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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (15 page)

BOOK: El cebo
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—Puedo descargar estas imágenes en tu ordenador cuando quieras —le dije. Claudia no respondió, y de repente me sentí como una idiota, apagué el visor y volví a guardarlo en la cazadora—. En realidad, Cecé, había venido a contarte otra cosa...

Entonces empecé. Se lo conté todo, a ella y a su perrito de peluche. Ya le había hablado en otras ocasiones del Espectador, de modo que pasé con rapidez a la desaparición de Elisa y a la impulsiva decisión de Vera, que había motivado la mía. Ella solo escuchaba, o parecía hacerlo, con sus grandes ojos abiertos como pozos hacia mí.

—Tengo miedo, Cecé... Estoy cagada... No solo por Vera, también por mí... Ese tío es peligroso... Una pieza grande... No puedo dejar que Vera lo haga...

—Anda, bah, Jirafa... —decía Claudia sin énfasis. ¿Me comprendía? No me importaba. Seguí confesándome.

—No sé si cazaré esta vez. Es un hijo de puta muy listo. Tiene a los
perfis
confundidos. Solo sé que debo intentarlo... Hasta ahora van veinte, ¿te imaginas? Una bestia de las grandes, Cecé. ¡Tengo tres noches antes de que Vera salga! Debo hacerlo... Debo ser yo, y cuanto antes, pero me da tanto miedo... No se lo digo a nadie, pero tengo mucho miedo, Cecé... —Pensé que iba a llorar, pero entonces sucedió algo.

De repente cinco gélidos objetos atraparon mi mano.

—Lo harás —dijo Claudia—. Eres la
super-woman.

Las manos de Claudia eran como ella misma: nervudas, flacas, tensas. En la muñeca se apreciaban las cicatrices de los grilletes con que el monstruo de Renard la había tenido encadenada durante un mes en aquel zulo al sur de Francia «de paredes de tierra y techo de vigas en aspa», como lo describía una y otra vez la pobre Claudia durante el período inmediatamente posterior a su rescate, hacía ya casi tres años. Por extraño que pudiese parecer, aunque había soportado una inconcebible serie de tormentos, Claudia no había sufrido grandes lesiones físicas. El único destrozo había sido el de su cordura: en el interior de su mente, Renard había arrasado.

—Lo harás —repitió Claudia, aunque yo ni siquiera sabía si ella misma comprendía lo que estaba diciendo—. Eres la
super-woman,
Jirafa.

Permanecimos así, cogidas de la mano, hasta que apareció Nely con el zumo de frutas. Me despedí en ese instante y durante el trayecto de regreso a casa las frases de Claudia seguían sonando en mi cabeza:

—Eres la
super-woman..
. Lo harás.
Lo harás.

El
Sueño de una noche de verano,
una de las obras de juventud que, según Víctor Gens, Shakespeare habría escrito por orden del clandestino Círculo Gnóstico de Londres, es una pieza sorprendente: un mundo de hadas, duendes, nobles y actores aficionados transformados en asnos, donde una hierba mágica exprimida sobre los ojos puede incitar a la víctima a enamorarse del primer ser que contemple, por horrendo que sea, lo cual constituye, en palabras de Gens, «la clave de la filia de Enigma».

La máscara de Enigma pertenecía al grupo de Rechazo, es decir, aquellas en las que la presa se enganchaba
precisamente
porque
no
le gustaba lo que veía. Los movimientos, actitudes y tonos de voz del cebo producían una inquietud expectante, ansiosa, en el objetivo, así como la represión temporal de sus deseos de daño. Gens me había hecho ensayar aquella máscara por primera vez en exteriores —una carretera de campo como decorado—, disfrazada solo con unas botas y un pareo enrollado en forma de cuerda, abierta de piernas en el suelo. Años después, encontró una manera más «elegante» de practicarla, sin disfraz ni vestuario alguno, usando solo un objeto para frotar contra el cuerpo, como una de las columnas de mármol de su casa de Barcelona.

No había columnas ni carreteras en mi apartamento, pero no las necesitaba si podía utilizar el respaldo de la silla. Apoyándome en esta, me despojé del pantalón del chándal, y estaba a punto de quitarme la camiseta cuando uno de los canales permitidos de mi teléfono me hizo pasar una llamada al altavoz. Decidí escuchar sin contestar.

—Sé que estás ahí, cielo, ensayando, y sé que si discutimos voy a joder todo tu teatro, y no quiero, de verdad... Te diré lo que te dije ayer, cuando me contaste que querías seguir cazando: eres una maldita tozuda, pero es lo que me gusta de ti... —Sonreí, de pie e inmóvil ante las lámparas encendidas, las manos aferradas a la camiseta en el gesto de quitármela. Pensé que lo echaba de menos, que deseaba sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo y su boca contra la mía. Y mientras lo pensaba, la voz suave de Miguel seguía sonando, como si él también se confesara ante una Claudia remota y vacía—: ¿Sabes? Desde que empezó nuestra relación, vivo en un temor constante a que te pase algo... Supongo que es comprensible, ya que debo decirle, señorita, que estoy como loco por el mejor cebo de la policía española... —Volví a sonreír—. Pero, por comprensible que sea, uno nunca se acostumbra a esto...

No obstante, repito, eres una tozuda, y me esperaba algo así... Tus cartas siempre tienen posdata, como decía mi abuela. Todo lo que comienzas lo acabas. —Se detuvo un instante y agregó—: Ese hábito no es malo en ciertas situaciones, claro, pero confío en que no lo hagas extensivo al conjunto de nuestra relación. No quiero que lo nuestro acabe nunca...

Había susurrado esto último de una manera que me hizo intervenir. Dije en voz alta «contestar», y cuando supe que Miguel me escuchaba repliqué:

—Déjame empezar contigo sin trabajo pendiente antes de pensar en acabar.

Hubo una breve pausa.

—Comprendo —admitió Miguel—. Tan solo quiero saber esto... Padilla te ha dado tres noches. ¿Qué harás si no lo cazas el domingo?

—No lo sé —respondí con sinceridad.

Hizo otra pausa y al final optó por respetarme. «Te amo», agregó.

—Yo también te amo —contesté y colgué. Recordaba de repente algo que los
perfis
me habían dicho aquella mañana: «Si quieres que te elija, hazte suya
del todo,
conscientemente. Intenta
amarlo»
—. Te amo, te amo, te amo... —seguí diciendo en voz alta, como una Titania ante un Bottom con cara de monstruo, dirigiéndome al Espectador—. Y voy a joderte vivo, amor mío...

Mientras me dejaba arrastrar por la furia, me quité la camiseta.

11

El hombre entró en el pequeño sótano descalzo, con un albornoz atado a la cintura, saludó a su ayudante y dejó sobre la única mesa libre su pesada carga. Se trataba de dos bolsas con casi todos los productos que había logrado conseguir aquel domingo, ya que lo más grande lo había dejado un par de plantas más arriba, en el garaje.

Metió las manos en la primera bolsa y sacó dos clavadoras-grapadoras neumáticas y un taladro con batería recargable, así como un juego completo de brocas finas que venían dispuestas en una bonita caja. Al sacar esta última vio el resguardo del tíquet de compra adherido a ella, lo cogió, abrió la incineradora instalada en la pared y lo arrojó dentro, junto con la bolsa ya vacía. Comprobó que había varias etiquetas de ropa todavía sin quemar. Cerró la incineradora y decidió que lo quemaría todo más tarde.

De la segunda bolsa extrajo dos enormes tijeras de sastre guardadas en material reciclable, así como —muy importante, menos mal que se acordó— una bomba de engrase neumática de tamaño manejable. Había tenido problemas últimamente con la máquina del segundo sótano, que chirriaba cada vez que la utilizaba hasta el punto de que ya le resultaba insoportable, y los botes de aceite lubricante no surtían efecto.

Por último colocó sobre la mesa los frascos de Betadine y las cajas con ampollas de Disodol, que había comprado en la farmacia de guardia. Se deshizo igualmente de la bolsa y el segundo tíquet. Con todos los objetos ya sobre la mesa, encontró un momento para respirar hondo y serenarse.

Estaba algo enojado, porque era domingo y había tenido que salir apresuradamente en busca de un centro comercial abierto. Por regla general, se tomaba su tiempo para comprar, y obtenía notables descuentos en las viejas tiendas especializadas del centro de Madrid, o en los contactos que tenía en la red. Pero aquella semana el trabajo había sido de locura, sin permitirle apenas un descanso, por lo que el sábado por la noche se percató de que debía reponer una serie de herramientas con urgencia, y ya no podría hacerlo hasta el domingo. Se decidió por Leroy-Merlin, pese a que odiaba aquellas grandes superficies repletas de falsas ofertas, en las que nunca podías regatear el precio, a diferencia de lo que ocurría con los pequeños comerciantes o en las webs.

Además, estaba el arañazo. Se fijó de nuevo en él, observándolo a la luz de los fluorescentes azulados que iluminaban la habitación: formaba una línea casi recta y rojiza de cuatro centímetros y medio de longitud justo encima del nacimiento del pulgar, en el dorso. Había leído que los arañazos y mordeduras de seres humanos eran muy peligrosos, por eso nada más llegar a casa se lo había lavado seis veces, tres con jabón normal y otras tantas con Hiposán, un desinfectante quirúrgico. Había dejado de sangrar, e incluso la irritación de la piel era menor.

Desde luego, aquel arañazo no le irritaba tanto como el
otro.

Pero había decidido olvidar el asunto, y para ello tenía un método infalible: recordarlo por última vez y arrojarlo a la incineradora de su memoria.

El arañazo de la mano se lo había hecho la chica. Puede que el
otro
también, pero no estaba seguro.

En parte el primero era culpa suya, porque incluso antes del forcejeo se había percatado de que las uñas de la chica eran largas y afiladas, con el esmalte raspado hasta la mitad, lo cual indicaba probablemente que no eran postizas y que las usaba para todo. Una gata menor de edad con malas pulgas. Sin duda, llevaría uno de esos estúpidos tatuajes de guerra en el lomo o el pubis, representando cualquier tontería falsamente esotérica, y puede que hasta varios
piercings
en lugares delicados. A primera vista le había parecido hindú por las facciones y el bronceado, pero luego resultó que era sudaca, quién sabía de qué país con exactitud, entre aquel mosaico de acentos. Al chico que la acompañaba no lo había visto bien, pero casi podía imaginarse las largas greñas y los bíceps desnudos mostrando más tatuajes.

Pese a todo, admitía haber tenido suerte. Acababa de efectuar la compra en Leroy-Merlin y decidió dejar la pequeña carretilla hidráulica de repuesto en el almacén y bajar solo las dos bolsas al coche. De haberse entretenido más intentando bajarlo todo al aparcamiento subterráneo, puede que a esas horas estuviese todavía declarando en la comisaría de policía. Pero el destino lo quiso de otra forma, y a ello contribuyó que fuese domingo y el aparcamiento estuviera bastante despejado, solo con un coche estorbando la visión de su nuevo Mercedes Bluefire ranchera, por lo que advirtió enseguida, incluso desde lejos, las sombras que se movían junto a él.

De inmediato supo lo que sucedía. Dejó las bolsas de la compra en el suelo y se acercó todo lo sigilosamente que pudo, pero no lo bastante como para impedir que la chica —que era la que montaba guardia— lo viera y avisara a su compañero.

—¡Eh! —exclamó él al verlos correr—. ¡Eh!

El chaval se alejaba a toda pastilla, ya inaccesible, pero a ella sí pudo alcanzarla. Y mientras lo hacía, el primer pensamiento que se le vino a la cabeza, curiosamente, fue: «Vaya, tiene el pelo de Jessie». Porque Jessie lo tenía de la misma forma, era fácil verlo pese al gorro de lana negro que cubría la coronilla de la chica: largo, castaño oscuro, lacio como una bufanda. Y por cierto, Jessie había sido tan delgada y de tan baja estatura también. Se acordaba perfectamente de Jessie, por mucho que hubiesen pasado más de diez años de su muerte.

Sea como fuere, alargó la zancada y logró atrapar el delgado brazo bajo la astrosa cazadora negra.

—¡Eh, eh! —repitió.

—¡Suéltame! —gritó la chica.

Él dijo: «Vale, vale». Pero no la soltó. En cambio, aprovechó que ella se entretenía en gritar para aferrarla de los brazos. No fue muy difícil. La hizo girar hacia él, y hubo un forcejeo durante el cual, sin duda, ella le arañó.

—Chis —le indicó él, arrastrándola como si ella fuese ingrávida hasta la pared junto a su coche y atajando el ataque de nervios con una mano en su boca—. Calma, oye... No voy a hacerte nada... Si sigues gritando, el vigilante del aparcamiento acabará asomando la cabeza por la ventanilla, te oirá, y tendrás un problema. Vendrá la policía. Te arrestarán, ¿comprendes? Así que cálmate.

Retiró las manos con suma lentitud, pero no la suficiente. Nada más soltarla, la escurridiza figura se apartó de la pared y se movió ante él como una estrella del fútbol, haciendo una finta. Sin embargo, estaba preparado. Volvió a atraparla en el último segundo y ahogó su grito con el mismo gesto.

—He visto chicas de tu edad arrestadas —le dijo—. Es un rato muy jodido, aunque te suelten pronto. Te obligan a ducharte delante de otros. A veces delante de hombres, ¿lo sabías? —Le gustó contarle aquella idiotez y ver cómo ella fruncía el espeso ceño negro sobre la mano que la amordazaba—. Quizá te suelten pronto, pero te aseguro que jode...

—Yo... no he hecho nada... —gimió ella cuando él le dejó hablar.

—Estabais intentando robarme el coche. Yo diría que eso es algo.

—No... Yo no...

Ahora que la chica parecía más sumisa, se apartó para mirarla. Detectó enseguida los temblores que le hacían entrechocar los dientes y el brillo de sudor que cubría su rostro. Recordó que no debía juzgarse a nadie por las apariencias: sabía que no existían solo lo blanco y lo negro, sino una infinitud de grises de ligerísimas diferencias tonales. Sin embargo, muy a su pesar, admitía que comportamientos como el de aquella chica daban la razón a la ideología de derechas, que siempre parecía pensar que toda medida de seguridad y represión en Madrid se quedaba corta. Eso le hizo recordar el liberalismo progresista de Cristina, su última compañera sentimental, de veintitrés bonitos años.

—¿Sabes lo que eres? —preguntó con afable tono de voz.

—Deje... que me vaya... por favor... —rogó la chica, apretándose contra la pared.

—¿Sabes lo que eres? —insistió él.

—Me... me llamo... —Le dijo un nombre, incluso una edad, ambos falsos, sin duda. Él le sonrió con tranquilidad.

—No te pregunto
quién
eres. Te pregunto si sabes lo que eres. Te diré algo: tienes «mono», ¿verdad? ¿Desde cuándo hace que te pones? No estarás comprando ese último derivado que te hace polvo el cerebro, ¿verdad? ¿Ves ese programa de Canal Joven, «Sé tú»? ¿El de Michelle, la doctora rubia alemana? Hablaron hace un par de semanas de esa droga y entrevistaron a chicos que se la inyectan. Dios, ¿no lo viste? Michelle los defiende, pero... ¿cómo se puede defender ese estado espantoso en el que quedan? Eran momias. Peor aún: las chicas de tu edad parecían machos. Borrachos de tasca jurando y escupiendo. ¿No lo viste... ? Mira, espera... Tengo algo para ti. —Ella no lo escuchaba: miraba angustiada a un lado y a otro con sus grandes canicas color carbón que, al moverse, dejaban una medialuna marfil en el lado opuesto de los ojos, pero fijó la vista en la mano del hombre cuando este la sacó del bolsillo.

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