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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (58 page)

BOOK: El cazador de barcos
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—Tengo orden de impedirle continuar la marcha —anunció el iraní.

El helicóptero avanzó hacia proa y quedó suspendido junto al puente de mando. Ogilvy logró distinguir vagamente la silueta del piloto y del hombre con quien estaba hablando.

—¡Necesito protección! —tronó—. ¡No interferencias!

—Tendrá protección en cuanto se detenga.

—¿Intenta insinuar que el Irán es incapaz de garantizar la seguridad de los buques que hacen la travesía del golfo Pérsico? —se burló el capitán Ogilvy.

—¿Cómo sugeriría usted que cumpliéramos esa misión en las presentes circunstancias? —replicó suavemente el iraní.

—Del mismo modo como cualquier Marina decente protege la navegación comercial cuando se halla amenazada. Seguro que no será preciso que le dé más detalles, comandante.

El iraní aguardó unos instantes, luego preguntó con reticencia:

—¿Sugiere que organicemos un convoy?

—Cubra mi buque. Póngame escolta a proa y a popa. Rastree la zona por donde tendremos que pasar. Ese condenado proyectil de Hardin tiene un radio de acción de media milla. Creen un perímetro y no lo dejen penetrar en él.

Siguió otra pausa antes que el iraní se decidiera a tomar la palabra.

—Está bien, capitán Ogilvy. Pero nosotros marcaremos el rumbo. El
Leviathan
tendrá que seguirnos.

Ogilvy colgó el auricular y se dirigió a grandes zancadas hacia la caseta del puente, con una leve sonrisa jugueteando sobre su rostro. Eran las ocho de la noche —las 20.00 horas— y estaba cambiando el turno de guardia. Aquella noche prescindirían de la cena formal, puesto que debían prepararse para fondear en Halul. El tercer oficial acababa de ponerse a la tarea de contrarrestar el curso señalado por el satélite con las indicaciones de la carta de navegación.

—Tranquilo —dijo Ogilvy, viendo que el joven se ponía tieso al descubrir su presenci—. Y será mejor que recomiende a su timonel que esté atento a esos moros. Nos rodearán por todos lados esta noche.

Hizo una señal a su camarero, que aguardaba entre las sombras junto al cuarto de derrota, y cuando éste se acercó le ordenó que le sirviera la cena en el ala de babor. Después abandonó otra vez el aire acondicionado y observó a los iraníes que empezaban a ocupar sus posiciones de batalla.

Una fragata apareció por el norte y se situó directamente delante del
Leviathan
. Entre los dos navíos mediaba menos de media milla de distancia. Dos
hovercrafts
avanzaban junto a la proa del
Leviathan
y dos más a babor y estribor del petrolero. Ogilvy volvió a sonreír. El espectáculo le traía a la memoria escenas de la guerra, cuando él mismo se afanaba de un lado a otro en una corbeta, conduciendo cual perro pastor un maltrecho rebaño de aherrumbrados cargueros y petroleros.

El sol fue deslizándose inexorablemente bajo el horizonte, como si no se atreviera a competir con el resplandor de las antorchas de gas de los yacimientos petrolíferos. El camarero de Ogilvy apareció con la cena. Dispuso los platos sobre la repisa del teléfono y salió corriendo en busca de un taburete. Ogilvy le ordenó que se llevara el taburete al lugar que le correspondía, en la caseta del puente, y se comió la cena de pie, disfrutando con el espectáculo de la escolta, saboreando los distintos platos. Se sentía orgulloso del
Leviathan
y le enorgullecía verlo rodeado de todos esos buques de guerra. Y estaba satisfecho de encontrarse donde estaba y no moviéndose furtivamente a través de los yacimientos petrolíferos en un barco de vela.

Un frío cuarto de luna se alzó sobre el oscuro cielo de levante, a sus espaldas, y permaneció suspendido, destacando tan nítidamente como un fragmento de cristal sobre la negrura de la noche, indiferente al exuberante fulgor de las llamas de gas que ardían por el oeste. Después el calor de las chimeneas del
Leviathan
se interpuso sobre la luna y ésta se fundió como mantequilla caliente para perderse finalmente bajo la untuosa humareda del buque.

El teléfono del ala del puente empezó a sonar.

—Sí, número dos.

—Los iraníes ordenan que nos desviemos dos grados a estribor.

—¿Y?

—¿Qué debo hacer, señor?

—Mándelos a freír espárragos.

El camarero retiró la bandeja de la cena y le sirvió un pastel.

—Llévese eso —le ordenó Ogilvy—. Y tráigame un coñac.

El capitán saboreó lentamente el coñac mientras la noche iba tiñéndose de rojo.

Hardin dejó el refugio de la torre abandonada. Puso rumbo a la ruta de navegación, el único canal marítimo existente, por donde tenía que pasar forzosamente el
Leviathan
en su camino hacia Halul. El viento soplaba del noroeste; el
chamal
había ido arreciando a lo largo de todo el día y al parecer seguiría manteniéndose durante la noche. Hardin lo tomó por el través, guiándose por las bolas de fuego y las luces en movimiento de los petroleros que salían del golfo para fijar el rumbo de su embarcación.

Sentía una gran serenidad. Había dormido bien durante seis horas seguidas, sin interrupción, antes de la puesta del sol y había comido varias latas de atún y puntas de espárragos, rematadas con un vaso de vino y una botella de agua mineral Perder.

El Dragón estaba en el suelo del camarote, instalado en una eslinga al pie de la escalera, a punto de ser izado a la bañera. Tenía intención de mantener el cañón escondido abajo hasta el último momento, pues podrían descubrir su presencia a través del radar si lo dejaba en la cubierta.

Había conectado la radio, sintonizado el canal 16. La llegada del
Leviathan
estaba provocando gran cantidad de conversaciones a través de las ondas. La mayoría de las veces éstas se desarrollaban en árabe y persa, pero incluso en las lenguas del desierto y la montaña podía distinguirse claramente el nombre semita del buque, la antigua denominación de un monstruo marino, un cocodrilo gigante avistado una vez en ese golfo.

Los motores de los helicópteros resonaban sobre su cabeza y sus atareadas luces centelleaban surcando el cielo rojizo. Hardin escuchó el agudo gemido de los
hovercraft
y el apagado ronroneo de las lanchas patrulleras convencionales. La operación de rastreo parecía intensificarse a medida que el velero se aproximaba al canal de navegación.

Hardin observó las velas. Su blanca superficie brillante reflejaba el resplandor rojizo de las llamas de gas. Su casco de fibra de vidrio era prácticamente inmune al radar, y lo mismo podía decirse del palo de madera, pero, irónicamente, en esas condiciones, corría el riesgo de ser descubierto a simple vista. Rizó la vela mayor y tendió la driza del foque hasta la bañera, como ya había hecho la noche anterior, a fin de poder bajar la vela en cuestión de segundos.

Avistó una gran boya flotante, un indicador del canal de navegación. Se adentraría otras dos o tres millas en la ruta de entrada del canal y después viraría hacia el este y se prepararía para el ataque.

Algo le hizo inclinar bruscamente la cabeza hacia la escotilla abierta para captar las palabras de la radio. Había estado escuchando sin demasiada atención al piloto de un helicóptero de la compañía norteamericana Aramco, que charlaba en su acento del oeste de los Estados Unidos con un compañero de la isla de Halul. El piloto volaba en dirección este y poco después de cruzar el yacimiento petrolífero de Sassan, situado a unas cuarenta millas al este de la posición de Hardin, avistó al
Leviathan
.

—¡Tienen toda una escuadrilla de combate apostada aquí abajo! —exclamó el piloto—. ¡Maldita sea! Delante va una fragata. Y varios
hovercrafts
guardan los flancos… ¡Uf! Tengo que dejarte.

Un iraní se ha pegado a mi cola y creo que intenta indicarme que debo largarme. Ya me marcho, ya me marcho.

Hardin se alegró de haber dormido. De haber escuchado esa información en el estado de fatiga en que se encontraba la noche anterior, la terrible perspectiva le habría paralizado. Continuó navegando a través del canal de navegación, analizando sus posibilidades de acción. Nuevos intercambios a través de la radio le confirmaron que el
Leviathan
avanzaba prácticamente rodeado de una escolta de buques de guerra. Sus cubiertas estarían llenas de marinos con prismáticos adaptados a la oscuridad y Dios sabía qué cantidad de modernos artilugios.

El
Leviathan
estaba a tres horas de distancia. El viento había amainado ligeramente y el aire parecía más denso. Con un poco de suerte, tal vez conseguiría deslizarse entre dos buques de la escolta. El casco del velero todavía estaba teñido de negro del petróleo. Podía arriar el foque y acercarse con el motor hasta una distancia suficiente para disparar antes de que consiguieran descubrirle entre la bruma rojiza. Con un poco de suerte. Movió negativamente la cabeza. No podía confiar sólo en la suerte después del esfuerzo que le había costado llegar hasta allí.

Tenía que engañar a la escolta. En el fondo del sollado tenía guardado el reflector de radar que había retirado al llegar a las Quoins. El chinchorro de goma flotaba atado a la popa del velero. Era más fácil remolcarlo que desinflarlo y, comprendiendo que caso de necesitarlo lo necesitaría con urgencia, había optado por dejarlo inflado. Se preguntó si sería posible adaptar un palo al bote de goma, acoplarle el reflector de radar y hacerlo navegar con una vela lejos del velero en el momento de lanzar el ataque ¿Distraería el nuevo destello del radar a la escuadrilla naval, alejándola lo suficiente del
Leviathan
para permitirle acercarse a la distancia necesaria para disparar?

Un petrolero apareció por el lado de babor, adentrándose en el golfo. Hardin puso en marcha el motor y cruzó presuroso frente a su proa. Cuando llegó al otro lado del canal continuó avanzando, alejándose del tráfico, adentrándose en la oscuridad, rumbo a una extensión aparentemente desocupada que se vislumbraba varías millas más al norte. Era una amplia zona encerrada entre dos bolas de fuego que lucían en lo alto de las correspondientes torres petrolíferas. Hardin puso rumbo al oscuro espacio central hasta donde no alcanzaba a penetrar el resplandor de ninguna de las dos llamas.

Una débil luz eléctrica apareció entre las sombras. Pensando que debía estar encendida en lo alto de una torre de perforación abandonada que tal vez le ofrecería un lugar donde ocultarse mientras montaba su señuelo, Hardin se dirigió hacia ella.

La luz estaba más próxima de lo que había imaginado. Su error de cálculo, como pudo comprobar bajo el reverbero de la luz sobre las aguas, se debía a que la luz brillaba desde un punto mucho más bajo que una torre de perforación, iluminando una boya fusiforme, de unos seis metros de altura, que se balanceaba suavemente sobre el leve oleaje.

El agua siseaba a su alrededor cada vez que una ola la levantaba, gorgoteaba a la expectativa cada vez que bajaba. Hardin la circundó, desconcertado, preguntándose qué debía hacer una boya allí aislada. Fuera lo que fuera, la luz era demasiado intensa. Se reflejaba sobre las cubiertas del velero, haciéndolo visible desde el aire. Hardin dio un brusco giro al timón y volvió a adentrarse en la oscuridad.

El barco viró bruscamente en redondo y se detuvo.

El impacto le hizo caer de rodillas.

Se incorporó rápidamente y recogió el foque que flameaba. ¿Qué demonios había tocado? No había escuchado ningún ruido de colisión, ni el roce de la fibra de vidrio sobre ninguna superficie, pero el barco que avanzaba a una velocidad de dos nudos y medio se había detenido de golpe, repentinamente inmovilizado, como si hubiera quedado atrapado en una blanda red.

Algo se agitó en el agua. Hardin pudo verlo bajo el resplandor de la luz de la boya: un cilindro de aspecto carnoso flotaba sobre la superficie. Medía unos cuatro metros de largo y se doblaba para desaparecer bajo el agua por uno y otro extremo. Una de las puntas se sumergía inmediatamente delante de la proa. Hardin la examinó intentando adivinar de qué se trataba.

Con sus treinta centímetros de diámetro y ondulando agitado por las olas, parecía el tentáculo de un calamar gigante.

Hardin se estremeció a pesar del absurdo de la suposición. El velero se acercaba a la boya arrastrado por la corriente. Hardin la enfocó con su potente linterna y descubrió unos caracteres árabes, y debajo una inscripción en letras romanas.

«Cuidado con las mangueras flotantes».

Había topado con una boya de carga. No era de extrañar que estuviera aislada; los petroleros necesitaban espacio para poder virar con la marea. Hardin escudriñó los rojos horizontes con sus prismáticos. De momento no se divisaba ninguna embarcación ni ninguna luz avanzando hacia él, así que cogió el bichero e inspeccionó toda la longitud del velero para comprobar si había otras mangueras notando allí cerca. Al ver que no encontraba ninguna, se subió al pulpito de popa y se asomó por encima de la borda lo más lejos que pudo.

La manguera flotaba plana sobre el agua y tenía un brillante color anaranjado bajo la luz de la linterna. No pudo tocarla con el bichero. El viento estaba arrastrando el velero más allá de la boya, ampliando la distancia que lo separaba de la manguera. Hardin aguardó, esperando un golpe de suerte. La manguera se tensó y el barco se detuvo. Se había quedado enredado en la quilla.

Hardin ató un corto trozo de cabo a un pequeño arpeo que tenía guardado junto a las anclas de reserva y lo acopló al bichero. Luego lo alargó tanto como pudo y lo agitó arriba y abaja el arpeo empezó a oscilar describiendo un arco cada vez más amplio. Con un último vaivén, Hardin dejó caer la punta del bichero en el agua. El arpeo salió proyectado por encima de la manguera, cayó al agua y la cogió por debajo. Hardin recogió el bichero y empezó a tirar del cabo.

La manguera se acercó un poco. De espaldas a ella, Hardin fue acortando lentamente la distancia que la separaba del barco, después intentó sacarla del agua. Imposible moverla.

Mentalmente fue pasando revista a lo que debía haber sucedido cuando el velero había chocado con la manguera. La quilla en forma de aleta había formado un pliegue en el tubo vacío. Después, al girar en redondo el barco con la quilla situada centralmente como eje, la manguera había formado un lazo que luego se había cerrado en torno a ella. Probablemente ello no hubiera ocurrido si sobre la quilla no se hubieran formado con el tiempo afiladas incrustaciones, pues entonces la manguera de plástico se habría deslizado sobre la lisa superficie.

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