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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (31 page)

BOOK: El cazador de barcos
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—Debo decir que dudo que sea así —dijo el primer oficial de electricidad.

—¿En serio, Chispas? —replicó Ogilvy, poniéndose encarnado—. Tal vez pueda ofrecernos su sabia opinión sobre la materia.

—No sé si será sabia —respondió el otro, frunciendo brevemente el entrecejo ante el apodo de «Chispas»—. Pero, si el hombre es un lunático, no creo que le preocupe demasiado la posibilidad de escapar.

—Tiene toda la razón —dijo Ogilvy—. Su opinión no es demasiado sabia.

Luego se volvió hacia los demás oficiales.

—Si ese médico fuera simplemente un loco, se habría dirigido al puerto de Le Havre y habría disparado su proyectil contra el
Leviathan
mientras estábamos atracados junto al muelle petrolero, amarrados como una cabra maniatada.

El segundo oficial asintió vigorosamente cuando el capitán empezó a pasar revista a la expresión de un oficial tras otro y permaneció un instante con los ojos clavados en los suyos.

Ogilvy repitió su reflexión.

—El hecho de que no nos atacara en un puerto, donde no tenía ninguna posibilidad de escapar, indica que está planeando cuidadosamente su huida.

—¿Y si tuviera otra razón para no atacar en un puerto? —preguntó el técnico de electricidad.

—¿Cómo cuál, por ejemplo?

—No sé. Tal vez no le convenía para sus planes.

—No deje de informarnos si se le ocurre algo —dijo el capitán, levantándose de la mesa.

—Pero de todos modos tendrá que regresar por este mismo camino. ¿Durante cuántos viajes evitará esta costa el
Leviathan
?

—Cuando el
Leviathan
vuelva a navegar frente a esta costa —replicó Ogilv—. Hardin ya estará a buen recaudo. Todos los puertos, desde Las Palmas hasta el golfo de Guinea, han sido alertados, aunque supongo que lo atraparán en Lagos. La mujer nigeriana se lo llevará allí. Estos africanos son gentes de costumbres tribales, ¿sabe? Corren a refugiarse en su casa cuando están asustados. ¿Café, caballeros?

—Te estás matando —dijo Ajaratu.

Hardin apretó los labios agrietados. Miró a su alrededor con los ojos hinchados de sueño. El mar tropical se extendía blanco e inmóvil, bajo un sol tan difuso tras la humedad ambiente que parecía llenar todo el cielo. Un denso bochorno húmedo envolvía el barco y difuminaba el horizonte. Éste parecía cerrarse sobre él y Hardin tenía la sensación de que continuaría navegando así eternamente, en este pequeño, pero ilimitado, estanque.

—Deja que te releve un par de horas —dijo Ajaratu—. Tienes que dormir.

Hardin dijo que no con la cabeza. Las arrugas en torno a sus ojos se habían acentuado desde que habían iniciado la larga singladura hacia el sur.

—Está rolando el viento —explicó— y quiero aprovecharlo. Ve a dormir tú. Ya me relevarás más tarde.

Ella bajó renuente al camarote y, cuando se hubo ido, Peter se tragó un puñado de vitaminas y una fuerte dosis de anfetaminas, la tercera que tomaba en un período de tres días. Cuando el viento hubo cambiado de dirección, rolando hacia el nordeste, tal como él había anticipado, la droga ya empezaba a silbarle en la cabeza. No había tomado estimulantes desde sus tiempos de médico interno, pero se había acordado de concentrarse en lo que se proponía hacer antes de ingerir las pastillas. De no haberlo hecho así, podría haberse pasado las doce horas siguientes contemplando una estrella imaginaria tras la gruesa capa de nubes.

Con el viento directamente en popa, preparó un arbotante para que le hiciera la botavara e izó en él un gran foque opuesto al génova. Luego arrió la vela mayor, aferró la botavara con un cabo y regresó junto a la rueda del timón. El velero avanzó con fuerza, movido por la poderosa tracción de los dos foques gemelos. Era un aparejo clásico para navegar con el piloto automático —podía dejarse varios días seguidos, sin tocarlo para nada, en la zona de los alisios—, pero lo que él buscaba era la máxima velocidad, y para conseguirla tenía que vigilar el timón y las escotas, y mantener un curso perfecto.

Quince minutos más tarde el viento aminoró un poco y Peter se dirigió a proa y aflojó las drizas de los foques para ahuecar las velas, de manera que cogieran el viento más suavemente. Pasada otra media hora volvía a estar en la proa, tensando ahora las drizas, pues el viento había arreciado otra vez. Siguió soplando sin aflojar hasta que se puso el sol, y Peter se quedó amodorrado, a pesar de las anfetaminas, hasta que empezó a oírse un terrible golpeteo en la proa.

Estaba oscuro. No se veía ni una estrella. Peter corrió hacia el palo y comprobó que el segundo foque se había soltado del arbotante y estaba perdiendo el viento. Restituyó el arbotante en su sitio, volvió a la bañera y tensó la escota. La vela se hinchó, luego volvió a desinflarse. Entre tanto, sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y advirtió que el aguaje que golpeaba el barco en la popa por el lado de babor hacía orzar el velero. Rectificó el rumbo y ajustó el piloto automático para compensar la acción de las olas.

El velero siguió navegando sin problemas durante media hora. Después el viento roló bruscamente al este. Hardin arrió el segundo foque, guardó el tangón y la vela, soltó la botavara e izó la mayor. El viento de levante agitó las aguas, creando un nuevo oleaje, que colisionaba violentamente con las olas del viento anterior, y la espuma del mar empezó a caer dentro del barco. Hardin se enfundó su parka y siguió dormitando junto a la rueda del timón, con la barba de dos días chorreándole agua.

Se despertó con un sobresalto. El velero había reducido su velocidad. Consultó su reloj. Las cuatro. Era una noche oscura. El viento había rolado otra vez hacia el nordeste. Cazó las escotas de la mayor y del génova. Todos los huesos de su cuerpo se lamentaban por la falta de descanso, pero sabía que avanzaría más rápido con el segundo foque. Maldiciendo su decisión de comprar un balandro en vez de un queche o de una yola, hizo un esfuerzo de voluntad y extendió el gran foque sobre el botalón, arriando la mayor. Sólo cuando se dejó caer exhausto junto a la rueda del timón y comprobó que la corredera marcaba ocho nudos y medio, se avino a reconocer que en general se exageraban las ventajas de las múltiples opciones que ofrecía un barco de dos palos en cuanto al aparejo. Uno podía llegar a imaginar que avanzaba más rápido, pero el balandro navegaba a mayor velocidad que cualquiera de los queches que él había tenido ocasión de ver.

Volvió a despertarse antes del alba. Un fuerte oleaje azotaba el arbotante contra el costado del barco, apartándolo del viento. Peter recogió el foque, izó la mayor y fijó un nuevo rumbo. Hacia el sudeste, mar adentro. La próxima vez que se despertó, el sol le estaba calentando la nuca. El mar se había calmado, de modo que volvió a poner proa al sur. Escudriñó el océano vacío con ojos hinchados de cansancio y decidió que había sido una noche bastante aceptable.

El cielo prometía otro deslumbrante día tropical. Uno de los últimos que presenciarían.

Hacía tres días que habían cruzado el ecuador y el día anterior habían dejado atrás el quinto paralelo. Se encontraban entre la isla de Ascensión, a unas seiscientas millas de distancia en dirección a poniente, y la costa africana —la desembocadura del río Congo más exactamente—, situada a unas mil millas hacia el este. Frente a ellos se extendía el océano Atlántico Sur y a sus espaldas tenían el
Leviathan
, que avanzaba rumbo al Cabo de Buena Esperanza a más del doble de la velocidad que podía hacer su velero, sin tener que preocuparse por el viento, las corrientes ni las tormentas.

Ajaratu subió a cubierta.

—Habíamos quedado en que me despertarías —dijo acusadora—. He dormido toda la noche.

Cogió el rostro de Peter entre sus manos como si fuera a besarlo, pero en vez de ello lo examinó y dijo:

—Has tomado pastillas más que suficientes para varios días. Tienes los ojos como canicas.

Hardin le indicó el rumbo. Después se fue al camarote y se desplomó en su litera, demasiado cansado para entretenerse a lavarse la sal de la cara.

Algo sacudió el palo y el grito de Ajaratu le arrancó de su sueño. Subió la escalera tambaleándose. El barco estaba orzado. Una racha de fuerza 5 levantaba palomillas sobre las olas. El génova se había soltado de la escota, se había enredado en los obenques y estaba golpeando el palo con su puño de acero inoxidable, que se balanceaba frenéticamente de un lado a otro y amenazaba con rasgar la vela mayor. Ajaratu había empezado a deslizarse lentamente hacia proa sobre el techo de la cabina, intentando coger el peligroso puño de la escota.

—¡No hagas eso! —le gritó Peter, abalanzándose hacia delante y asiéndola por el brazo, sin darle tiempo a tocar la vela enloquecida.

La hizo bajar y aguardó que el velero hubiera virado un poco más hacia el viento antes de intentar agarrar el pesado puño de la escota. Una ráfaga azotó el génova y estuvo a punto de arrancarle el techo de la cabina. Ajaratu tomó la driza y entre los dos aseguraron la vela flameante.

Hardin le indicó el punto donde se había partido el anillo de acero del puño. Ajaratu quedó sorprendida de que un trozo de metal tan grueso pudiera llegar a romperse. Hardin le replicó que no había ni una pieza de equipo a bordo que no pudiera romperse si se la forzaba lo suficiente durante un tiempo lo bastante largo. Izaron otro génova y pasaron una hora cosiendo un nuevo anillo para el puño de escota de la vela dañada. Después, Peter volvió a acostarse.

Al mediodía, el calor le obligó a salir del camarote. Subió a cubierta como ebrio, dejó colgar un pequeño cubo por la borda y vertió el agua tibia del mar sobre su cabeza. Comprobó si Ajaratu había orientado bien las velas y después tomó la altura del sol.

—¿Dónde estamos?

—A dos mil doscientas tres millas al noroeste de Ciudad del Cabo. Lo conseguiremos.

Ella intentó decir algo, luego vaciló. Finalmente dijo:

—He estado a punto de decir «Dios mediante», pero sería excesivo, me parece, teniendo en cuenta las circunstancias. ¿No crees?

—Según de parte de quién esté Él.

Peter se tendió bajo la estrecha franja de sombra que proyectaba la abultada vela mayor. El ardiente sol le lamía por ambos lados, pero Ajaratu timoneaba con tanta firmeza que la mancha de sombra apenas se movía. Los ojos de la muchacha pasearon velozmente de las velas al compás y luego se posaron en su cara.

—Estás tentando al destino hablando de ese modo.

Hardin se incorporó apoyándose en un codo.

—Hemos navegado más de cuatro mil quinientas millas sin parar —dos mil millas en los últimos once días—, estamos vivos y el barco sigue a flote Ya hemos tentado al destino.

—Duérmete.

La vela mayor flameaba ligeramente Hardin pensó preocupado que tal vez se había distendido al forzarla tanto. Ajaratu la tensó sin darle tiempo a decir nada.

—Duerme.

Hardin durmió.

—¿Monrovia? —chilló el piloto del helicóptero, que escuchaba a Ogilvy con la cabeza muy tiesa, como un pájaro que acaba de oír el rumor de un halcó—. ¿Qué demonios voy a hacer en Monrovia?

—Sinceramente, joven, debo decirle que por mí ya puede venderse el helicóptero por un puñado de baratijas e irse a vivir entre los nativos. El
Leviathan
no lo necesita.

—Ni siquiera sé dónde está Monrovia —protestó el piloto.

—El segundo oficial le indicará la ruta que debe seguir y las frecuencias de ADF.

—Pero el capitán Bruce…

—No es el capitán de este barco. Y ahora largo, señor.

Ogilvy, de pie en el ala del puente de mando, observó cómo el contramaestre escoltaba al piloto hasta su aparato. El ruido del motor se fue alejando hasta convertirse en un espacio vacío sobre el brumoso horizonte oriental.

—Número dos.

—¿Señor?

—¿Cuál es su hora estimada de llegada?

—Las quince cero cero.

Ogilvy consultó su reloj. Dos horas. Una hora más para comunicar a las oficinas de Liberia que le habían echado del buque.

—Estaré en mi camarote cuando llamen de la compañía.

El segundo oficial creyó captar una oportunidad de ganarse las simpatías del capitán.

—¿Le ordeno al contramaestre que desmonte la antena de onda corta, señor? —dijo con una sonrisa de complicidad.

—¿Para qué?

La sonrisa del segundo oficial se esfumó.

—Pues las… las conexiones están… sería conveniente revisarlas, señor. Mantenimiento…

Ogilvy se quedó mirando al joven oficial con una expresión glacial.

—Cuando usted llegue a ocupar el mando de un buque, número dos, comprenderá por qué un capitán sólo debe rendir cuentas ante Dios.

El segundo tragó saliva.

—Sí, señor.

Ogilvy mantuvo los ojos fijos en los suyos, impertérrito como una piedra. Luego, esbozó bruscamente una cálida sonrisa, desusada en él.

—Y también descubrirá, número dos, que en esas circunstancias raras veces evitará las preguntas.

La llamada llegó mientras Ogilvy se vestía para la cena. Teniendo en cuenta que el
Leviathan
llevaba una hora de retraso con respecto al meridiano de Greenwich, James Bruce debía haber recibido un aviso urgente de la oficina de Londres cuando ya se encontraba en su casa de Surrey. Ogilvy contemplaba el plácido mar tropical que se divisaba a través de la ventana mientras le dejaba hablar. Su asistente esperaba con la camisa de su uniforme en la mano, procurando no fijar la mirada en el pálido torso blanco del capitán.

—Sí, capitán Bruce.

—Cedric, la oficina de Monrovia acaba de informarnos de que el piloto de su helicóptero aterrizó allí esta tarde.

—Gracias, capitán Bruce Tomaré nota en el cuaderno de bitácora.

—¿Quieres dejar de llamarme capitán Bruce, Cedric?

El tono presuntuoso de Ogilvy se endureció.

—No quiero saber nada de ese helicóptero. He dado un rodeo para esquivar a Hardin. Le he dejado atrás.

—No puedes estar seguro de que así sea.

—Estamos en la mar, Bruce. Estoy seguro de que ha quedado atrás.

—Aquí están furiosos, Cedric Esta vez has ido demasiado lejos.

—Era una condenada estupidez llevar ese helicóptero a bordo. Era una amenaza para mi buque cada vez que despegaba.

—El
Leviathan
es más estable que un campo de aviación —le interrumpió Bruce.

—Un gran consuelo para el helicóptero cuando sopla un viento de fuerza ocho.

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