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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (45 page)

BOOK: El cazador de barcos
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—¿Diesel?

—Diesel —repitió muy orgulloso el capitán—. ¡
Chamal
!

Diesel ¿
chamal
? Hardin sonrió y movió la cabeza en señal de admiración, mientras intentaba encontrar una palabra para designar el combustible.

—¡
Chamal
! —repitió el capitán, invitándole a subir a bordo de su barco.

—Chamal
ven. Hardin titubeó, temeroso de subir al barco árabe.

Los marineros le arrojaron un cabo de cáñamo y tiraron del velero hasta que estuvo pegado al casco rojizo. Hardin subió al techo de la cabina, cogió las manos que le tendían y se izó hasta la cubierta del laúd. La piel de sus propias manos y sus brazos, tostados por los meses pasados en el mar, era casi tan oscura como la de los árabes. Se quedaron examinándose mutuamente durante un largo instante.

La tripulación del barco árabe estaba formada por hombres de todas las edades. Algunos lucían feroces bigotes, otros iban bien afeitados o exhibían una barba de un par de días, como el capitán. Hardin se relajó. Bajo su exótica vestimenta eran simples marineros y trabajadores.

El capitán dio por concluida su inspección y anunció con una ancha sonrisa:

—¿Inglés?

—Americano.

La sonrisa se aflojó.

—¿Americano?

—¿Habla usted ingles?

—Oh, sí. Una vez. Bastante. Hace tiempo más. Hola, libra, intercambio.

Estaba pasando revista a su vocabulario. Su rostro se iluminó.

—Diesel.

Condujo a Hardin entre las pilas de cajas del cargamento hasta la timonera, una pequeña estructura cuadrada de cristal y madera pintada que se alzaba próxima a la popa. Un timonel esperaba pacientemente en cuclillas junto a la rueda del timón, dando chupadas a una pipa turca. Acres volutas de humo de tabaco llenaban la caseta.

El capitán le indicó la parte posterior de la timonera y le invitó a mirar a través de una abertura en la cubierta al fondo de la cual un viejo motor Cummins 471 traqueteaba en punto muerto, bajo el cuidado de un muchacho de muñecas huesudas y ojos enrojecidos y llorosos por efecto de los humos del gasoil.

—¿Gasolina diesel? —preguntó Hardin.

El capitán le contempló gravemente, mientras digería la pregunta. Después se le iluminaron los ojos y empezó a gritar órdenes de viva voz. Un marinero saltó por encima de la borda y tendió un cabo hasta la proa del velero como si quisieran remolcarlo. Hardin decidió que seria demasiado complicado intentar impedírselo. El capitán gritó algunas palabras al muchacho de la sala de máquinas. El chico accionó una gran manivela y el motor se puso en marcha con un leve gemido. Otro grito y el traqueteo del motor se aceleró. El timonel hizo girar las aspas de su rueda. Los marineros que sujetaban el cabo del remolque fueron soltándolo con cuidado y el laúd se puso en marcha, rumbo al noroeste, arrastrando el velero tras sí como si fuera un juguete nuevo.

Hardin les preguntó adonde se dirigían y señaló el viejo compás atornillado a la pared de madera delante del timón. Al lado había un sextante con el cristal astillado. El capitán sacó una carta de navegación de bordes carcomidos de un rollo con varias de ellas que tenía guardado en una ranura encima de las ventanas de la timonera y lo extendió sobre una caja de embalaje delante de la puerta. Primero le indicó la costa de Omán y fijó su posición unas veinte millas al sudeste de Máscate, luego señaló la capital del Emirato.

Hardin sintió una punzada de terror. Gesticulando y agitando la cabeza, y apuntando finalmente con el dedo un punto situado varias millas más allá del puerto, intentó explicarles que no deseaba ir allí. Cuando por fin comprendió lo que quería decir, el capitán le miró ligeramente incrédulo. Era un comerciante costero, que transportaba mercancías de un pequeño puerto a otro, y Máscate era el puerto más grande de la zona comprendida entre Sur, al sur, y Jor Fakkan, al pie de la península de Musandán, unas ciento ochenta millas más al norte.

Recorrió todo el mapa con un amplio movimiento de la mano. ¿Adónde se dirigía Hardin? Éste le indicó un punto más allá del borde superior del mapa. El capitán del laúd sacó sus otros mapas y los fue desenrollando pacientemente uno tras otro hasta que Hardin decidió contentarle señalándole la zona de Kuwait. El otro hizo abstracción de la camisa raída de Hardin, su pelo enmarañado y sus pantalones cortados por encima de la rodilla para fijarse en el velero que sin duda debía valer lo suyo y movió afirmativamente la cabeza indicándole que comprendía. Kuwait y un rico americano formaban una combinación lógica.

Condujo a Hardin entre su cargamento, indicándole despreocupadamente el coche y los refrigeradores. Luego los marineros extendieron un par de alfombras persas de vivos colores sobre la cubierta. Hardin admiró expresivamente el espléndido colorido y se arrodilló para palpar los nudos que jalonaban la cara inferior.

El árabe hizo un gesto con los dedos mirando hacia arriba. ¿Quería comprar alguna? Hardin extendió sus manos vacías y movió tristemente la cabeza. Demasiado costosas para él. El capitán interpretó su reticencia como un juicio de regateo y se encogió de hombros con una sonrisa cómplice. A lo largo del regateo que siguió a continuación, su inglés experimentó una notable mejoría.

Pero cuando empezó a desenrollar nuevas alfombras, extendiéndolas sobre la cubierta con floridos y elaborados gestos, Hardin le interrumpió repitiendo su pregunta original.

—¿Combustible?

El árabe le miró sin comprender.

—¿Diesel?

¿Tanto interés merecía un simple motor?, parecía estar pensando.


Chamal
—dijo Hardin, indicándole que le acompañara a su barco.

El capitán le gritó algo al timonel, el cual repitió la orden a la sala de máquinas. El motor diesel aminoró la marcha y los marineros aprovecharon el movimiento del velero, que había seguido avanzando por la fuerza de la inercia, y lo acercaron para el abordaje Hardin saltó por el techo del camarote y cogió el brazo del árabe que le había seguido.

El árabe observó interesado mientras Hardin le demostraba la fuerza del winche que izaba la driza de la vela mayor, bajándola hasta media altura e izándola luego otra vez hasta tocar la punta del palo. Bajo cubierta, admiró la bien provista y compacta cocina. Hizo girar los mandos de la cocina y encendió una cerilla, pero los quemadores no prendieron. Hardin le mostró la bombona de gas vacía. El capitán gritó una orden a su barco y momentos más tarde, un marinero vestido con una túnica le traía una bombona nueva. Hardin le dio las gracias y la acopló a la cocina. Los dos juntos encendieron un fogón. Luego Hardin retiró los peldaños de la escalera y abrió la caja del motor.

El árabe movió apreciativamente la cabeza al ver el pequeño motor de dos cilindros.

—Bueno.

—Diesel —dijo Hardin.

¿Cómo demonios llamaban los ingleses al combustible de motor diesel?

—Petróleo.

El capitán levantó las manos al cielo, haciendo mofa de su anterior incomprensión.

—¡Petróleo!

Hardin asintió enérgicamente.

El capitán asomó la cabeza por la escotilla abierta y dijo unas palabras a los marineros que permanecían inclinados sobre la borda del
lansh
, observando todo lo que ocurría. Tendieron un trozo de manguera desde su barco hasta el velero. Hardin lo introdujo en la boca cromada del depósito de combustible situada sobre la cubierta, el capitán hizo una señal con la mano, una orden fue transmitida de boca en boca mediante gritos y segundos más tarde la manguera se estremeció en respuesta a la bomba manual que había empezado a trabajar en las profundidades del laúd.

Una vez concluida la transacción, el capitán invitó a Hardin a tomar té a bordo de su barco. Hardin le ofreció unos cuantos billetes sudafricanos para pagarle el combustible, pero el árabe hizo gesto de rechazarlos y repitió:

—Té.

Hardin cogió una cajita de madera de su mesa de navegación y le acompañó. El laúd reanudó la marcha otra vez, arrastrando consigo al velero, y toda la tripulación excepto el timonel y el vigía instalado en la proa interrumpieron sus tareas para tomar el té. La mayoría se metieron en el viejo Mercedes, cerraron las puertas y ventanas y llenaron el interior del coche de humo azul.

Hardin, el capitán y un chiquillo que resultó ser su hijo tomaron el dulce té negro sentados a la turca sobre una alfombra roja extendida encima de una caja de embalaje con un rótulo que decía «Piezas de maquinaria». El muchacho tenía un magnetofón a pilas y la música de los Rolling Stones acompañó suavemente su conversación.

El inglés del capitán continuó mejorando con el uso. Le dijo que había aprendido esa lengua de niño en los laúdes de su padre cuando la administración colonial inglesa todavía controlaba la costa y los puertos de pequeño calado entre Kuwait y el África oriental. Los recordaba con cariño, pues los ingleses eran partidarios de la libre circulación de mercancías. Después, se lamentó ante Hardin, la situación se había puesto difícil para los veleros árabes; las flotas habían quedado diezmadas pues lo estados independientes sucesores de las colonias obstaculizaban el comercio con elevados impuestos y restricciones burocráticas en todos los puertos desde Moscate a Socotora, a Lamu y a Mombasa.

Hardin dedujo que los tripulantes de esas embarcaciones llevaban ahora una vida un poco al margen de la ley, pasando de contrabando una parte de sus mercancías intentando burlar a los codiciosos inspectores de aduanas a fin de sacar algún beneficio, y que los funcionarios del gobierno eran sus peores enemigos. El capitán frunció sombríamente el entrecejo y los comparó con los cocodrilos que infestaban los ríos del África oriental.

—Muerden, muerden —dijo, imitando el movimiento de sus mandíbulas y sonriéndole muy satisfecho a Hardin cuando su hijo se rió de la comparación.

La bruma empezó a disiparse y las hélices del pequeño aeroplano montado sobre el palo de la bandera de proa, que hasta entonces habían girado libremente al impulso de la brisa que levantaba el barco al moverse, se detuvieron cuando el viento empezó a soplar de popa. El capitán se humedeció el índice, escudriñó el cielo brumoso y se levantó disculpándose. Empezó a gritar dando órdenes y observó a sus hombres que se habían reunido en torno al grueso cabo de cáñamo atado a la larga vara de la vela.


Kaus
—le dijo a Hardin, apuntando hacia el este y citando el nombre del viento—.
Inshallah
.

Dios mediante. Se volvió hacia Hardin con las manos abiertas, ofreciéndole a seguir remolcándole si así lo deseaba. Hardin hizo que no con la cabeza.


Kaus
—repitió.

La vela del velero había empezado a flamear. Le ofreció la caja de madera al capitán. El árabe la abrió y extrajo con gesto reverente el sextante negro y reluciente de su lecho de terciopelo. Sus ojos lo contemplaron con deleite. Intentó medir la altura del sol, una esfera blanca cada vez más pálida flotando en el cielo brumoso, pero el horizonte aparecía aún algo desdibujado.


Moni
—dijo excusándose.

Hardin sabía por sus Instrucciones de Navegación que
moni
significaba las nubes de polvo que ensombrecían el cielo casi a diario en verano. Arrastraban arena del desierto, reducían la visibilidad a media milla o aún menos y bajaban la altura del cielo a unos pocos centenares de metros. Todo su plan estaba basado en la esperanza de que se mantuvieran hasta entrado septiembre.

El capitán volvió a depositar cuidadosamente el sextante en su caja, que dejó en un estante de la timonera. «Eso no se toca» era sin duda el significado del mensaje que dirigió amenazadoramente en árabe al timonel y a los marineros que observaban sus gestos. Después se metió en su camarote y reapareció con una alfombra de oraciones, que puso entre las manos de Hardin. Éste la examinó a contraluz. No podía decirse que fuera un cambio justo. Se sintió como un ladrón. Después el capitán ordenó que acercaran el velero. Estrechó la mano de Hardin entre las suyas y no se movió hasta que estuvo bien instalado en su barco.

Hardin arrojó el cabo de cáñamo a la cubierta del laúd. El motor diesel de los árabes interrumpió su traqueteo. Un profundo silencio cayó sobre los dos barcos como una segunda bruma.

Los marineros tiraron con todas sus fuerzas de la gruesa driza y varios de ellos treparon hasta la mitad del palo para izar la pesada verga de la vela latina. Lentamente, a sacudidas, la blanca vela fue recortando un fragmento cada vez más grande del cielo gris perla. La lona llena de parches se llenó, extendiéndose muy tensa frente al palo y doblando la gruesa verga.

El velero y el laúd navegaron de costado empujados por la brisa cada vez más fuerte hasta que Moscate apareció de pronto detrás de una inesperada abertura en los rocosos acantilados. Entonces se separaron en direcciones contrarias y los árabes pusieron rumbo a la ciudad mientras Hardin continuaba costa arriba, en dirección al distante estrecho de Ormuz.

Entonces cayó en la cuenta de que no sabía el nombre del barco. Pensó en Carolyn. En ese mismo momento los dos habrían estado hablando de los marineros árabes. Había observado que su motor era un Cummins y que la gigantesca verga de su vela latina estaba hecha con tres maderos separados. Ella habría sabido quién era el viejo de pelo blanco y si al capitán le gustaban los Rolling Stones o si se limitaba a tolerar los gustos de su hijo.

Empezó a accionar la bomba de achique y estuvo dándole fuerte hasta que el esfuerzo le dejó jadeante bajo el húmedo calor, todavía esforzándose por recordar las facciones de su cara.

CAPÍTULO XXII

—¡Así es Nigeria!

Ajaratu Akanke extendió las manos por encima de su escritorio en un gesto de fingida exasperación, manifestando así su simpatía por el malestar de Miles Donner ante el largo rato que le habían entretenido los funcionarios del departamento de Inmigración en el aeropuerto de Lagos.

—Hace diecisiete años que se marcharon los ingleses y los funcionarios públicos que ocuparon su lugar todavía creen que basta con lucir un acento cerrado y una camisa blanca inmaculada para ser considerado competente.

La doctora sonrió.

—Si desea vengarse, dígaselo a mi padre y destinará al culpable a las ciénagas de Warri. Siempre habla de usted y de la manera como salvó a su hija…, es decir, cuando no está refunfuñando por mi escapada.

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