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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (43 page)

BOOK: El cazador de barcos
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—¿Vende árboles? —le preguntó secamente.

Miles recordó la Palestina de su niñez, cuando los jardines eran una rareza, nuevos oasis en el desierto o remotas islas en las húmedas marismas. Había conocido muchísimos jóvenes como ese sabrá en la Mossad. La vida era dura en Israel, pero ya no despiadada, y ahora los jóvenes pobres estaban resentidos contra los ricos más viejos.

El
sabra
se lo quedó mirando, aguardando su respuesta.

—Bosques.

Donner tuvo que contener su excitación cuando el jet comercial se posó dando tumbos en la pista del aeropuerto de Lod. En su papel de fotógrafo inglés en misión de trabajo, su personificación no incluía ninguna manifestación de alegría al encontrarse otra vez en su país. Dejó que el
sabra
se encargara de ello. Antes de que el avión pudiera detenerse, el joven ya había saltado de su asiento, con una gran sonrisa hendiéndole el rostro y los ojos humedecidos.


Shalom
—dijo Donner.

—¡
Shalom
! —respondió el
sabra
y echó a andar presuroso por el pasillo adelantándose a los restantes pasajeros.

Donner exhibió su pasaporte británico, luego pasó por la aduana con sus maletas como los pasajeros verdaderos y cogió un autobús hasta el centro de Tel Aviv. Con la continua inmigración de judíos procedentes del norte de África y las tiendas y restaurantes al aire libre cuya proliferación favorecían, la ciudad tenía un aspecto y un olor cada vez más mediterráneos y orientales, más árabes que europeos. Cogió una habitación en el Hilton, se duchó, aprovechó para descabezar dos horas absolutamente vitales de sueño, telefoneó a Weintraub y cogió un autobús que le transportaría unas cinco millas hasta el centro de la Mossad. Intentó justificar la siesta. Caso de haberse tratado de una auténtica emergencia, habrían podido encontrar la manera de recibirle en el aeropuerto sin descubrir su verdadera personalidad.

Mucho antes de que el autobús llegara a su última parada, a unos ciento cincuenta metros del círculo de edificios rodeados de una reja con una densa alambrada, el único pasajero que quedaba era Donner. En torno a la cara exterior de la verja se extendía un ancho espacio llano y descubierto. Donner cruzó la extensión de tierra quemada por el sol y se dirigió a la única puerta, donde exhibió un pase. Luego dio la vuelta en torno al gran bloque circular de edificios centrales y se encaminó hacia una construcción más pequeña situada en la parte trasera. La Mossad vivía frugalmente, pero contaba con un servicio de seguridad propio, incluido un circuito cerrado de televisión y sensores electrónicos.

El personal del cuartel general tenia una actitud tan informal en presencia de los oficiales como cualquier otro israelí, pero después de cruzar el tercer puesto de guardia, cuando ya había alcanzado el interior de las zonas prohibidas, los jóvenes, hombres y mujeres, empezaron a levantarse en señal de reconocimiento cuando pasaba frente a sus escritorios. Su acompañante le introdujo en el despacho del jefe y allí cesó la cortesía.

El jefe era un hombre con una calvicie incipiente, terriblemente delgado y diez años mayor que Donner. Su camisa caqui flotaba holgadamente sobre su delgado tórax, formando un desagradable contraste con la mortal palidez de su piel. Miró a Donner con desagrado no disimulado.

Si Weintraub estaba con él. Weintraub era un veterano de los cuadros terroristas del Irgun de la época de la Partición y el amigo y mentor de Donner. Con la cara roja y grueso de figura, abrazó calurosamente a Donner. Duros músculos se ocultaban bajo sus carnes.

—¿Recuerdas a Miles? —le dijo al jefe.

—Perfectamente.

En 1973, el jefe trabajaba como agente de campo —encubierto como catedrático de filología en una universidad alemana— cuando él y Donner habían descubierto, cada uno por su lado, algunos detalles de los planes de ataque egipcio-sirios. Los analistas de la Mossad habían considerado que dos fuentes simultáneas eran demasiada coincidencia. Habían sospechado una trampa y habían titubeado indecisos, y el filólogo había culpado, correcta e injustamente, a Donner del fracaso. Había sido un raro fallo de lógica. Esencialmente seguía siendo un profesor, devoto partidario de los cauces establecidos y de la claridad académica.

—Hola —dijo Donner—. Te felicito por el nuevo cargo.

—No acabo de estar convencido de que tener a un viejo agente de campo al frente de sus actividades sea lo más adecuado para el servicio —replicó secamente el jefe—. Ya veremos si merezco alguna felicitación en los meses venideros.

—Felicitaciones por su éxito personal, entonces —rectificó Donner con una sonrisa.

—Das demasiada importancia al éxito personal, Donner. Tu actitud acaba desembocando en cosas como este plan que has tramado con Weintraub.

Donner levantó una mano, llamándole suavemente la atención.

—La culpa ha sido mía. Yo ideé el plan.

—Lo imaginaba.

El jefe lanzó una mirada a Weintraub. El anciano le respondió con una plácida sonrisa.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Donner cuando comprendió que Weintraub no tenía intención de contestar.

—Una locura —dijo tajantemente el jefe—. Somos una nación legítima y las naciones legítimas no promueven actos de piratería en alta mar.

—Nuestros enemigos continúan discutiendo nuestra legitimidad —replicó Donner.

—Con tu plan solamente nos ganaríamos nuevos enemigos.

Weintraub arrugó la frente y su cara perdió casi toda su inocua redondez.

—Es un buen plan —declaró muy serio—. Es audaz y, no obstante, representa un escaso riesgo para nosotros y puede que diera brillantes resultados.

—Aún suponiendo que todo eso fuera cierto —replicó el jefe—, sería el tipo de operación especial cuya ejecución corresponde a la unidad y no a un jefe de misión o un agente de campo.

—A la unidad no se le ocurrió este plan —intervino Donner.

—Tendrás que cancelarlo.

Donner quedó desconcertado. Había esperado encontrar objeciones, pero no una condena declarada. Se volvió a mirar a Weintraub. Zwi le ofreció una sonrisa tranquilizadora.

—El plan de Miles —dijo— figura en el orden del día de esta tarde La comisión ministerial de Seguridad y Asuntos Exteriores decidirá al respecto.

El jefe de la Mossad parecía enfadado. La comisión estaba formada por el primer ministro y sus principales compañeros de gabinete y asesores. Weintraub pertenecía al mismo, al igual que el jefe de la Mossad. El viejo había quitado de las manos del jefe una decisión sobre cuestiones de política interna.

—Está bien —dijo el jefe—. Lo mejor será resolver de inmediato este asunto. Después podremos tratar la cuestión de tu independencia.

Sus ojos sostuvieron un largo instante la mirada de Donner, luego se fijaron otra vez en los papeles que tenía encima de la mesa. Weintraub le hizo una señal a Donner; había llegado el momento de retirarse diplomáticamente.

Cuando salieron del edificio al patio bañado por el sol, el anciano puso un brazo en los hombros de Donner.

—No te preocupes por él —dijo efusivamente—. No permitiré que te moleste, independientemente del rumbo que tome este asunto.

Donner asintió con la cabeza sin demasiado entusiasmo. «Independientemente del rumbo que tome este asunto» no era una frase demasiado esperanzadora. Entraron en una cantina del edificio de Defensa, el mismo lugar, recordó con triste ironía, donde él y el nuevo jefe habían esperado que les recibieran la noche antes de estallar la guerra del 73, cada uno guardando celosamente su información como si fuera un helado a punto de derretirse y confiando que la Mossad la interpretaría en el mismo sentido que ellos. Weintraub pidió un té y le empezó a hacer preguntas sobre Inglaterra. Donner llevó la conversación al tema de Hardin. El viejo terrorista insistía en esquivarlo, hasta que por fin Donner comprendió que estaba molesto pues la decisión ya no dependía de él.

—¿No lo aprobarán, verdad?

Weintraub se encogió de hombros.

—Plantearlo ante la comisión era la única posibilidad de pasar por encima de su autoridad. Lo he comentado con algunos de ellos. Tienes unas posibilidades razonables de que lo acepten.

—¿Cómo lo descubrió?

—Quiere cogerte por algún lado, ha estado investigando tu actuación.

—Pero si ni mis colaboradores lo saben. Sólo los más íntimos…

—Yo de ti me ocuparía de tu amigo Grandig.

—¿Cómo…?

Weintraub sonrió. Una hora más tarde, un joven oficial de las Fuerzas Aéreas se acercó a la mesa con un mensaje telefónico. Weintraub debía presentarse en el despacho del primer ministro en la zona más apartada del complejo militar.

Weintraub pasó rápidamente los impresionantes controles de seguridad como un viejo león indiferente ante sus cachorros todavía en época de crecimiento.

—Les gustarás —dijo—. Ya lo verás.

Una larga mesa dominaba toda la sala de reuniones. Los miembros de la comisión ministerial para cuestiones de Seguridad y Asuntos Exteriores ya habían ocupado sus asientos. Parecían hombres atareados con ojos fatigados. Mejillas surcadas de arrugas y bocas caídas con las comisuras torcidas hacia abajo, como si un millar de frustraciones hubieran mutilado sus rostros. La mayoría lucia las ubicuas camisas de cuello abierto y pantalones informes tan característicos de los hombres públicos israelíes, y Donner se sintió como un extranjero en su elegante traje tropical hecho a la medida y su corbata de seda.

Se sentó en un extremo de la mesa, con expresión muy compuesta, mientras Weintraub le presentaba en vividos términos. Su mente entró en ebullición. Por la manera como le escuchaban, adivinó que Weintraub era la figura pintoresca del Comité, su último contacto con la antigua leyenda heroica. En aquellos tiempos de precaria paz recibían muy pocas buenas noticias y jamás escuchaban nada dramático. Su cautelosa paciencia traslucía la esperanza de gozar de una breve diversión.

Tristemente, Donner comprendió que su mentor se había ido quedando imperceptiblemente anticuado. Sin embargo, captó su repentino interés cuando Weintraub mencionó su doble personalidad de fotógrafo inglés, los clubes de Londres de los cuales era socio, su residencia de Curzon Street. Donner había experimentado con frecuencia los sentimientos de amor y odio a la vez, que abrigaban los antiguos súbditos coloniales británicos y sabía cómo aprovecharse de ellos en favor propio. Todavía conservaban en su corazón el recuerdo de viejos desplantes infringidos por los ingleses y en cierto modo les parecía encontrar una venganza en la oportunidad de contratar a un inglés domado.

—Buenas tardes —dijo Donner, levantándose y hablando con el acento más cerrado de que era capaz.

Expresó su agradecimiento a Weintraub y a la comisión por el tiempo que habían accedido a dedicarle, comentó que era muy agradable poder volver a visitar Israel otra vez y después pasó a exponer su plan con palabras breves y convincentes.

—Propongo un plan muy sencillo para contrarrestar el terrorismo a base de presionar a los gobiernos que prestan apoyo a los terroristas. Nosotros apoyaremos a terroristas
judíos
que ataquen blancos oportunos. Los blancos oportunos serán los petroleros que transportan petróleo árabe a Europa.

Sus ojos se iluminaron. Imaginaban fácilmente con cuánta rapidez abandonarían los productores de petróleo a los terroristas cuyas actividades habían venido financiando. Y también comprendían que las naciones europeas, que con frecuencia ayudaban a escapar a los terroristas de las manos de los agentes israelíes, se apresurarían a erradicar las células y refugios donde se tramaban los ataques. Donner creía haberles convencido.

Pero después la duda enturbió sus ojos. Intercambiaron incómodas miradas; uno de ellos optó por la salida fácil. Le preguntó al jefe su opinión sobre la idea de Donner.

—Es una locura —declaró el jefe.

Su boca huesuda se cerró bruscamente y esperó callado hasta que otro le pidió que se explicara.

—La razón es que nuestros aliados más poderosos, nuestros mejores amigos, dependen de ese petróleo. Alemania, Suecia, los holandeses, los Estados Unidos. No podemos correr el riesgo de provocar sus iras. Sería como si un autostopista intentara detener los coches poniendo minas en la carretera.

—¡
Drech
!
[3]
—dijo alegremente Weintraub, interviniendo sin darles tiempo a reírse del inesperado chiste del jefe—. Es una brillante idea. La sola amenaza ya surtiría efecto.

—Es imposible amenazarlos sin hacerlo al menos una vez —replicó el jefe.

—Exactamente —dijo Weintraub—. Y eso es lo que ha hecho Miles. Ha puesto en marcha los engranajes a fin de lograr una demostración muy convincente.

—¿Qué ha hecho? —preguntó el primer ministro, silenciando al jefe de la Mossad con un rápido gesto.

Donner explicó sus contactos con Hardin.

El primer ministro le escuchó con mirada inexpresiva. Cuando Donner terminó de hablar, le preguntó al jefe de la Mossad:

—¿Por qué no me había dicho nada al respecto?

—Acabo de enterarme.

El primer ministro se volvió hacia Donner. Sus gafas con montura de concha le ocultaban habitualmente los ojos. En ese momento, al recibir todo el impacto de su mirada, Donner quedó sorprendido por la ferocidad de sus ordinarias facciones. Se encontraba ante un animal de presa de su misma categoría.

—¿Debo entender que elaboró usted este plan por su propia cuenta?

—Sí, señor.

Weintraub les interrumpió.

—Yo estaba al corriente de la situación, señor primer ministro.

El primer ministro siguió hablando sin apartar la mirada de Donner.

—Pero tú ya no trabajas en la Mossad, Zwi. Ahora eres un miembro de mi gabinete encargado de ciertas tareas de seguridad entre las cuales no se incluye el espionaje. ¿Por qué no transmitiste esa información a la Mossad?

Weintraub adoptó una expresión dolorida. El primer ministro no esperó su respuesta.

—¿Y usted también, Donner, por qué no comunicó el asunto a su superior?

Donner respondió cautelosamente. Todos los presentes habían perdido su expresión divertida.

—Todavía no tenía nada que comunicar. El hombre lo había organizado todo por su cuenta.

—Pero usted le proporcionó el arma.

—No. La consiguió él mismo. Así fue como lo descubrimos, como ya he explicado.

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