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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (59 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Sin embargo, por la curvatura de la quilla y su poca profundidad, un ligero movimiento debería bastar para zafarse de la manguera. Cazó el foque hasta que cogió viento y, después de dar varias vueltas a la escota en torno al molinete de proa, intentó hacer avanzar el velero. El barco se movió hacia delante, luego se detuvo con una sacudida elástica. Hardin lo dejó derivar hacia atrás y volvió a intentarlo, nuevamente sin éxito.

Intentó conducir el barco en ángulo recto con respecto a la manguera, pero cada vez, después de avanzar algunos metros, se encontraba con la boya todavía a su lado, balanceándose burlona sobre las olas, indicándole que en realidad no se había movido. Decidió que debía recurrir al motor aún a riesgo de estropear la hélice.

Volvió a otear los horizontes y consideró por un instante la posibilidad de romper la bombilla que brillaba sobre la boya. Pero estaba protegida por una celda de acero en miniatura como si fuera un prisionero peligroso.

Puso en marcha el motor e intentó escapar haciendo marcha atrás. La parte posterior de la quilla de aleta era perpendicular, lo cual dificultaría la tarea de zafarse de la manguera, pero al retroceder tenía la ventaja de que la hélice se alejaría del tubo de plástico en vez de aproximarse a él.

La manguera y el barco continuaron unidos. Con reticencia, Hardin empujó lentamente la palanca hacia delante, con una mano dispuesta a parar el motor a la menor señal de alarma. El velero tomó impulso. Hardin volvió a poner el motor en punto muerto y dejó que la misma inercia del barco tirara de la manguera. El tubo de plástico lo frenó como si fuera una goma elástica. Intentó arrancar bruscamente, pero el breve espacio de maniobra con que contaba le impidió alcanzar el impulso suficiente para que el velero pudiera desasirse.

Sólo le quedaba una última posibilidad. Hizo avanzar lentamente el barco hasta donde se lo permitió la manguera y luego aceleró el motor, con una mano sobre la palanca, dispuesta a detener la hélice en cuanto hubiera conseguido zafarse Puso la otra mano sobre la llave del encendido y vigiló el contador de revoluciones. La velocidad del motor fue aumentando más y más. Mil revoluciones por minuto, mil cuatrocientas, mil quinientas. El velero temblaba con el esfuerzo.

Mil seiscientas revoluciones.

El barco salió despedido hacia delante con una sacudida.

Hardin cortó el gas y el encendido, pero no llegó a tiempo de evitar el desastre. Antes de accionar los mandos notó que la hélice había hendido la manguera y en seguida escuchó un jadeo que se interrumpió con una fuerte explosión. El motor continuó girando velozmente unos segundos y luego se detuvo.

El velero describió un amplio circulo avanzando a la deriva. Su popa se apartó de la boya, pero Hardin se desplomó en la bañera, maldiciendo tristemente su estupidez.

Había roto el eje de la hélice. Por una milésima de segundo de error en el cálculo había hecho retroceder el velero al siglo XIX. Ahora sólo podía contar con las velas. Sólo podría avanzar al impulso del viento, sin posibilidad alguna de reparar el daño sufrido.

Si el
Leviathan
se acercaba en un momento de calma, estaría perdido. Si el viento viraba hacia levante, estaría perdido. Si descubrían sus velas blancas, estaría perdido. Volvió a maldecirse. ¿Cómo impedir que las vieran?

Las imprecaciones quedaron ahogadas en su garganta. El velero había quedado inmóvil, sin que hubiera variado la distancia que lo separaba de la boya. La manguera había quedado enredada en torno a la hélice. Continuaba atrapado.

Sólo había una manera de soltarlo.

Hardin se sentía incapaz de mirar el agua rojinegra. Sentía un absoluto terror, un miedo total, tan real y paralizante como unas esposas de acero.

Imaginó la cadena del ancla que mantenía la boya de carga en su sitio y su superficie viscosa y llena de excrecencias. La base de la boya y el oleoducto submarino producirían el efecto de un arrecife y, como en un arrecife natural, en cada uno de sus recovecos se ocultaría algún pez, algún crustáceo o alguna serpiente. Y estaría oscuro, tan oscuro que no podría verlos, y su linterna sólo conseguiría atraerlos.

La mordedura de la serpiente de mar era indolora. Uno podía incluso no advertir que le habían perforado la piel. El primer anuncio de la muerte que sintió Sócrates —la pérdida de sensibilidad de las piernas— sería la primer noticia de que algo había ocurrido. Se estremeció espasmódicamente.

Si arrojaba el Dragón por la borda y aguardaba a que amaneciera, un barco patrullero que acudiera a cargar le encontraría allí. Se armaría un buen alboroto, pero no podrían demostrar nada. Tal vez los iraníes o los árabes se pusieran un poco duros, pero no habiendo cometido ningún crimen en su territorio y, con un poco de suerte, con una solicitud de extradición norteamericana pendiente por el robo del Dragón, acabarían soltándole. Una vez en territorio norteamericano, Bill Kline lograría hacer polvo todas las acusaciones formuladas contra él. Ningún antecedente penal, servicio militar, ciudadano honorable, hombre de negocios, médico, víctima de una profunda depresión a consecuencia del fallecimiento de su esposa…

Todo quedaría resuelto. ¿Qué pruebas podían tener contra él, aparte del Dragón…? Sólo su cuaderno de bitácora. Lo hojeó presurosamente en busca de alguna inscripción comprometedora. Lo mejor sería arrojar el maldito cuaderno por la borda. Así lo hizo y, mientras caía revoloteando al agua, un par de hojas sueltas se desprendieron de sus páginas. Hardin enganchó el aparejo de poleas para sacar el Dragón del camarote. Una de las cartas de Ajaratu había caído sobre la cubierta. Era la segunda carta, la que nunca había llegado a leer. Hardin la recogió.

Había escrito ella con letra grande y firme:

Ayer intenté disuadirte.

Dudo que lo consiguiera. Hoy he vuelto a intentarlo, pero sólo he encontrado palabras para escribirte una carta de amor. Te añoro tanto. Estoy empezando a sentir como nunca había sentido y a pronunciar palabras que nunca fui capaz de decir.

Te quiero de tal forma que necesitaré toda una nueva vida para comunicártelo.

Amo tu mirada y tu contacto y tu sensibilidad y tu olor.

Amo tu manera de llamarme a la vida y hacerme sentir completa.

Amo tu manera de abrazarme y hacerme volar por las nubes.

Amo lo que eres, lo que has sido y lo que serás.

Amo cada instante que hemos pasado juntos, cada beso compartido, cada caricia, cada abrazo.

Amo las lágrimas que he vertido por ti.

Amo las risas y las sonrisas.

Amo las cosas que dices.

Amo la vida que me has enseñado a vivir.

Por favor devuélvemela.

Al final de la página había garabateado con letra muy apretada: «Estoy segura de que todo esto te parecerá absurdo. Tal vez sólo son los sentimientos que podrían haber sido míos si hubiéramos tenido más tiempo… Que el Señor te proteja».

Hardin guardó la carta en el cajón de la mesa de navegación. No había en ella ni una palabra que no pudiera haber escrito él a Carolyn.

El rostro de Carolyn apareció flotando sobre las aguas rojas. Hacia semanas que no conseguía verlo con tanta nitidez. Los ojos de Hardin se llenaron de lágrimas. Por un instante le pareció que todo acababa de ocurrir y la sensación de vacío fue tan terrible como su espanto.

Angustiado y tembloroso, intentó encontrar alguna forma de protegerse de las serpientes de mar. Un traje de goma habría sido una buena armadura contra sus colmillos más bien pequeños, pero no llevaba un equipo de pesca submarina pues odiaba nadar bajo el agua, así que empezó a registrar el barco en busca de algo con lo cual sustituirlo. Si iba a zambullirse debía hacerlo sin pérdida de tiempo. El barco resultaba perfectamente visible bajo el resplandor de la luz de la boya y cada minuto que transcurría aproximaba la llegada del
Leviathan
.

Sus ropas de tormenta recubiertas de vinilo tal vez podrían detener la mordedura de la serpiente, pero le quedaban muy sueltas. Se puso los pantalones y apretó los amplios pliegues en torno a sus piernas sujetándolos con cintas elásticas. Después se puso las zapatillas de goma y la chaqueta y también ató las mangas con cinta elástica hasta que quedaron pegadas a su brazo. Cortó tiras de material del otro traje —el de Ajaratu— y se envolvió los tobillos con ellas. Intentó recortar una máscara, pero no le salió bien y no tenía tiempo de volver a intentarlo. Se puso los guantes de trabajo y se ató la capucha de la chaqueta de manera que le recubriera la barbilla y la frente. Los ojos, la nariz y la boca seguían expuestos a cualquier ataque.

Introdujo los tres cuchillos más afilados que tenía y el cortacables bajo la goma elástica, se ató un cabo a la cintura y lo aseguró a una cornamusa de la bañera. Después saltó por encima del andarivel y se sentó sobre la borda. Durante un terrible instante, libre de toda tarea inmediata, dejó que el miedo y las criaturas marinas, sobre todo las serpientes, volvieran a ocupar su mente.

Intentó calmarse con la teoría de que ningún animal ataca a menos que se le provoque. Pero para muchas especies la invasión de su territorio constituía la máxima provocación. Una idea más sombría, y más satisfactoria, acudió a sus pensamientos. La parálisis causada por el veneno tardaba varías horas en presentarse; tal vez tendría tiempo de hundir el
Leviathan
aunque lo mordieran.

Con un profundo, sollozante suspiro, fue introduciéndose lentamente en el agua sin soltarse de la borda. No tendría que haber sido una sorpresa, pero lo fue: el agua estaba casi tan caliente como el aire. Se aferró todavía un instante a la borda y luego se dejó caer. Las pesadas ropas le arrastraron hacia el fondo. Tuvo que resistirse al impulso de nadar hacia la superficie y se dejó sumergir.

El agua estaba negra como la boca de un lobo. Hardin pensaba que el resplandor rojo del cielo se filtraría bajo las olas pero no era así. Encendió la linterna. El foco no brilló con toda su potencia. Las baterías habían permanecido demasiado tiempo en un ambiente húmedo. Palpó el casco y, por la curvatura, comprendió que no se había sumergido bastante, de modo que agitó los pies para darse impulso.

Una cosa viscosa le rozó la cara.

Hardin se encogió asustado. Agitó la linterna a ciegas, mientras se llevaba una mano a la cintura para coger el cuchillo. La cosa volvió a rozarle. Hardin dio un grito de terror y la boca se le llenó de agua. Agarrándose desesperadamente al casco, por fin consiguió salir a la superficie, donde permaneció unos instantes tosiendo y basqueando, temblando de miedo. Las pesadas ropas de caucho le arrastraron otra vez hacia el fondo y volvió a llenársele la boca de agua. Se debatió infructuosamente, hundiéndose cada vez más. La linterna se le escapó de las manos, pero la cuerda que llevaba atada a la muñeca la retuvo con una sacudida.

El cabo salvavidas. Hardin se agarró a la cuerda que lo sujetaba por la cintura y se izó hasta la superficie, donde escupió el agua que le llenaba la boca y recuperó el control de sí mismo.

Después soltó el cabo y volvió a sumergirse. La luz de la linterna iluminó algo que se movía. Era un objeto sinuoso, ondulante. Hardin se lo quedó mirando como hipnotizado mientras seguía nadando hacia él. La luz chocó contra una superficie anaranjada. Un trozo de manguera. Colgaba de la hélice agitado por la corriente. Hardin lo cogió con una mano y tiró de él, deslizándose bajo el velero.

La luz de la linterna penetraba sólo hasta medio metro de distancia y se guió más por el tacto que por la vista para localizar la hélice. Deslizó el haz por encima de las láminas, el eje y el codaste del timón, hasta hallar el punto donde se había enredado la manguera al desgarrarse y el lugar donde tendría que cortarla. Cuando lo hubo conseguido casi se había quedado sin respiración.

Con un esfuerzo, aguardó todavía un momento hasta haber recogido el trozo sobrante de cabo, enrollándolo en torno al eje de la hélice. Después emergió velozmente a la superficie, volvió a llenarse los pulmones y se sumergió otra vez hasta la hélice ayudándose con el cabo que acababa de tender.

Encendió la linterna y se la colgó de la muñeca, para poder usar así ambas manos y también por temor a que la luz pudiera atraer a las serpientes. La manguera era de plástico resistente, reforzado con duras fibras longitudinales que resistían la acción de su cuchilla Hardin la atrajo hacia sí y la aserró con el cuchillo hasta quedarse sin aire, luego subió a la superficie, inhaló profundamente y volvió a hundirse en las cálidas aguas oscuras. El primer cuchillo pronto quedó mellado y cuando Hardin volvió a subir a tomar el aire lo arrojó dentro del barco y desenvainó el segundo. Lentamente fue cortando la manguera, trozo a trozo, fibra a fibra. Hardin subió a respirar y cuando se sumergió de nuevo encendió la linterna para comprobar cuánto había adelantado en su trabajo.

Algo le tocó suavemente el brazo. Hardin se encogió, pensando que sería una serpiente, luego lo rechazó con un manotazo, comprendiendo que era un trozo de manguera, y levantó el cuchillo para seguir cortando. El objeto volvió a golpearle. Esta vez con más fuerza. Y luego le golpeó de nuevo. En el pecho. Unos músculos sinuosos se ocultaban detrás de esos golpes. Algo viva Hardin proyectó la luz de su linterna sobre su cuerpo.

Una cabeza puntiaguda —del tamaño de un puño y moteada de gruesas escamas— se estrelló contra el cristal de la linterna. Una serpiente de mar con ojos sin párpados, de reptil, negros como el carbón. Las escamas se separaron y la serpiente abrió la boca.

Hardin retrocedió asustado y se golpeó la cabeza contra el casco del velero. La serpiente volvió a atacar, embistiendo con la boca abierta su traje de goma y obligándole a aplastarse contra el timón. Una hilera de dientecillos aserrados, finos como espinas de pescado, brillaron bajo el amarillo haz de luz. La serpiente continuó atacando una y otra vez, con la rítmica velocidad de un martillo pilón. Detrás de los dientes como espinas de pescado, los colmillos venenosos aguardaban ansiosos la oportunidad de hundirse en sus carnes.

Hardin intentó rechazarla blandiendo su cuchilla Pero el agua amortiguaba sus golpes y la serpiente, veloz como el rayo, atacaba tres veces por cada golpe que conseguía dar él. ¿Habría logrado atravesar las prendas recubiertas de vinilo? Hardin lo ignoraba. Continuó blandiendo el cuchillo, mientras intentaba esquivar las embestidas de la cabeza afilada. La serpiente le golpeó el cuello. Aunque demasiado tarde, Hardin se cubrió el rostro desprotegido con la mano enguantada.

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