El cebo (9 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: El cebo
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—¿Cuánto pides por los dos? —dijo burlón en su oído mientras palpaba su trenza.

—No puedo ahora, por favor.

—No puede ahora. Oh. Entonces, ¿cuándo? ¿Mañana?

—Lo hará gratis —masculló Serpiente—. Gratis. A los dos. Ahora.

—Eso es. Y le gustará.

—Claro que le gustará.

Serpiente no la había tocado aún (otra prueba de que era el más vulnerable), aunque se acercaba tanto que su chaqueta presionaba el hombro izquierdo de Elisa. Ella le oía jadear. Decidió darles una última oportunidad.

—Dejadme —insistió, y agregó mirando a Serpiente—: soy peligrosa.

—Eh, ¿has oído? —aulló Lobo tras ella, oprimiéndole una nalga—. Es «peligrosa»...

«Lobo no importa —pensaba Elisa—. Concéntrate en el jefe.» No quería hacerles daño, porque estaba claro que ninguno era el Espectador, pero se estaba poniendo un poco nerviosa, y decidió tomar la iniciativa. En cuestión de décimas de segundo clausuró sus percepciones conscientes. Para ello aprovechó el mareo que la droga le producía y se concentró en una pantomima que había realizado días antes, junto a otra chica, en Los Guardeses. Su memoria recuperó los olores, tonalidades y texturas del decorado y el cuerpo de su compañera, y el presente se disolvió como las nubes de vaho que expelía. Desvió el rostro hacia el lado opuesto a Serpiente, pero se cuidó de no hablar ni gesticular. «Mutilada», como diría su entrenador.

La reacción fue instantánea.

Serpiente se quedó inmóvil, mirándola como si no supiera qué estaba viendo. Elisa se percató de que le había dado tanto placer que el chico se hallaba casi pre-poseído.

—Largaos y dejadme en paz —ordenó a Serpiente, y escapó por su lado.

Caminó sin apresurarse haciendo caso omiso a las llamadas quejosas de Lobo, y de repente oyó una discusión en su idioma. Giró la cabeza y vio a Serpiente alejarse con rapidez y a Lobo seguirle un poco confuso, mirando de vez en cuando hacia ella y quizá preguntándose por qué su compañero había dejado escapar aquel bocado fácil. Elisa estaba segura de que Serpiente soñaría con ella esa noche, y probablemente todas las sucesivas. Se masturbaría pensando en ella. Quizá enfermara de obsesión. Quizá se cortara las venas. Pero lo tenía bien empleado, decidió.

Apretó el paso hasta rebasar el anuncio luminoso del club Tarquín y reprimió un malvado deseo de reír. ¿Quién podía negar que ser cebo era maravilloso? De haber querido, habría hecho lo que le hubiera dado la gana con aquel par de idiotas. Cualquier cosa. Pensar eso le hacía sentirse poderosa, invencible. ¡Qué bien lo había resuelto todo y con cuánta limpieza! El enganche había sido ejemplar, rápido y sutil. Tenía que contárselo a Vera, la facilidad con que había manejado la situación. ¡Cómo le habría gustado a su madre dominar a los tíos así! Esa nueva ocurrencia la hizo reír. Entonces echó un vistazo al reloj, y, para mayor contento, descubrió que su turno había concluido, y se dirigió exultante al final de la calle, donde se hallaba la parada del autobús. Ni siquiera se percató del coche verde manzana aparcado en el bordillo de la acera por la que caminaba, cuyos cristales tintados reflejaron la luz de las farolas al abrirse bruscamente la portezuela del conductor.

Aún alegre, Elisa miró hacia atrás cuando ya era demasiado tarde.

7

Mi padre se llamaba Eduardo. Eso fue lo primero que escuché aquella noche, hace trece años:

—Te llamas Eduardo.

No sé por qué me desperté, ya que quien hablaba no estaba gritando. Al contrario, su tono era curiosamente dulce. Me froté los ojos y miré el reloj de la mesilla, uno muy bonito con forma de pájaro y una pantalla redonda insertada en una de las alas extendidas. Y esto es algo que tengo como grabado a fuego: las 3.38 marcaba, con números verdes. Me intrigó que los números no brillaran. Deberían haberlo hecho, ya que eran fosforescentes y a mí me gustaba mucho verlos resplandecer en la oscuridad, pero había algo en mi habitación, algo inusual, que lo impedía.

Había luz.

Es decir, no del todo. Mi cuarto estaba a oscuras, pero la puerta se hallaba abierta y la luz llegaba desde la escalera, sin duda desde el salón de la planta baja. Supuse que alguien había abierto la puerta, quizá mamá, y luego había salido sin cerrarla. Era una idea absurda, ya que mamá nunca era tan descuidada, pero eso fue lo que pensé.

Me disponía a llamarla cuando escuché risas y otras voces, entre ellas la de Oksana, nuestra criada, así como de nuevo
aquella voz:

—Muy bien, Eduardo. Ahora, calma. No vamos a entender a usted si no calma...

Un tono viril y a la vez dulce. Me agradaba sin que pudiese evitar, al mismo tiempo, un cosquilleo creciente en el estómago, como si fuese una medicina que solo hiciera efecto al cabo de unos minutos de ser ingerida. Era la voz de un hombre, pero la relacioné de inmediato con la de Oksana, que chapurreaba de igual forma el castellano.
No vamos a entender a usted si no calma.
Me hacía gracia aquella expresión. De hecho, pensé que había una especie de fiesta en el salón, y que uno de los amigos de papá estaba imitando la voz de Oksana. Pero ¿por qué una fiesta a esas horas?

Me esforcé en recordar lo que habíamos hecho aquel día: era sábado, y mi familia y yo habíamos ido al cine a ver una bonita película, una historia de amor de las que nos gustaban tanto a mamá y a mí, y Vera había volcado el bote de palomitas en el suelo, bajo su butaca, y mamá le había reñido. Estaba segura de que papá no nos había dicho que hubiese ninguna fiesta esa noche, y además era muy tarde. Descarté esa idea.

Entonces, tras levantarme en silencio y acercarme al umbral, me di cuenta de que, bajo las voces joviales, alguien sollozaba.

Cuando por fin supe quién era, me sentí culpable por no haberla reconocido antes. A lo largo de los años me ha venido a la cabeza muchas veces la imagen de mi madre, su rostro, sus labios moviéndose, pero nunca diciéndome palabras. En mi memoria, desde aquella noche, mamá no ha vuelto a hablarme jamás: solo llora en voz baja, entre hipidos ininteligibles.

Salí al pasillo, pero me detuve antes de llegar a la baranda de la escalera, al escuchar el susurro frenético de la voz de papá.

—... que no lo ves? Ya estoy calmado... Y ahora, ¿por qué no dejas que mi mujer suba un momento a ver a las niñas?

—Eduardo, escuche...

—Estoy calmado... Será solo un momento. Maite, por favor, deja de llorar...

Mi puerta era la última del pasillo. A mi derecha, el cuarto de Vera también estaba abierto, pero por fortuna Vera se hallaba en la cama, dormida. Y a través de la puerta del dormitorio de mis padres, abierta de par en par, vislumbré en el suelo el edredón rojo y la sábana. Pensé que mamá se enfadaría si descubría aquel caos, pero de inmediato razoné que ya tenía que haberlo visto, porque era ella quien lloraba.

Me acerqué con sigilo a la escalera. No estaba realmente asustada, pero de algún modo me parecía prudente que las personas del salón no me vieran. Por eso escogí la escalera y no el pasillo, ya que sabía que desde aquella podía abarcar gran parte de la planta baja sin ser vista. Descendí unos cuantos peldaños sin hacer ruido con mis pies descalzos, mientras estiraba el cuello para mirar a través de las barras de madera de la baranda, como quien intenta divisar un escenario desde una mala localidad.

Al primero que vi fue a papá. Estaba atado con cinta adhesiva a una silla de frente a la escalera. La cinta era plateada, y cruzaba su pecho y vientre desnudos bajo la camisa del pijama abierta, enroscándose en piernas y tobillos. Estaba casi irreconocible, con el rostro rojizo y sudoroso y el cabello alborotado. Entornaba mucho los ojos, y comprendí que era porque no llevaba las lentillas que se quitaba siempre al acostarse, ni tampoco gafas. Fue ese detalle, absurdamente, lo que más me aturdió, ese descuido en un hombre como él, alto cargo en una empresa que fabricaba fibra de vidrio, siempre tan pulcro y elegante.

Oksana, la chica ucraniana de servicio que habíamos contratado hacía dos meses, se hallaba de pie junto a papá. Era muy joven, apenas veinte años, rubia y bajita. No llevaba uniforme sino la cazadora y los vaqueros que se ponía en los días libres, e intervenía en la conversación con frecuencia, hablando en su idioma o en su extraño castellano. Me sorprendió mucho verla hablar: gesticulaba con violencia y alzaba la voz, en contraste con la persona sumisa que me había parecido hasta entonces. A mamá no podía verla, sin duda porque estaba sentada en el lado opuesto a papá, bajo la escalera, pero las otras dos personas que había en el salón no paraban de moverse, y las vi con claridad. Eran un hombre y una mujer. La mujer se movía de espaldas a la escalera, por lo que solo logré atisbar su cuantioso cabello castaño oscuro y su chaqueta de cuero. El hombre, el propietario de aquella
voz,
iba y venía desde la silla de papá al sofá. Su detalle más llamativo era que tenía la cabeza rapada por completo salvo una mata de pelo central que iba desde la frente a la nuca, negra y espesa como la crin de un caballo.

—Eduardo —decía Hombre Caballo con aquella forma de pronunciar que sonaba a «Edardo»—. Niñas bien. Calma.

—Estoy calmado, joder —jadeaba papá, pero desde luego no lo estaba—. Te repito que estoy calmado. Y ya os di las tarjetas y las claves... ¿Qué más queréis, coño?

—Cash
—dijo Hombre Caballo frotándose el índice y el pulgar derechos de una manera que yo sabía que significaba «dinero»—. ¿Entiende?

—¡No tengo efectivo en casa, ya te lo he dicho! ¡No
cash
! ¿Entiendes tú?

—No grite —advirtió Hombre Caballo—. Oksa no cree eso. Oksa dice ver dinero, muchos billetes usted en despacho. Dónde está.

—A veces he tenido dinero en casa, pero no acostumbro a...

Oksana entonces hizo algo. Se situó frente a mi padre de un brinco, tan rápida que me sobresaltó, y empezó a gritarle. Oksa era bonita, todos lo decíamos. Aunque su rostro era grueso y redondo, su silueta era esbelta y su mirada, grande, de ciervo asustado. Pero en aquel momento tenía la cara roja y una vena le hinchaba el cuello.

—¡Dinero! —gritó y le dio una bofetada a mi padre—. ¡Dinero! ¡Tienes! —Lo golpeó otra vez en un vaivén de su pequeña mano: eran golpes de fuerza inaudita, o así me lo parecieron, y la gruesa cabeza de mi padre giraba de un lado a otro—. ¡Dónde! ¡Dormitorio! ¡Despacho! ¡Dónde!

Hombre Caballo dijo: «Oksa», y ella se detuvo a duras penas, jadeante. Al mismo tiempo el llanto de mi madre se convirtió en una súplica desgarradora. La otra mujer, la del cabello castaño, se movió fuera de mi vista, oí otro golpe y luego el grito de mamá, lo cual provocó que papá también gritara y Oksa corriera a cerrar las cortinas. El breve alboroto camufló mis propios sollozos. Ver a Oksana golpear a mi padre me había dejado petrificada. Sentí que iba a orinarme encima, como si de repente hubiese retrocedido en el tiempo y, en vez de doce años, me hubiese convertido en una niña de cinco como Vera. Me llevé las manos a la boca e intenté detener el llanto o atenuarlo, pero solo cuando regresó el silencio logré aguantar la respiración de manera que mi lloriqueo, aunque proseguía, carecía de energía para hacerse oír. Aun sin saberlo, había realizado uno de los ejercicios de autocontrol que luego me salvarían la vida en tantas ocasiones.

—«Edardo» —retornó a hablar Hombre Caballo cuando los demás callaron, pero su voz ya no me parecía dulce: era como un animal de bellos colores que de repente enseñara los colmillos—. Hacemos algo. No queremos hacer, pero usted no ayuda... ¿Traemos niñas? —Mientras el hombre hablaba, Oksana se había situado de espaldas a papá y le tapaba la boca con más cinta elástica. Las mejillas de papá se hinchaban como los peces globo que Vera y yo contemplábamos en los vídeos educativos de ordenador—. ¿Quiere eso? ¿Traemos niñas?

—Papá decía que no con la cabeza y su silla crujía como un juguete de cuerda. El sollozo de mamá era ahora un chillido, pero atenuado, como si también le estuvieran tapando la boca—. ¿Prefiere mujer? ¿Niñas? Usted elija.

—Niñas —dijo Oksana inclinada sobre papá desde atrás, sujetando su cabeza con la mano—. Dice «niñas». Le gustan más. —Papá no decía nada, solo gimoteaba con el rostro de color cereza y las mejillas temblorosas y rebosantes sobre la mordaza, pero Oksana parecía disfrutar, y mientras le agarraba el pelo con una mano llevó la otra bajo su vientre y le tocó allí donde yo nunca quería mirar y siempre miraba—. Sí... prefiere niñas. «Edardo» prefiere niñas pequeñas. —Y lanzó una carcajada.

—No queremos. —Hombre Caballo apuntaba a mi padre con el dedo—. No queremos. Pero tú obligas. Oksa, ve por niñas.

Fue aquella orden lo que me hizo reaccionar. Casi sentí como si alguien me hubiese quitado el freno de mano: un crujido y mis articulaciones recobraron el movimiento. Pero no podía levantarme, las piernas me temblaban demasiado, de modo que me arrastré hasta lo alto de la escalera raspándome las rodillas y empecé a gatear en dirección al cuarto de Vera. Lo único que acertaba a comprender era que tenía que proteger a mi hermana. Mi cerebro era la habitación del terror y yo me hallaba encogida y a oscuras en su interior, y solo podía pensar: «Vera. Vera. Vera...».

—¿Y?

—No hay más. A partir de ese instante sigo sin recordar nada.

—Bueno —dijo el doctor Arístides Valle, pero en un tono inseguro, como si mi amnesia le defraudara, y se ajustó las gafas sin montura, de cristales redondos, en un gesto muy característico. La consulta era un pozo de calma y penumbra. Yo permanecía sentada frente al escritorio, los codos en los muslos, inclinada hacia delante como si acabara de vomitar—. De todas formas, hemos avanzado —agregó—. No mucho, pero sí algo desde el otro día. Si lo dejamos ahora, todo el camino que hemos recorrido no habrá servido de nada...

Asentí y separé las piernas al tiempo que tomaba aire. Tenía algo de calor, pero no me quité la cazadora. Tampoco hablé, aguardé en silencio a que Valle continuara.

—¿Entiendes lo que estoy intentando decirte, Elena? Si dejamos esto ahora, todo el esfuerzo realizado a lo largo de las últimas consultas será en vano. Como inflar un globo sin hacerle un nudo —dijo, pero no logró sorprenderme; yo ya estaba acostumbrada a sus metáforas—. Comprendo lo difícil que tiene que ser para ti recordar. Tienes un bloqueo en esa parte, es típico de algunos traumas, pero créeme si te digo que hemos dado varios pasos muy positivos. Ese suceso de tu adolescencia puede relacionarse con tus síntomas. Si dejas la terapia, tendrás que empezar desde cero en el futuro...

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