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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (47 page)

BOOK: El cazador de barcos
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¿Qué podía hacer? Un hombre enfermo no podía pedirle a la policía que le llevaran a ver a su amigo el general Akanke. Un loco no podía pedir nada a sus carceleros. La chica realmente lo había puesto en un aprieto.

La autopista terminaba bruscamente en un desvío en construcción y el Land Rover, que momentos antes se deslizaba suavemente a cien kilómetros por hora, empezó a dar tumbos a través de una población de barracas entre cajas de embalaje con techos de latón, tabernuchos y mercados al aire libre. Los caminos de tierra estaban llenos de basura y de vez en cuando aparecían encenagados por el agua que brotaba de alguna tubería rota. Gentes miserables y harapientas permanecían sentadas en cuclillas junto al camino y dormían en los arcenes. Los niños jugaban en las charcas fangosas y soldados con ojos enrojecidos por el alcohol permanecían apostados en los cruces principales.

El
jeep
de la policía avanzó tan velozmente como se lo permitían los baches del camino, entró en otra moderna autopista y poco después se detenía frente a la entrada de urgencias de un moderno hospital. Se quedaron con el dinero de Donner, pero le permitieron conservar su cartera. Después le metieron dentro, le esposaron a una silla y se marcharon.

Varias horas más tarde le condujeron al despacho de un psiquiatra, un joven nigeriano que hablaba un inglés de Oxford y había colgado un mapa de Londres enmarcado junto a su diploma universitario. El psiquiatra le leyó un breve informe del hospital, en el cual se exponía que Donner había hecho declaraciones amenazadoras contra algunos dirigentes políticos, y le preguntó si era consciente de la gravedad de esas acusaciones. Donner, todavía maniatado, respondió que sí. Después pidió permiso para telefonear a su familia en Londres.

El nigeriano examinó el resto del informe.

—No será necesario. La doctora Akanke ha dado instrucciones a la embajada británica para que pongan al corriente a su familia en Londres.

—Muy considerado por su parte —dijo Donner—. Pero aún así preferiría llamarlos personalmente.

—No es necesario —repitió el psiquiatra, dando por concluida la cuestión—. Hábleme un poco de su vida, señor Donner.

Charlaron de modo intrascendente durante varios minutos, en el curso de los cuales Donner mencionó los nombres de un par de destacados psiquiatras del hospital de St. Bart's. El joven, que había leído sus libros, quedó impresionado.

—Debe de ser usted muy rico para poder permitirse el lujo de ser su paciente.

—Sólo somos amigos —respondió Donner—. Y ahora, señor, podría considerar, sólo un momento, la posibilidad hipotética de que yo no sea un psicópata. Sólo en términos hipotéticos. ¿Podríamos hacerlo?

El doctor asintió.

—Hipotéticamente nada más.

—Gracias. Ahora supongamos que la doctora Akanke se ha metido en un asunto que es incapaz de valorar ni comprender. ¿Podemos suponer también eso?

—Momentáneamente.

—Gracias. Supongamos finalmente que usted sabrá comprender esas cuestiones si se las explica una tercera parte desinteresada. ¿Podemos hacer esta tercera suposición?

El psiquiatra movió negativamente la cabeza.

—No contamos con una tercera parte desinteresada.

—Una llamada telefónica.

—¿Hipotética? —preguntó el psiquiatra con una sonrisa.

Donner sonrió a su vez.

—No si desea una tercera parte real.

El psiquiatra extendió las manos sobre la mesa y formó un triángulo juntando los pulgares y los índices. Con los ojos fijos en el triángulo, le preguntó:

—¿Debo pensar que es usted un hombre listo?

—No especialmente listo —respondió Donner—, pero sí lo suficiente para no amenazar públicamente a los gobernantes de un país que estoy visitando. Una sola llamada telefónica bastaría para disipar sus dudas.

—De acuerdo.

El doctor marcó el número y acercó el auricular a la oreja de Donner. Cuando el teléfono dejó de sonar, Donner pronunció los nombres del hospital y del médico. Luego dijo:

—Ya puede colgar.

—¿Eso es todo?

—Puede volver a meterme en una celda si quiere. Pero si tiene que salir, le aconsejaría deje dicho dónde podrán localizarle.

El suelo pareció deslizarse bajo sus pies cuando Hardin dio los primeros pasos cautelosos bajo la estrecha plataforma. Las conchas y la arena suave que bordeaban las grises aguas poco invitadoras pronto cedían paso a una desértica extensión de polvo y rocas tras las cuales se alzaba la cara casi perpendicular de los acantilados de la isla. Un empinado sendero, cortado a semejanza de los tensos pliegues de una túnica atada a la cintura, ascendía por la piedra amarilla hasta el faro situado en el borde superior. Hacía calor, mucho más que sobre el mar, como si las rocas hubieran almacenado el calor del sol y ahora lo reverberaran en concentrados estallidos.

Hardin confirmó que estaba solo, después escudriñó la parda base seca del acantilado en busca de un manantial para reabastecer sus menguadas reservas de agua. Viendo que no encontraba más que polvo, algunos escasos matorrales ennegrecidos e insectos, empezó a subir por el sendero del acantilado.

Fue una lenta y laboriosa escalada, complicada por su distorsionado sentido del equilibrio, habituado al balanceo del mar, a pesar de que en los puntos particularmente empinados o peligrosos había oxidados pasamanos y barandillas de hierro. El hecho de que estos accesorios fueran viejos y que nadie pareciera haber pisado recientemente el sendero, hizo pensar a Hardin que las tareas de reparación de las señales de navegación se efectuaban mediante helicópteros y ya no con barcos.

Llegó a la cumbre, donde un cálido viento levantaba espirales de polvo en tomo a la base de hormigón de la torre de acero. Como había sospechado, encontró un espacio preparado para el aterrizaje de helicópteros —un círculo blanco despejado entre las rocas— y otras muestras de modernidad: un cobertizo con un generador protegido con persianas de acero y enormes candados y un montón de latas de aceite de motor, que indicaban que los cuidadores del faro visitaban regularmente la isla. En lo alto de la torre, que estaba sujeta con cables de acero, se alzaba el faro con sus reflectores provistos de espejos relucientes bajo la pálida luz del sol, y encima de él se extendía el brazo inmóvil de una antena de radiofaro.

La torre de acero tenía una escalera pegada a uno de sus costados. Hardin subió quince metros —hasta la mitad de su altura— y miró hacia abajo examinando la brumosa capa de nubes que le había ocultado antes el helicóptero. La bruma empezaba a disiparse y consiguió distinguir la península de Musandán, que separaba el golfo de Omán del golfo Pérsico, y algunas de las islas vecinas. Ya conocía el resto a través de sus cartas de navegación.

Irán se extendía a lo largo de cuarenta millas en torno al estrecho en forma de U invertida, cerrada por el este, el norte y el oeste. Los Emiratos Árabes Unidos se encontraban al sur. El golfo de Omán se estrechaba al pie de esa isla y se curvaba hacia el oeste para dar paso al cerrado golfo Pérsico. El golfo era la morada del monstruo y el estrecho de Ormuz constituía su única puerta de acceso.

Era una trampa perfecta. El
Leviathan
tendría que pasar junto a Hardin por la estrecha vía marítima. Incluso disponía de un camino de huida. Hacia el sudoeste, mar adentro, atravesando el ancho golfo de Omán, para continuar luego más allá del mar de Arabia, hacia la ilimitada extensión del océano índico.

Bajó la escalera de la torre y descendió por el sendero hasta la base de algún indicio de actividad humana. Nuevamente no consiguió encontrar ninguno.

Habiéndose cerciorado de que la isla era un lugar seguro, volvió al velero y celebró la llegada a su punto de destino con una lata de pastel de canela y un poco de leche en polvo.

Después de comer, escudriñó los cercanos horizontes con sus prismáticos a fin de comprobar que no se acercara ningún barco. Después se tendió sudoroso en la litera e intentó dormir. El barco permanecía inmóvil por primera vez desde que había quedado detenido en las aguas encalmadas. Acostumbrado a compensar el balanceo del barco, Hardin daba vueltas y más vueltas anticipándose inquietamente a un movimiento que luego no se producía y, aunque estaba muy cansado, no pudo conciliar el sueño. Aguardó una hora, después se levantó y volvió a inspeccionar el mar.

La bruma se estaba levantando, como había hecho cada noche desde que se encontraba en aguas árabes, pero el calor no aflojó en absoluto. Seis o siete millas al sur se agazapaba la pálida silueta de Jazirat Musandán, la isla situada en el extremo de la península de Musandán que marcaba el borde meridional de la angosta entrada del estrecho.

Mientras contemplaba la doble procesión de petroleros, conjuró una vivida escena en su mente. Dentro de dos o tres días, el
Leviathan
bloquearía la procesión de entrada. Dos veces más ancho que los demás, más alto y también más largo, avanzaría pesadamente hacia el estrecho, llenando la angosta vía de navegación como un elefante descarriado paseándose por el único sendero que atravesara un poblado de frágiles cabañas. Hardin se vio apostado en el centro del canal, con la proa del monstruo cuarteada por la retícula de la mira de su cañón, esperando hasta tenerlo muy próximo.

Cayó la noche Hardin extendió las cortinas que cubrían las lumbreras y las tapas traslúcidas de las escotillas, encendió una lámpara de aceite y subió a cubierta para asegurarse de que no se distinguía la luz. Volvió al sofocante camarote, levantó las tablas del suelo, sacó el Dragón de su escondrijo y lo revisó detenidamente, comprobando el circuito eléctrico. Los hombres de Miles habían limpiado el arma y habían declarado que se encontraba en buen estado de funcionamiento. Observó que la batería estaba baja, y la sustituyó por una célula de mercurio de recambio.

—No me interesa la política —declaró el psiquiatra.

—Una postura inteligente.

Gotitas de sudor perlaban el labio superior del hombre negro. Ayudó a Donner a ponerse la chaqueta, que el israelí había doblado cuidadosamente sobre el camastro de la desnuda habitación donde le habían hecho esperar y se quedó observando ansiosamente mientras el otro se abrochaba el cuello de la camisa, volvía a pasarse el cinturón por las presillas del pantalón y se hacía el nudo de la corbata.

—Tengo instrucciones de llevarle al aeropuerto.

—¿Conoce personalmente a la doctora Akanke?

—No, señor… Aunque nos han presentado.

—Por mi parte, este asunto queda cerrado. No volverá a oír hablar de él y ella tampoco.

—¿Y la persona que me ha telefoneado? —preguntó el psiquiatra.

—No dirá nada. Es un colega del padre de la doctora, no su amigo.

Hardin bombeó el agua del sollado, como había hecho ya cuatro horas antes, y descubrió que el velero había hecho la misma cantidad de agua quieto en el fondeadero que cuando navegaba. Después puso en marcha el motor para accionar la radio. El tubo de escape resonó fuertemente junto al muelle de piedra.

Faltaban diez minutos para las once, las ocho, hora del meridiano de Greenwich. Las luces de los petroleros desfilaban solemnemente por el sur. Luces verdes sobre los buques vados que entraban en el estrecho y rojas sobre los buques cargados hasta los topes que iniciaban la travesía de regreso a casa.

La voz de Miles le llegó vía la estación de larga distancia de Kuwait. Aparentemente había adivinado que él estaba en el golfo. O tal vez estaría probando el canal de Mozambique al mismo tiempo.


Golf-Mike-Hotel-November
—dijo Ahrdi—.
Golf-Mike-Hotel-November
.

—Gracias, GMHN —dijo el operador de Kuwait—. Adelante, por favor, NHMG.

—Kilo-Uniform-XRay.

—¿Cómo? —exclamó Hardin.

«Deténgase en el acto, peligro inminente, cancele sus planes». El mismo mensaje que le había radiado Miles dos meses atrás frente a la costa de Liberia.

Miles lo repitió una y otra vez hasta que Hardin lo interrumpió. Durante algunos instantes, los dos transmitieron, sin escucharse mutuamente. Luego Hardin consiguió hacerse oír.

—¿Por qué?

—Zulú ha regresado a Ciudad del Cabo.

—¿Cómo?

Lo había oído, pero no podía creerlo.

—Repito —dijo Miles—. Zulú ha regresado a Ciudad del Cabo. Repito. Zulú ha regresado a Ciudad del Cabo.

—¿Cuándo?

Parecía imposible. No podía ser.

—Hace más de una semana. He estado intentando comunicárselo, pero no recibía mis señales.

—¿Qué ocurrió?

En cuanto Miles le hubo comunicado que el
Leviathan
se disponía a zarpar de Ciudad del Cabo con destino a la isla Halul en el golfo Pérsico, Hardin había dejado de utilizar la radio.

—La proa volvió a ceder —respondió Miles—. Frente a Durban.

—¿Por qué no entraron en el puerto de Durban?

—No lo sé.

Era absurdo. ¿Por qué regresar a Ciudad del Cabo cuando los diques secos de Durban eran más grandes?

—¿Es muy grande el daño? —preguntó.

—Dicen que pasarán varios meses antes de que pueda hacerse otra vez a la mar —respondió Mile—. ¿Dónde está usted?

A Hardin le daba vueltas la cabeza. ¿Meses? ¿Dónde podría ocultarse durante varios meses? ¿Dónde podría hacer reparar su barco? ¿Dónde podría conseguir agua y comida sin arriesgarse? Le horrorizaba la perspectiva de tener que pasar todavía tanto tiempo solo en el barco. La radio zumbó en sus oídos; apenas advirtió que cada pocos segundos el rumor estático de las ondas se veía interrumpido por débiles golpeteos sincopados. El temor a la soledad le cogió por sorpresa. Pensó en Carolyn.

—¿Dónde está usted? —insistió otra vez Miles.

Tal vez el israelí podría volver a ayudarle.

—Necesito un lugar donde descansar y reaparejar el barco. Estoy agotado y el barco se está hundiendo bajo mis pies.

—Desde luego no puede quedarse ahí. ¿Está en un lugar seguro de momento?

—De momento.

—¿Dónde se encuentra exactamente?

—En una isla.

—¿En el estrecho?

—¿Adónde puedo dirigirme? —preguntó Hardin.

Tras una breve pausa, Miles dijo:

—Tal vez podría ayudarle en la India.

—Eso queda muy lejos de aquí.

La señal sonaba débilmente, pero Hardin alcanzó a escuchar el tono risueño del israelí.

—No tenemos demasiados amigos en Arabia.

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