un alto faro en su extremo sur. El Pequeño Quoin. La mole del Gran Quoin se alzaba amenazadoramente más al sur. El Pequeño Quoin se encontraba a una milla y media de distancia en dirección oeste. La corriente le había empujado más al este de lo que había imaginado. Calculó su posición un segundo antes de que otra nube de polvo se cerrara sobre las aguas y se dirigió hacia la isla a través de un espumoso oleaje.

El Pequeño Quoin se alzaba verticalmente sobre las aguas. Hardin costeó sus murallas este y sur, buscando el desembarcadero señalado en su carta de navegación. Era una baja punta que se adentraba en las aguas como un índice extendido. Se acercó lentamente, sin saber si las señales de navegación de la isla estaban a cargo de un equipo de hombres. La punta resultó ser un bajo muelle de piedra.

El desembarcadero era la única señal humana que se observaba sobre la estrecha plataforma de tierra a la que estaba pegado. Las
Instrucciones de navegación
anunciaban una profundidad de dos metros a lo largo del muelle Hardin arrió las velas, puso en marcha el motor, sacó un ancla e hizo virar el velero hasta dejarlo situado hacia fuera. Entonces echó el ancla, puso marcha atrás un instante y fue soltando el cabo a medida que el barco retrocedía. Cuando la popa estuvo a poco más de un metro del extremo del desembarcadero, Hardin fijó el cabo del ancla. Luego saltó de la bañera al muelle con un cabo de popa en la mano y lo ató a un viejo noray de latón. Las piedras ardientes le quemaron las rodillas. Era la primera vez que pisaba tierra en seis semanas.

La policía nigeriana maniató a Donner esposándole a una argolla clavada en el suelo de la parte trasera del Land Rover. Uno de ellos se instaló a su lado, mientras el otro conducía el vehículo a través del animado centro de la ciudad alejándose de la clínica de Ajaratu en dirección a los suburbios de Lagos. Pasaron de un ambiente europeo de nuevos edificios de vidrio y acero levantados entre las construcciones coloniales más antiguas a una superautopista de inspiración norteamericana que cortaba una desarrollada zona industrial.

Donner se sentía como un estúpido. La muy perra lo había engañado. Analizó brevemente cuál podía haber sido su error y decidió que debía haber demostrado demasiado interés. No. Lo que le había perdido había sido no tener en cuenta que ella había viajado con Hardin en el velero durante toda esa primera travesía. Esa historia de la radio debía haberle sonado a falso.

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