—¿Qué hay en esas cajas?
—Oh, repuestos para máquinas de jardín. Quiero hacer obras este fin de semana.
—¿Puede abrir una?
—Claro. —Golpes metálicos cerca de mi rostro, palabras perdidas— ... bricolaje. Por favor, agente, ¿hemos terminado? Mi hijo se siente...
«Cajas», pensé con rapidez. Yo sabía que no me encontraba dentro de una caja sino de algo blando. ¿Quizá oculta detrás? Sí y no. Sin duda se trataba de una artimaña más elaborada: un vehículo grande, un maletero especialmente preparado, una plancha de separación entre las cajas y yo. El policía tenía que estar contemplando un falso fondo. En cuanto al escáner, en una caja de «repuestos» podía camuflarse con facilidad un deformador de señales. Naturalmente,
él
había previsto aquel control.
Un truco muy ingenioso, con un grave fallo.
Yo.
Mi hijo se siente mal.
Comprendí la ansiedad que revelaba aquel tono de voz. «El niño
no se siente mal,
eres tú quien está
jodido,
¿eh, compañero? Sospechas que los efectos del anestésico han pasado ya, y si estoy despierta puedo hacer ruido, ¿verdad?»
Seguía necesitando aire, me dolía hasta la raíz de los cabellos, cada vez que contraía un músculo deseaba morir y sentía náuseas, pero sabía que, si lo intentaba, lograría hacer ciertas cosas muy molestas: agitar el saco con manos o pies, incluso mejor aún, girar sobre mí misma. El espacio en que me encontraba debía de ser muy estrecho, y estaba segura de que tan solo con ladearme armaría el suficiente alboroto.
El policía volvió a hablar:
—Llévelo a un médico, si se siente tan mal el chico...
—Quizá lo haga, en cuanto me permita usted irme...
Decidí que giraría el cuerpo hacia mi izquierda. Aunque no lograse derribar el doble fondo con las piernas atadas, haría ruido y el poli me descubriría. Pero me quedaban pocos segundos antes de que el registro finalizara. Atesoré todo el aire que pude, me preparé. Inicié una breve cuenta atrás.
—¿Ha terminado, agente?
«Tres... dos...» De repente me detuve.
Pensé otra cosa.
Me pregunté qué ocurriría si lo arrestaban en aquel momento. «Juicio... Sentencia... ¿Diez años, quince?» ¿Cuánto tiempo pasaría en la cárcel antes de conseguir una reducción de condena, o antes de que una desmemoriada justicia echara tierra sobre la cabeza de Aída Domínguez y el resto de sus pobres víctimas y se apiadara del culpable? Ello sin contar con que podía no ser arrestado. Era un guerrero nato, tan bueno en lo suyo como yo en lo mío. Quizá consiguiera subir al coche y huir antes de que aquellos policías tuviesen ocasión de reaccionar. Y si llegaba a su cubil, aunque lo arrestasen media hora después, ¿qué ocurriría con mi hermana?
¿Hacer ruido? ¿No hacerlo?
Duda hamletiana.
—De acuerdo —dijo el policía—, puede seguir, gracias.
—Gracias a usted.
«Pues va a ser que...
Un golpe enorme, como una losa de acero sepultándome.
... no.»
Imaginé que había cerrado el maletero con gran alivio por su parte, sin sospechar que también
por la mía.
Casi sonreí bajo la mordaza. «Juntos para siempre, tú y yo.» No iba a perderlo, ahora que ya lo tenía. Oh, desde luego que no. «No he venido a enviarte a la cárcel, hijo de puta: he venido a
destruirte.»
Sentí una vibración. Reanudábamos la marcha. Me hallaba mareada, sedienta, casi asfixiada, amortajada por el dolor y deseosa de terminar con aquel abominable tormento, pero sabía que no tardaríamos en llegar a dondequiera que fuese. «No va a matarme en el trayecto. Debemos de estar cerca.»
Y me pregunté si el Espectador sospechaba que, de nosotros dos, quien verdaderamente se hallaba en peligro era él.
Y terminó, claro. Como todo en la vida. De repente dejé de balancearme. Una portezuela se abrió. Otra, segundos después.
Pero tardaban en venir a por mí, y mi suplicio, ahora que confiaba en ser liberada, se hizo insoportable. Era como si tuviese que bailar ballet clásico dentro de una bañera: necesitaba mantener en equilibrio todos mis malestares. Si relajaba las rodillas, las vértebras me lanzaban disparos de dolor. Cuando creía que iba a desmayarme de dolor, la sed me lo impedía. Para no pensar en la sed me concentraba en respirar un aire cada vez más escaso, con lo cual necesitaba estar quieta para ahorrarlo. Pero si me quedaba mucho tiempo quieta, relajaba las rodillas y todo volvía a empezar como en un círculo dantesco. Gens decía: «A veces tendréis que fingir que estáis muy jodidos, pero no os preocupéis, porque la mayoría lo estaréis
de verdad».
Después de lo que me pareció una eternidad, llegaron los esperados ruidos: maletero, cajas, panel. Algo tiró de mi saco y me sentí cargada sobre unos brazos. No hablaban, ni él ni el niño, pero escuchaba sus jadeos: «Uh, ah». Él me transportaba como un novio a la novia en la noche de bodas.
«Ven, Desdémona: no tengo sino una hora de amor... para pasarla contigo.»
Lo celebré con apropiados murmullos bajo la mordaza. Sentirme llevada en volandas, agazapada en su pecho como una víbora, me había recargado la batería. Sabía que, inevitablemente, mi presa estaba introduciendo en su hogar el veneno que lo destruiría. «Así, así: llévame contigo, no me sueltes...»
Me soltó, pero con delicadeza. Sin embargo, volví a ver las estrellas cuando lo hizo, y mordí la seca mordaza como un perro rabioso un palo quemado.
Escuché su voz:
—Pablo, abre la puerta.
No creí que se refiriese a la puerta principal de la casa. Me hallaba en un suelo liso y oía ecos de un probable techo. Quizá se trataba de un garaje. Pensé en aquel nombre: Pablo. Lo repetí como un mantra:
Pablo, Pablo.
El nombre del niño. El «enigma», como lo había llamado Gens. ¿Qué quería, qué era Pablo? Resultaba preciso comprenderlo, porque con él no tendrían efecto las máscaras.
Entonces fue como si volviese a nacer: una cremallera, un tirón, el saco bajó hasta mis hombros. Por fin el bendito aire fresco. Pero procuré controlarme. Cuando sufres, el momento de mayor debilidad es justamente el del alivio: todos los torturadores lo saben, y es entonces cuando te aprietan las tuercas de verdad. De modo que seguí agitándome y gimiendo sobre el gélido suelo, mostrando la usual parafernalia de la chica aterrorizada e implorante que tanto gusta a los bastardos.
—Agarra de aquí, Pablo.
Me habían sacado la cabeza. El resto salió con otro tirón. Oí ruidos de hule agitado y puerta metálica cerrándose. Un rasguño de luz se filtraba por el borde inferior de mi venda, pero no me permitía ver más allá de las narices, nunca mejor dicho. Entonces escuché un zumbido distinto, y antes de que tuviese la oportunidad de alarmarme la goma que unía mis tobillos a las muñecas se quebró.
No hubo alivio ahora, sino el peor dolor que había sentido desde que había despertado. La brusca distensión fue como una vuelta de tuerca en el potro para mis extremidades; grité, o lo intenté, aunque solo logré un berrido animal. Un nuevo zumbido, y mis tobillos se separaron. Sentí un par de dedos presionando mi muñeca izquierda bajo las gomas, y creí erróneamente que también me soltaría las manos. Pero solo era una medida de precaución. «Se asegura de que estoy bien, de que nada en mí precisa atención urgente.» Tras tomarme el pulso, me agarró del brazo y tiró. Pretendía que me levantara, pero, claro, caballero, eso era imposible, mis piernas eran como dos prótesis recién injertadas en el tronco.
Hubo un cambio de estrategia, la mano liberó mi brazo y agarró un mechón de pelo. Fui alzada en vilo por los cabellos. La cinta adhesiva sobre mi boca se hinchó con mis gritos. Traté de sostenerme frenéticamente sobre dos objetos que intentaban recobrar su condición de piernas entre hormigueos y temblores. Otro tirón, y avancé a trompicones. Cuando al tío Javier le dio el ataque que lo dejó parapléjico me decía que lo peor era experimentar la inutilidad de sus piernas «como algo que te sobrara de tu persona». Yo no estaba parapléjica, pero fue como aprender a andar; me resbalaba, me golpeaba las rodillas, volvía a incorporarme, todo a la vez, como en una película cómica. Al fin mis pies en calcetines lograron coordinarse y el tirón del pelo se suavizó.
—Déjame pasar, hijo.
Cruzamos un umbral. Lo supe por el cambio de luz en el borde de la venda. Y eso me salvó de dislocarme un tobillo, ya que anticipé las escaleras antes de hallar el primer peldaño. «El sótano, por supuesto. Me lleva al sótano.» El no me puso las cosas fáciles: me hizo bajar sin pausas, a tirones, encorvada, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. No le importaba que me hiriese, que me partiera un hueso; como todo gran deseador de Holocausto, prefería controlarme a mantenerme ilesa.
En el tramo final, donde la escalera contaba con un pequeño rellano y giraba, perdí el equilibrio, y fue entonces cuando sentí un brazo sosteniéndome por la cintura. De modo que sí le importaba mi integridad, después de todo. Pero enseguida volví a ser arrastrada.
Un frío más intenso, olor a potingues: esa fue mi primera impresión del sótano. Un golpe brutal contra la esquina de una mesa metálica en mi muslo derecho: esa fue la segunda. Salté y aullé de dolor, expulsé lágrimas y se me escaparon gotas de pis. Fui recompensada con otro fuerte tirón, pero un instante después nos detuvimos. Al parecer, otra de sus sutiles técnicas para demostrarme lo macho que era y el poder que ejercía sobre mí consistía en obligarme a hacer las cosas sin decírmelas. En esta ocasión, tuve que adivinar que quería que me arrodillara. Tirones, empujones, y al fin quedé de rodillas. Rocé una pared con manos y pies. Una argolla de metal helado hizo clic alrededor de mi cuello sudoroso y escuché un mecanismo de ajuste detrás. No podía sentarme ni ponerme en pie, lo cual me deprimió, porque sabía perfectamente en qué se convertía estar arrodillada cuando pasaban las horas.
De nuevo la búsqueda de pulso, ahora en mi garganta. Entonces el borde inferior de la venda se ensanchó. Un gusano bajo mi ojo izquierdo. Tras el dedo, un brillo filoso, un chirrido y la venda se rasgó de abajo arriba.
Quedé deslumbrada ante el estallido de blancura, con la mirada empañada de lágrimas, pero el rostro del hombre que se inclinaba sobre mí se hizo cada vez más nítido.
Él.
—Hola —dijo.
No hay experiencia comparable a la de ver al monstruo. No me refiero en esas fotos de la policía que son las que escogen los medios para intentar mostrarnos lo aviesos o normales que parecen ser, sino a verlos en su mundo, entre sus cosas, a centímetros de tu cara.
Yo he visto varios, y por muy diferentes que parezcan, todos comparten una característica. Es tan notoria como su boca, su nariz o sus ojos. Ningún actor, en ninguna película de psicópatas, ha sabido representarla. Es su rúbrica inimitable.
Se trata de la siguiente: el monstruo
nunca te ve.
Puede mirarte o no, permanecer callado o no, despreciarte o interesarse por ti, reírse con tus bromas o acompañarte durante el llanto. No importa lo que haga, o a donde dirija sus ojos,
nunca
te ve. Y cuando contemplas a un monstruo por primera vez, eso es exactamente lo que notas. Para el monstruo, eres
invisible.
No conozco la causa de eso. No soy científica. Gens afirmaba que se debía a que están entregados por completo a su psinoma. Viven hacia dentro. Es como si sus ojos hubiesen sido colocados al revés, las negras pupilas hacia el interior oscuro de sus cráneos y el globo blanco, improductivo, asomado a la órbita. Se trata de algo muy raro, y me paraliza cada vez que lo percibo, porque siempre he creído que todo aquel que porta un rostro, todo el que te mira, habla y sonríe, es un ser humano.
Pero hay excepciones.
Contemplé la cara del hombre durante apenas un segundo, y lo supe. Era
él.
Lo demás consistía en detalles banales: unos cuarenta años, corpulento, rostro anguloso, labios finos, melena castaño oscura. Podía haber sido un maduro ídolo del rock o un profesor de universidad de esos que chiflan a las estudiantes. Vestía camisa y pantalón negros y botas marrones Camper. Tenía sendos anillos sin labrar en el pulgar y el anular de la mano izquierda.
Me importaba una mierda lo que pareciese: era el Espectador.
Y percibí su deseo. El deseo atroz que sentía por mí, solo comparable a las ganas de destruirlo que yo sentía por él.
Ambos, hambrientos el uno del otro, mirándonos frente a frente.
Después de decirme «hola», alzó la mano abierta y me arrancó la cinta adhesiva de la boca. Luego deslizó entre la mordaza de goma y mi mejilla la hoja afilada de bordes serrados que había usado para cortar la venda. Era una especie de cúter eléctrico. Colocó la hoja plana contra mi rostro, pero sin tocarlo, apretó un botón, sentí el aire agitarse y las gomas se rompieron con un chasquido.
No arrojé saliva detrás. Mi boca era un yermo y tenía los labios agrietados, resecos, y la lengua pegada al paladar. Gemí y tosí. Vi una botella de plástico inclinarse sobre mí y bebí con avidez, derramando parte del contenido sobre mi barbilla y mis vaqueros. El agua estaba tan fresca que probarla era como besar por primera vez al hombre al que amas. Pero al tiempo que bebía, clavé las uñas de las manos atadas a la espalda en la pared que había detrás, hasta hacerme daño. «Nunca permitas que la presa te manipule: si te da placer, trata de sentirte incómoda», aconsejaba Gens.
Cuando vacié la botella, el Espectador la apartó y sonrió.
—¿Quién... es usted? —gimoteé en mi papel de víctima.
—Oh, ya lo sabes. —Hizo un vaivén con la mano anillada—. Y yo sé quién eres tú. No perdamos el tiempo. Me has hecho algo especial. Quiero saber qué es.
Lo miré parpadeando tras un mechón de pelo. El Espectador lo despejó con un gesto suave mientras llevaba la otra mano al bolsillo y me mostraba un carnet electrónico con su foto. Fingí asustarme.
—Mi nombre es Juan Leman Godoy, y la compañía que dirijo se llama AZ-Sec. Tengo solo treinta empleados pero somos líderes en seguridad de nivel dos en Europa. ¿Sabes lo que significa eso? Te lo explicaré. Diseñamos
software
de seguridad informática. Trabajamos con particulares y organismos públicos, entre ellos la policía española y la Europol. No es que haya averiguado las contraseñas de documentos confidenciales, es que yo las
invento.
Sé bastante sobre los cebos, excepto vuestra identidad. Y sé que te han entrenado para mí. —Sus finos labios volvieron a sonreír—. ¿Has venido a rescatar a tus compañeras? Están vivas, abajo, atadas al torno.