—¿Qué me dice de un barco en el océano índico?
—No.
—¿Uno de esos buques dedicados al transporte de frutas?
—¿Puede hacerme el favor de no concretar tanto? Limítese a darme su posición y ya me pondré en contacto con usted.
—¿Está seguro de que Zulú va a permanecer desarmado tanto tiempo? —volvió a preguntar obstinadamente Hardin.
—¡Si! Está hecho un desastre. Lo he comprobado con mis propios ojos esta tarde. Parece encontrarse en peor estado que la otra vez.
—¿Está usted en Ciudad del Cabo?
Había imaginado que Miles estaba en Inglaterra.
—Me trasladé hasta aquí en avión en cuanto recibí la noticia. Déme su posición exacta y mañana me pondré en contacto con usted a través de un canal seguro usando el código acostumbrado.
A Hardin empezó a temblarle la mano. Una dolorosa lasitud invadió su cuerpo Recordó con amargura las semanas que había estado pilotando el velero, apresurándose para llegar al estrecho antes que el
Leviathan
. No podía creer que el buque hubiera sufrido otro desperfecto. ¿Qué se interponía en sus planes cada vez que se disponía a matarlo?
—Está bien —dijo con voz apagada—. Llámeme mañana. Le esperaré aquí.
—Indíqueme su posición para poder usar un canal seguro.
—Aguarde un momento.
Abrumado por el desengaño, Hardin sintió temblar las comisuras de su boca iniciando la descomposición de toda su cara. Se desplomó sobre la carta de navegación como si estuviera borracho. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Detestaba la radio, detestaba a Miles. Necesitaba quedarse a solas con su dolor. Sacudiendo violentamente la cabeza y con una profunda inspiración que le serenó momentáneamente, se dispuso a hablar por el micrófono.
—De acuerdo… longitud…
Los auriculares rechinaron suavemente.
—¿Sí? —le azuzó Miles—. Siga. Ha habido una interferencia. Ya está solucionado.
El débil golpeteo había cesado, pero seguía resonando en la cabeza de Hardin como un tañido de campanas. De pronto apagó bruscamente el transmisor y se quedó mirando la radio: las pruebas del radar ruso.
Miles había mentido. Estaba en Inglaterra.
Lentamente, como en un trance, Hardin se quitó los auriculares. Su mente empezó a trabajar cada vez más rápidamente mientras los timbres de alarma sonaban más y más fuerte. ¿Qué le había dicho? ¿Le había revelado su posición? ¿Había mencionado el nombre de la isla? ¿Estarían rastreando su señal?
Se levantó de la mesa de navegación y empezó a subir por la escalera, apresurando cada vez más el paso. Miles había mentido; y le había pedido su posición. Su posición exacta, como si quisiera tenderle una trampa.
Una cálida brisa agitó las aguas y removió el denso aire nocturno Hardin recogió el cabo de popa y luego se dirigió a levar el anda.
Las primeras patrullas avanzaron veloces por el estrecho instantes después de que Hardin saliera huyendo del Pequeño Quoin. Imaginando que se trataba de helicópteros, Hardin escudriñó el oscuro cielo nublado mientras el silbido de sus turbinas a reacción se iba aproximando rápidamente No se veía brillar ninguna luz en el cielo, sin embargo el ruido era cada vez más intenso. El silbido se convirtió en un profundo zumbido y luego en un atronador rugido.
Un
hovercraft
.
Un par de veloces barcos de ataque sobre cojines de aire se acercaban velozmente por el norte. Los focos de sus reflectores erizaban la lisa superficie de sus bajos cascos, saltando por encima de las crestas de las olas, hendiendo la noche. A la luz de su reflejo, Hardin distinguió pesadas ametralladoras, lanzamisiles y radares giratorios.
Avanzaban directos hacia él —veloces como el rayo, con sus treinta metros de eslora— deslizándose sobre las aguas sostenidos por cojines de aire llenos de espuma, como una pandilla de bandidos que cabalgaran entre ondulantes nubes de polvo. El motor diesel de Hardin trabajaba a todo gas, tembloroso por el esfuerzo, pero aun así el velero sólo corría a una velocidad de seis nudos frente a los cincuenta de los otros. La luz de un reflector rebotó sobre las olas como una piedra plana, en busca del casco blanco del velero.
Miles le había hecho una buena jugada y él se lo había puesto todo en bandeja. Había dejado que el israelí prolongara la comunicación, aprovechándose de su abatimiento y su temor, hasta que los radio operadores iraníes tuvieron localizada su señal. Los
hovercrafts
estaban cada vez más próximos. Un cuarto de milla, trescientos metros, doscientos metros.
Rompieron la formación y se abrieron en abanico. Hardin esperaba que los cascos planos se posaran sobre la superficie del agua al frenar, pero siguieron avanzando veloces, sin disminuir la velocidad. Entonces empezó a sentir un nuevo temor. Iban a ametrallarlo. Descubrió a los artilleros inclinados sobre sus armas; la claridad que despedían los reflectores reverberaba sobre sus cascos.
El cerebro le decía a gritos que debía arrojarse por la borda, pero estaba paralizado de miedo y estupefacción, clavado junto a la rueda del timón. Un silbido y un rugido, y los tuvo encima; caería muerto sin llegar a escuchar tan sólo el chasquido de los disparos. Un instante después ya habían pasado, uno por cada lado, y continuaban ululantes su camino rumbo a la isla que acababa de dejar a sus espaldas.
El velero se balanceó mecido por sus estelas. Hardin se los quedó mirando con los ojos muy abiertos, parpadeando para deshacerse del blanco resplandor que le cegaba, y poco a poco fue comprendiendo por qué no le habían descubierto. No había sido cuestión de suerte. Con un palo de madera y el reflector desmontado, el velero de fibra de vidrio constituía un objetivo indetectable para un radar. Los tripulantes de los
hovercrafts
, con más preparación técnica que práctica real, se fiaban sobre todo de su radar y habían subvalorado el efecto cegador de sus propios reflectores. Si hubieran lanzado el ataque a oscuras, los artilleros y vigías habrían localizado el velero a la distancia que lo habían pasado.
Miró hacia popa con sus prismáticos sin interrumpir su huida. Los
hovercrafts
, con todas las luces encendidas, trazaron amplios círculos en direcciones contrarias y luego convergieron sobre la alta silueta negra de la isla del Pequeño Quoin, ejecutando un movimiento de pinzas que acabaron cerrándose sobre el embarcadero donde había estado amarrado el velero. Por muchas deficiencias que presentaran en otros aspectos, los iraníes eran impresionantemente expertos en la localización de señales. Sus focos husmearon el muelle, la playa y el telón de fondo del acantilado. Un estridente coro de cláxones electrónicos retumbó a través del estrecho mientras los marinos uniformados saltaban a tierra blandiendo sus rifles y pistolas ametralladoras.
Hardin puso rumbo hacia el centro del canal de navegación, modificando su curso una y otra vez para esquivar una serie de barcos cuyos reflectores convergían sobre la isla situada a sus espaldas, así como los petroleros que continuaban circulando indiferentes a la persecución.
En cualquier momento alguien tomaría el mando de la caótica operación y sacaría la evidente conclusión. Cuando eso sucediera, la flotilla se dispersaría e iniciaría un registro sector por sector, desde la península de Musandán hasta la costa del Irán. Algunas luces ya habían empezado a circundar el Pequeño Quoin, como si los navíos se estuvieran agrupando, a la espera de nuevas órdenes.
Hardin forzó al máximo la marcha del velero. El extremo septentrional de la península de Musandán era un laberinto de islotes y ensenadas. Le faltaban menos de cuatro millas para llegar a Jazirat Musandán, la isla situada frente a la punta de la península. Si conseguía llegar hasta allí, tendría bastantes posibilidades de retroceder luego zigzagueando por la costa dentada hasta ganar la seguridad del mar de Arabia. Puso rumbo al sursudoeste, en dirección al extremo inferior de la isla.
La noche resonaba con los roncos rugidos de los motores marinos, el silbido de los
hovercrafts
, y el zumbido de los helicópteros. Nadie distinguiría el sonido de su motor diesel en medio de la cacofonía de sus perseguidores. Ya estaba cerca de la península. Sólo le faltaban otras dos millas. Pero a lo largo de la próxima milla, varias luces empezaron a aparecer por su proa, perlas de luz engarzadas sobre los haces de los reflectores; los cazadores se le habían adelantado adivinando que intentaría escapar hacia la accidentada costa.
Hardin viró bruscamente a la izquierda, adentrándose otra vez en el canal de navegación, apuntando la proa del velero hacia el negro espacio vacío que se extendía al este de las rutas marítimas. Después paró el motor y se dejó arrastrar a la deriva, temeroso de comprometerse demasiado con el nuevo rumbo. Sólo las sombras de la noche podían servirle de cobijo sobre esas anchas aguas abiertas, no había ningún escondrijo donde poder ocultarse de la Marina iraní que patrullaba la costa oriental en toda su extensión hasta la frontera con Pakistán.
Cuando amaneciera, la bruma matutina y las nubes de polvo del desierto tal vez le ocultarían, pero ¿se mantendrían a lo largo del día? el barómetro había estado subiendo incesantemente durante toda la jornada y continuaba subiendo cuando lo había consultado por última vez. Los anticiclones eran frecuentes a finales de septiembre en esa zona y si uno de ellos se adentraba en los golfos, los vientos claros disiparían el manto de nubes que le protegía, como la débil humareda de una vela que uno acaba de apagar de un soplo.
Un dragaminas cortó las aguas a una distancia lo suficientemente corta para que Hardin alcanzara a distinguir su silueta recortándose contra el cielo. Viró frente a su proa y faltó muy poco para que iluminara el velero con su reflector. Después continuó su carrera, apresurándose a rellenar un hueco en un rosario de focos que montaban guardia frente a la península. A mitad de camino de su destino, desapareció tras la sombra negra de un buque que salía.
Hardin permaneció indeciso en medio del canal de navegación, vacilando entre la seguridad temporal de la zona oriental y el peligro inminente de la parte occidental. Entonces el buque que salía empezó a pasar por su lado, a un centenar de metros de distancia, ocultando a los perseguidores de su vista. Hardin se lo quedó mirando, intentando trazar los contornos de su oscura silueta. El buque avanzaba muy lentamente. Hardin aceleró el motor y se dirigió hacia él. Acababa de tener una idea.
Era un buque cisterna, pero mucho más pequeño que los monstruos petroleros y superpetroleros que señoreaban sobre esas aguas; no debía tener más de treinta mil toneladas. Y era viejo. Muy viejo. Su chimenea graciosamente inclinada y su puente de mando situado en medio del barco proyectaban sus siluetas bellamente proporcionadas sobre el cielo nocturno. Pero lo que atrajo a Hardin hacia el buque fue su paso cansino. El motor del petrolero resollaba fatigado y palpitaba fuertemente, apenas iniciado el largo trayecto de regreso a casa, y su velocidad no alcanzaba los seis nudos.
Se introdujo en su suave estela y fue adelantándose lentamente hasta que el velero se encontró cómodamente situado junto a la cara interior de la baja ola de proa del negro buque. Después redujo la velocidad del motor y el velero se acopló al paso del tenebroso petrolero, con la proa directamente de cara al viento que rozaba la rizada cresta de su ola de proa y salpicaba de fresco rocío la cara de Hardin.
Allí estaría a salvo hasta el amanecer, amparado por la sombra de la iluminada proa del buque cisterna. Y con las primeras luces, antes de que el timonel descubriera la presencia de un palo donde no debería haber ninguno, recorrería velozmente las pocas millas que le separaban de la costa y buscaría algún lugar para ocultarse hasta que volviera a anochecer. Suspiró profundamente. Los ruidos de las embarcaciones de la expedición de captura empezaron a perderse ya por la proa mientras el viejo petrolero se alejaba a paso lento de las aguas del golfo Pérsico.
Estaba salvado. Le empezaron a temblar las manos y su estómago se contrajo en una retardada reacción de miedo. Sintió frío por primera vez desde que había entrado en el golfo de Omán. Pero pronto empezó a atormentarle un nuevo pensamiento. Si el
Leviathan
estaba desarmado en Ciudad del Cabo, ¿por qué había enviado Miles a los iraníes en su persecución?
—Cargaremos un millón de toneladas de petróleo de Bul Hamine en Jazirat Halul.
La voz amplificada del capitán Ogilvy retumbó por los pasillos, las salas de descanso, la sala de máquinas, el comedor y el puente de mando, y sobre las cubiertas desiertas salpicadas por el rocío de las crestas de las olas que esparcía el monzón.
La tripulación acogió el anuncio con un suspiro de alivio. El nuevo fondeadero marino al este de la isla de Halul ofrecía un amplio campo de maniobras y el
Leviathan
podría acoplarse fácilmente a la boya de carga. Aunque la seguridad también tenia un precio. El fondeadero era un apartado campo de mangueras y tuberías sobre la superficie recubierta de petróleo de un mar despoblado; y la isla de Halul quedaba a cincuenta millas de distancia de Qatar. El lugar no poseía ni una cantina, ni ningún lugar donde poder cambiar las películas de a bordo.
—Descargaremos en Bantry Bay o en Le Havre —declaró Ogilvy para termina—. Esto es todo.
Era una vergüenza no saber con certeza si descargarían en Bantry o en el puerto francés. Sus hombres tenían derecho a conocer su destino; una meta concreta permitían concentrar mejor los esfuerzos de una larga travesía que un simple interrogante.
El capitán desconectó el sistema de altavoces y salió al ala del puente de mando, deseoso de ver crecer la baja costa del Ra's al Hadd sobre el horizonte. El húmedo viento que soplaba de popa le llegó impregnado de olor a humo del buque y las barandillas goteaban rocío marítimo y vapor condensado.
El monzón se había retrasado ese año. Pensó en el desastre que ello debía haber provocado en la India. Qué vida llevaban esas gentes, todo el día tumbados sin hacer nada, limitándose a esperar que llegaran las lluvias.
Haría calor en los golfos cuando doblaran la punta. Le quedaba menos de una hora de temperatura soportable sobre el ala del puente de mando. Después, durante cinco días —dos para entrar, uno para cargar y otros dos para salir— se vería confinado a las zonas con aire acondicionado, con las puertas y las ventanas tan herméticamente cerradas como si estuvieran a bordo de un submarino.