A Olena le encantó aquel comentario.
—Gracias. ¿Cuándo me enteraré?
—En cuanto pase el verano. Septiembre, octubre, todo lo más. Tenemos tus datos, de modo que te llamaremos si... ¿Te encuentras bien?
—Sí, es solo que... —De repente se sentía mareada. Cerraba los ojos y veía los potentes focos, las máscaras grotescas, la videocámara, todo girando a su alrededor.
Supón que te drogan.
Respiró hondo, dio algunos pasos, y la habitación recobró las dimensiones justas. Se tranquilizó. Nadie la había drogado, ni siquiera le habían ofrecido agua. Lo único que ocurría era que sentía calor. Sonrió y aceptó los pañuelos de papel que le tendió la otra persona, la que apenas hablaba. Los había cogido de una cajita sobre una mesa de cristal donde también reposaba un libro. Mientras se secaba el sudor, Olena se fijó en el título por curiosidad:
La comedia de los errores,
de William Shakespeare. Aquello terminó de convencerla de que lo único que les interesaba era el mundo del espectáculo.
—¿Quieres pasar al baño antes de irte? —ofreció la persona que le hablaba.
—No, gracias, estoy bien...
Y en efecto, lo estaba. Cada vez mejor. Estrechó las manos efusivamente al despedirse, y cuando salió del edificio al lujurioso sol y la brisa de mar, su cabeza terminó de despejarse. Ignoraba la razón, pero tenía el presentimiento de que resultaría elegida.
Mientras caminaba hacia la parada del autobús, sacó el móvil y envió un mensaje a Adriana. «No me han raptado», escribió. En casa, Adriana fingió estar enfadada por la frivolidad de su amiga, pero luego bromearon. Como Olena no tenía turno esa noche en la discoteca, cenaron juntas y brindaron por su futuro como actriz.
Solo más tarde, en la soledad de su pequeña habitación y antes de dormirse, recordó un pequeño detalle, insignificante pero curioso.
La persona que le había hablado durante la prueba la había llamado «Leni» al finalizar. Estaba segura de que no les había dicho en ningún momento su apodo. ¿O sí?
Se devanó los sesos rastreando en su memoria, pero al final decidió que el detalle carecía de importancia, y mientras lo decidía, se quedó dormida.
1¿Qué mascaradas, qué bailes vamos a tener?
El sueño de una noche de verano,
V,1
Madrid,
en la actualidad
El hombre parecía normal, y eso fue lo que me hizo pensar que era peligroso.
Su casa, o aquella a la que me llevó diciendo que era suya, ofrecía la misma impresión de exagerada normalidad: un adosado con paneles solares, jardín minúsculo y avanzados sistemas de seguridad situado en una calle tranquila en Padua, una de tantas urbanizaciones de las afueras de Madrid creadas para albergar edificios y gente que no caben en otro sitio. El interior olía a limpio y estaba ordenado, lo cual también me intrigó. Me había dicho que vivía solo, y tanta pulcritud en un hombre solo era inquietante.
—Pasa, ponte cómoda —invitó mientras tecleaba en el control de bloqueos de la entrada.
—Gracias.
—¿Qué quieres beber? —Sonrió y abrió los brazos—. No tengo alcohol.
—Un refresco
light,
el que tengas.
Dejé el bolso en un sofá, pero no me senté. Cuando se ausentó a por las bebidas eché un vistazo al salón. Conté no menos de cinco cuadros sobre temas campestres que harían bostezar a una abuelita y más de una docena de imágenes religiosas, incluyendo una de esas esculturas microscópicas con el rostro de una Virgen o un Cristo visibles bajo un cristal de aumento. La religiosidad exacerbada me la esperaba. Y el hecho de hallar en una mesita central un portátil con conexión por infrarrojos, también. Por lo visto, trabajaba de redactor en un canal de noticias
online,
y si vivía solo podía tener los ordenadores donde le diera la gana.
No me esperaba, en cambio, ver a una mujer.
La holografía se encontraba sobre un pequeño soporte de piedra, flotando en un marco en forma de U, y adornaba unos anaqueles blancos junto a cuatro libros sobre informática y un crucifijo. La mujer estaba sentada junto al hombre, probablemente en un bar. Ambos sonreían y parecían aburridos, ella más que él. De inmediato empecé a estudiarla: unos treinta años, fuerte complexión, espesa melena oscura. El vestido le hacía mostrar el hombro y el muslo izquierdo desnudos. Se sujetaba una mano con otra. Parecía una hembra dominante, lo cual no me chocaba especialmente con lo que yo esperaba que fuese el Señor Pulcro, pero había algo en su postura que me dejó pensativa.
Escuché pasos a mi espalda y decidí seguir mirando el retrato.
—No sabía si querías hielo o... —El hombre se interrumpió al verme.
—Sin hielo está bien.
—¿Mirabas ese retrato? —Inicié una disculpa tonta, pero el hombre agregó, sonriendo—: Es mi mujer. Mi ex, quiero decir.
—Oh, vale.
Nos sentamos en los sofás, él a mi izquierda. Giré el cuerpo hacia la derecha y realicé una pequeña prueba. Llevaba pantalones, pero eran ceñidos, de piel negra, lo cual me ayudó a presentar la zona lateral del muslo. Esperé hasta que me miró para quitarme la ajustada cazadora de tiras de cuero, descubriendo primero el hombro izquierdo. Observé sus ojos: el enganche no se incrementaba, pero tampoco parecía disminuir. Era obvio que le gustaba contemplarme en esa posición —la de su «ex»—, aunque no en exceso. Probé a hablar mientras manipulaba la chupa.
—Me habías dicho que eras soltero.
—Me divorcié hace poco tiempo. —El hombre le restó importancia con un gesto—. Es agua pasada.
—Ya. Si la cosa no funciona, lo mejor es cortar. —Arrojé la chupa junto al bolso. Me había sentado lejos del bolso para indicar que contaba con un lapso generoso de tiempo, pero agregué—: Tengo que irme pronto.
—Vaya —dijo como si se tratase de una ligera contrariedad, y señaló el vaso sobre la mesa—. ¿No vas a beber un poco?
—Claro.
Probé el refresco. Sabía solo a limón, pero eso no quería decir que no contuviera alguna droga. No me importó, ya que estaba segura de que no iba a hacerme nada mientras me hallara inconsciente. Si era el Espectador, me necesitaba despierta para divertirse.
—Eres guapa —dijo—. Muy, muy guapa.
—Gracias.
—Tan delgada y... alta. Pareces una modelo... Y tan joven...
—¿Estás preguntándome la edad? —Sonreí y agregué—: Veinticinco.
—Ah. Yo, cuarenta y dos.
—Tú también pareces joven.
Alzó una mano velluda, me lo agradeció y se rió como de un chiste secreto. Cuando dejaba de beber sus ojos retornaban a mi rostro y no se apartaban de él, como soldados ante un superior, pero yo sabía que todo lo que le atraía de mí, todo lo que le enganchaba, comenzaba justo desde mi pelo recogido en un moño hacia abajo: los tirantes negros que dividían mis hombros, las muñequeras semejantes a grilletes, mi vientre desnudo bajo el top, mis piernas enfundadas en un pantalón de piel que se prolongaba con botas puntiagudas.
Cuando hablaba, el hombre gesticulaba como si fuese un ejercicio de pesas.
—¿Eres... española o...? Pareces... no sé... Sueca, algo así...
—Soy de Madrid. Sueca de Chueca.
El hombre meneó la cabeza mientras reía.
—Hoy en día nadie es lo que aparenta.
—Y que lo digas —coincidí.
Hizo una pausa. Yo aproveché para observarlo disimuladamente mientras reflexionaba. «¿Qué estás pensando, cabrón? Hay algo a lo que no paras de darle vueltas. No es solo sexo... Hay algo ahí, detrás de ese ceño negro, algo que quieres decir o hacer... ¿Qué es?»
El hombre me había dicho que se llamaba Joaquín. Su aspecto me recordaba los documentales sobre el Cromagnon que pueden verse en canales de pago: robusto, de baja estatura, frente hundida, pelo cortado a cepillo, cejas espesas unidas en el ceño y ojos separados y fijos. Un cuerpo de gran fuerza que ignoraba que tenía tanta. Uno de esos cuerpos que, con el adecuado ejercicio, podían partir ladrillos con la cabeza. Su atuendo presentaba otro detalle curioso: camisa verde a juego con el jersey. Preocupación por la propia imagen. Hombre solitario y presumido, religioso y divorciado, de voz suave y aspecto rudo. Un enigma velludo y musculoso, tímido, de mirada fija.
Seguía enganchado a mí, pero parecía necesitar algo más para entrar en acción. Pensé de nuevo en el aspecto dominante de su ex, si es que se trataba de su ex, y recordé lo que Gens opinaba sobre
La doma de la bravía
de Shakespeare y su relación con los fílicos de Holocausto. En esa obra, Kate, la mujer bravía, ofrece obstáculos que enardecen a Petruchio, que a su vez la «doma» con más obstáculos. «Es una lucha de voluntades que se estorban entre sí —decía Gens—, un símbolo de la máscara de Holocausto.»
Probé esa táctica. Dejé el vaso sobre la mesa haciéndolo resonar y me removí en el sofá, dotando a mi voz de cierta brusquedad.
—Entonces, ¿qué?
—¿Perdón? —Se sobresaltó.
—Sí, ¿qué quieres hacer?
—¿Hacer?
—Me has traído a tu casa para hacer algo, ¿no?
El hombre pareció procesar mi pregunta largo tiempo.
—Bueno... Pensé que podíamos charlar antes un poco...
—Es que, en este plan, me voy a pasar toda la noche charlando. Y, la verdad...
—¿Tienes prisa?
—Mira, te doy una hora. —Moví las manos—. No puedo quedarme más.
—Vale, vale. Solo quería que nos conociéramos un poco...
—Ya nos conocemos. Yo, Jane; tú, Tarzán. ¿Algo más?
—No, está bien, yo...
Acentué mi provocación.
—Si quieres pagar por una hora de rollo, tú mismo. También cobro por aburrirme.
—No, no... Mejor así. Dos desconocidos.
—Y ahora dime qué quieres...
—No haré nada que no quieras hacer tú —me interrumpió. El hecho de que me interrumpiese por primera vez desde que nos habíamos conocido una hora antes en el club me pareció buena señal: significaba que empezaba a calentar motores.
—Tú mismo. Yo te he dicho que todo es negociable, excepto el pago por adelantado... Si veo pasta, hago lo que quieras. Si veo más, hago más.
—Así de sencillo, ¿no?
—Tal cual.
El hombre sacó una cartera y empezó a contar los billetes. De pronto sentí un pellizco de angustia. Empecé a pensar que era un simple capullo tarado, uno de tantos, con una filia de Holocausto inocente, sin cuartos trasteros ni sótanos peligrosos. Era lo más probable, pero un detalle me hacía seguir insistiendo. Un solo detalle.
«¿Por qué controlas tanto mi mirada, Joaquín? ¿Qué es lo que
no quieres mirar ni que yo mire tampoco?»
Moví la mano como si fuese a echar un vistazo a mi reloj de pulsera, pero antes de completar el gesto volví a observar a Ojos de Pez.
Y lo pillé. Sus negras pupilas se habían desviado una fracción de segundo hacia un lugar que se hallaba directamente detrás de mí, antes de regresar de nuevo a mi rostro. ¿Qué era? No podía volverme para verlo: eso hubiese sido señalar el cuarto cerrado delante de Barbazul. Me reproché el descuido: Gens advertía que era necesario examinar bien el decorado antes de intentar cualquier máscara.
Era inútil buscar espejos, pero aproveché uno de los cuadros protegidos con cristal situado en la pared detrás del hombre. En su superficie se reflejaba la luz que entraba por los cristales de la puerta del recibidor, a mi espalda. ¿Era eso lo que miraba?
—¿Es suficiente? —preguntó deslizando los billetes hacia mí.
Acepté su dinero. Volvió a beber, y eso me permitió espiar de nuevo el cuadro.
Había algo más junto a la puerta, una silueta angulosa. Me esforcé en recordar todo lo que había visto al entrar en su casa. Entonces lo supe.
Las barras de una baranda.
Una escalera que subía.
Un piso superior. Allí era. Eso era lo que no quería mirar. Todo estaba en el piso superior. Tenía que intentar desplazar el teatro hacia allí cuanto antes.
—¿Te aburres? —preguntó.
—Qué va: me encanta mirar tus cuadros.
Enrojeció ante mi sarcasmo, pero siguió bebiendo en silencio.
No iba a llevarme arriba tan pronto, claro. Su psinoma tenía que cocerse en su propio jugo, ahora que estaba enganchado. Pero yo necesitaba saber cuanto antes que no me equivocaba de sujeto. Y cualquier iniciativa sexual hubiese sido inútil: si era yo quien daba el primer paso, su verdadero deseo retrocedería, y nunca me llevaría
arriba
ni me mostraría su
secreto.
Pensé a toda velocidad y opté por una medida drástica.
—Oye, lo siento. Tengo que irme.
Dejé el dinero en la mesa, me levanté, cogí la cazadora y empecé a ponérmela.
—Decías que tenías una hora —protestó el hombre sin énfasis.
—Ya, pero lo he pensado mejor. —Eché la cabeza a un lado con la excusa de que había olvidado coger el bolso, pero lo que hice fue abrocharme una de las correas de la cazadora, y solo entonces tomé el bolso. Al girar para cruzar el salón, alcé la mano y la apoyé sobre el bolso como si quisiera abrirlo, pero lo que acabé haciendo fue un encogimiento de hombros—. Lo siento, otra vez será. Adiós.
Mis gestos estaban calculados. Los entrenadores los llaman «la danza», porque son movimientos que no conducen a un fin concreto y se frenan entre sí, como las discusiones entre Petruchio y Kate. Eran clásicos del teatro de Holocausto. Mi plan era incrementar su placer para que pasara a la acción cuanto antes.
Caminé hacia la salida. Me detuve.
—¿Hay alguna parada de metro por aquí?
—Al fondo de la calle.
—Gracias.
No creí que fuese a lograrlo. Me dejaba marchar. Los taconeos que daba en dirección a la puerta me sonaron como un penoso tictac.
Entonces, por fin, escuché su voz.
—Espera.
Volví a detenerme y lo miré.
El hombre se había levantado y sonreía, pero la palidez teñía su semblante ancho y su frente huidiza. —Yo... me gustaría hacer algo.
—Ya te he dicho que tengo que irme.
Había sacado la cartera.
—Si ves más, haces más, ¿no era eso? —Puso otro billete sobre los restantes. Fingí concederle un plazo. Sonrió—. Ven, quiero que veas algo.
Se dirigió a la escalera y empezó a subir.
En aquella planta la decoración era más o menos la misma: todo blanco, inmaculado, remoto. Una reproducción hortera de un caballero medieval en una columna de escayola. Dos puertas enfrentadas que podían guiar a dos dormitorios. El hombre abrió la de la derecha, dividida en paneles de cristal, y las luces automáticas se encendieron.