—El viento no resulta demasiado fuerte para el helicóptero que te lleva la carne fresca desde Ciudad del Cabo.
—Ése es un Sikorsky dé dos hélices diseñado especialmente para ese cometido y pilotado por dos tipos que saben lo que hacen. No puedes compararlo con ese mosquito motorizado que intentasteis cargarme a cuestas. El helicóptero de carga aterriza y vuelve a despegar en el acto, y mi tripulación tiene derecho a recibir el correo y una comida decente.
—La compañía quiere que vuelvas a aceptarlo a bordo.
La voz de Ogilvy se endureció todavía más.
—Si ese aparato aterriza en la cubierta del
Leviathan
, lo ataré a la cubierta y meteré al piloto en el calabozo.
—Cedric.
—¿No me crees?
Tras una breve pausa, Bruce respondió:
—Sí, Cedric, te creo; pero no sé cómo se lo tomará el Consejo de Administración.
—Diles que he localizado la causa de la contaminación del combustible que estuvo a punto de hacer embarrancar al
Leviathan
en el canal de Solent. Diles que lo he reparado. Diles que durante la revisión descubrimos un segundo cabrestante atascado. Diles que lo he reparado. Diles que he remendado una docena de escapes de vapor en las tuberías de la sala de máquinas. Después puedes decirles que ese helicóptero no nos serviría de nada con un tiempo tormentosa Y si esos capitanes de sala de juntas te preguntan por qué pienso que tendremos tiempo tormentoso, puedes recordarles que el
Leviathan
se dirige hacia el Cabo de Buena Esperanza y que el mes de julio no es precisamente verano allí abajo.
Hardin soñó que estaba patinando en trineo. Hacía frío. El trineo resbalaba sobre la nieve desigual, los patines siseaban, la estructura de madera crujía. Un grupo de pájaros volaba en círculos sobre su camino y graznaba esperando un desenlace que él era incapaz de vaticinar. El trineo saltó por encima de un montículo y empezó a deslizarse de costado por una empinada pendiente. Se estaba precipitando directamente contra una pared negra situada al pie de la ladera, sin posibilidad de detener el trineo. Viró. La pared viró con él, rodeándole. Se alzaba en todas las direcciones. Peter aulló de terror.
—¡Peter!
Ajaratu. Estaba en el barco. Le sorprendió encontrarse cubierto con una manta. Abrió los ojos. El cielo había desaparecido. Ajaratu estaba sentada al timón, con una mano sobre la rueda y la otra en su hombro. Iba vestida con sus prendas impermeables contra el mal tiempo. Hardin se pasó una mano por el pelo. Lo tenía empapado. Se incorporó para sentarse y miró a su alrededor. El tope del palo del velero se perdía en una densa niebla.
—¡Dios mío! ¿Por qué no me despertaste?
—No podrías haber hecho nada.
Peter se frotó los ojos.
—¿Cuánto rato he dormido?
—Cuatro horas —respondió ella sosegadamente, con los ojos fijos en la niebl—. Todo ha sido tan rápido, Peter. Como si hubiera caído sobre nosotros. O hubiera saltado del agua.
—Hemos llegado al Atlántico Sur —declaró Hardin.
—De pronto empezó a hacer fría Y después apareció la niebla.
Ajaratu parecía asustada.
—Se levantará.
Hardin consultó el compás. Seguían manteniendo el rumbo, ciñendo la brisa del sudeste. La superficie del mar estaba en calma, pero a intervalos regulares una ola del sudeste hacía balancearse fuertemente el velero, como si alguna cosa sumergida bajo el agua hubiera cogido la quilla y sacudiera cautelosamente el barco, como para ver qué pasaba.
El mar estaba en calma, pero se escuchaban rumores de vida, a pesar de que se hallaban a centenares de millas de la isla más próxima. Oyeron el grito aislado de un ave solitaria en algún lugar entre la niebla, y un rumor de vida terrestre —el bufido de un mamífero— muy cerca del barco. Hardin escuchó atentamente el húmedo borboteo carnoso y escudriñó la densa bruma buscando la terrible masa de una ballena aflorando a la superficie.
—Resulta tan raro —susurró Ajaratu.
Hardin se estremeció.
—¿El invierno? —preguntó ella.
—Pronto —respondió él, muy quedamente, tan impresionado como ella por el fantasmal silencio y la densa bruma.
Se dirigió a proa e izó una vela de estay. El barco respondió aumentando otro cuarto de nudo su velocidad mientras seguía adentrándose en un mar invisible.
El Atlántico Sur es un océano inmenso y vacío. Cuando se disipó la niebla, navegaron varios días en aislado frenesí, corriendo a toda velocidad entre dos horizontes remotos, distante convergencias del cielo azul y de la tonalidad más oscura del mar no interrumpidas por ninguna vela o señal de humo. En agudo contraste con la opresiva calima blanca de los trópicos, el aire era puro, vivificante y más fresco, y el cielo estaba tan claro que invitaba a pensar que, si miraban con suficiente concentración, tal vez lograrían penetrarlo y divisar el negro del espacio que Se ocultaba detrás del color.
El mar estaba curiosamente llano, tranquilo pero no calmado, pues las grandes ondulaciones avanzaban continuamente bajo su superficie, procedentes del sudoeste. Hardin las observaba muy serio. Eran un indicio del estado de las aguas hacia las cuales se dirigía y una promesa de lo que le aguardaba una vez allí.
Momentos de calma sucedían a los vendavales, aunque éstos —de cuarenta nudos durante horas— soplaban cada vez con mayor frecuencia. Puesto que los vientos procedían sobre todo de la dirección rumbo a la cual navegaban —el sudeste—, Hardin tenía que luchar contra ellos y eso costaba tiempo. En vez de acercarse a la costa de África, donde los vientos serían más suaves, decidió dar un rodeo. Ciñendo el viento, se alejó hacia el oeste de Ciudad del Cabo, con la esperanza de coger vientos de poniente más al sur.
Empezaba a obsesionarle el temor de que el
Leviathan
llegara antes que él al Cabo de Buena Esperanza, y doblara la punta de África para continuar sano y salvo hacia el golfo Pérsico, avanzando al doble de la máxima velocidad que él podía conseguir con su velero. Forzó el velero hasta el límite, navegando al borde de una precaria línea fronteriza que mediaba entre lo que podía dar de sí el barco y el desastre. Su génova más grueso —una vela demasiado rígida para usarla normalmente— podía soportar un enorme castigo. Cuando soplaban ventarrones mantenía izado el poderoso foque hasta mucho después de que el instinto le hubiera indicado a gritos que debía arriarlo; y cuando el velero escoraba demasiado para poder conseguir un buen rendimiento y las velas empezaban a botar el viento, arriaba la mayor y dejaba que el enorme foque continuara arrastrándolo, a pesar del riesgo de dar de quilla.
Estaba entrando en su sexta semana en el mar y Ajaratu ya era capaz de manejar el barco con todo tipo de condiciones. Cuando el agotamiento obligaba a Hardin a derrumbarse en su litera, cambiaba el génova por un foque más pequeño y una vela de estay. Si era necesario cambiar las velas mientras él dormía, Ajaratu podía arreglárselas sola con las dos velas pequeñas.
Una mañana, al subir a cubierta después de un buen sueño, descubrió que soplaba un fuerte ventarrón. El mar estaba agitado y las rociadas se desprendían siseantes de las crestas de las olas. Ajaratu, con el cansancio marcado en el rostro, observó con aprensión el génova que él había subido consigo.
—Está empeorando —dijo.
—Vete a dormir un rato.
—Hace demasiado viento para esa vela, Peter.
—Sé manejarla.
Hardin enganchó su ames de seguridad al cabo salvavidas —ahora lo usaban siempre como cuestión de rutina—, arrastró el génova detrás de sí por encima del techo de la cabina y al otro lado del palo, y lo envergó en el estay. Ajaratu navegaba muy ceñida al vienta Viró un poco para aligerar la presión que soportaba el foque. Hardin lo arrió e izó el génova, y el velero escoró fuertemente cuando ella rectificó el rumbo. Hardin arrió la vela de estay y se llevó los dos foques a la bañera para bajarlos después al pañol, pues el agua barría demasiado a menudo la proa para poder abrir la escotilla.
Acababa de regresar a la bañera, cerrando tras si la escotilla principal, cuando una ráfaga golpeó el génova. El velero dio un vuelco sin darle tiempo a afirmar su cabo salvavidas.
Hardin cayó fuera de la bañera, saltando por encima de la borda. Se aferró a las escotas de la mayor en su caída, pero antes de que pudiera izarse otra vez a bordo, se había hundido en el agua helada hasta la cintura. Oyó el truncado grito de terror de Ajaratu. Divisó su cabeza entre la espuma, al costado del barco; después una ola le rompió encima y ella desapareció, igual que Carolyn.
Hardin se acercó dificultosamente al timón, cogió la rueda y se volvió a buscar las escotas, que estaban sumergidas. El palo tocaba el agua; las olas habían inundado las velas, pero el peso de la quilla no tardaría mucho en enderezarlo otra vez; y cuando el barco se levantara, tendría que soltar las escotas antes de que el viento volviera a tumbarlo.
El palo empezó a enderezarse. Hardin localizó la escota del foque liada en el pasamanos y la liberó. Las velas salieron del agua cortando el aire y el velero se enderezó de golpe, cabeceando y escorando violentamente, mientras Hardin tiraba presuroso del cabo salvavidas de Ajaratu.
Su cabeza afloró a la superficie, boqueando. Hardin la izó hasta la bañera, que estaba llena de agua. Ella cogió la rueda del timón y Peter enganchó su cabo salvavidas y corrió hacia el palo. El pesado génova estaba gualdrapeando, azotado por el viento embravecido. Lo arrió tan aprisa como pudo, recogió la vela del agua y la haló hasta la bañera.
Ajaratu, todavía boqueando y tosiendo, le lanzó una mirada iracunda.
—Lo siento —dijo él, mientas vaciaba el agua de los pliegues de la vela—. Tenías razón.
Ella viró, esperó que se hinchara la mayor y volvió a rectificar el rumbo.
Los días se confundían unos con otros. Hardin sólo los identificaba a través de sus tomas de altura del sol y por los números en el
Almanaque náutico
y el tembloroso trazo de su lápiz, apuntando hacia él sur, siempre hacia el sur, sobre su carta de navegación. Continuaba desviándose de Ciudad del Cabo, pero tenía que navegar con el viento y confiar en que los vientos de poniente le empujarían luego hacia el este.
A veces el viento paraba, encalmando al velero en una bolsa de aire tan caliente e inmóvil como si estuvieran en los trópicos. Pero, aunque las velas gualdrapeaban vacías y hasta el más ligero de los
spinnakers
colgaba como una pieza de ropa mojada tendida a secar, el barco se bamboleaba miserablemente sobre el incesante oleaje, invisibles olas sin cresta que se movían bajo la superficie, subiendo y bajando, engendradas en la confusión, soterradas como el resentimiento, en una impetuosa carrera desde las distantes tormentas del océano Antártico hacia las bahías abiertas y los frágiles puertos del sudeste de África.
Un día divisaron el humo de un buque Hardin arrió de inmediato las velas y bajó el reflector del radar. Era un desconfiado proscrito, temeroso de que el buque pudiera dar parte de su posición. Ese fue el único barco que avistaron, pues se habían desviado muy al oeste de los canales de navegación en su caza en pos del viento. Y si bien era un descanso no tener que mantenerse alerta por si aparecía un barco, también era solitario. A Ajaratu no parecía importarle, pero Hardin al fin se dejó vencer por la soledad. Pulsó su clave falsa y mandó un mensaje radiado a Miles, vía la estación repetidora internacional de largo alcance en Ciudad del Cabo. El israelí se comunicó con él al amanecer.
Hardin le pidió a Miles la posición del
Leviathan
—el cual se había desviado un centenar de millas al oeste de su ruta habitual, un golpe de suerte—, pero lo que realmente deseaba era escuchar la voz de Miles, para tener una prueba de que él y Ajaratu y el velero, que se debatía sobre mares cada vez más embravecidos, todavía existían, que no se habían adentrado, por una jugarreta del compás, en un mar de fantasía suspendido en el extremo del mundo.
El primer oficial de electricidad yacía despierto en la oscuridad, con las manos aferradas al reborde del colchón, sin acabar de comprender qué había cambiado. Se le erizaron los pelos de la nuca y alargó la mano para accionar el interruptor de la luz.
—Dios mío —suspiró en voz alta.
El
Leviathan
se estaba balanceando.
El buque se inclinaba hacia un lado, luego hacia el otro, un movimiento apenas perceptible, pero cuya mera presencia le había sobresaltado. Llevaba doce días a bordo y ésa era la primera vez que el buque se desviaba de un plano liso y tan llano como el horizonte.
Los satélites meteorológicos habían acertado como de costumbre; la tempestad del sur, que se había originado debajo del Cabo de Hornos y ahora surcaba a toda velocidad el Atlántico Sur, tenía que ser muy grande para levantar unas olas como ésas, tan lejos de su centro.
Cuando sonó la campana anunciando el desayuno, se había acentuado el balanceo del
Leviathan
y los largos corredores transversales del castillo de popa subían y bajaban como balancines. El primer oficial de electricidad se dirigió al comedor, trepando por una pendiente inclinada que lentamente se fue nivelando hasta quedar horizontal. Segundos después, se encontró deslizándose por la ladera de una colina.
Cuando terminó de desayunar, su sentido del olfato parecía haberse vuelto desusadamente sensible; la grasa de las salchichas desprendía un penetrante olor y el café tenía un sabor ácido. Reconoció, demasiado tarde, los síntomas familiares del malestar que se avecinaba.
Salió corriendo al ala del puente en busca de aire fresco. Hacia más frío que el día anterior. Por poniente, lejos, muy lejos, grandes e inmóviles nubarrones negros, con la cara superior aplastada como la superficie de un yunque, cerraban amenazadoramente el horizonte como un muro de sólida roca. El aire estaba claro y muy fresco, el agua tenia una intensa tonalidad azul, casi negra, y los rayos del sol caían en un ángulo invernal, que ensombrecía las aguas y ofrecía poco calor. La lisa superficie del mar ondulaba como gelatina, agitada por el incesante desfile de olas profundas que iban avanzando por el sudoeste, balanceando el alto y vacío casco del
Leviathan
con creciente ferocidad.
Se acostó en su camarote, muy presente en su cabeza la idea de que tenía que levantarse para recibir los partes de sus subordinados. El olor a barniz de los muebles impregnaba el ambiente. El primer oficial de electricidad cerró los ojos, inspiró profundamente y se levantó para iniciar su turno de guardia. Su estómago dio una sacudida y el primer oficial de electricidad se dirigió a toda prisa hacia el cuarto de baño.