—Lo siento, pero no me reconozco en nada de lo que has dicho.
—Eso es debido a que no somos conscientes de lo que realmente deseamos. Cuando vemos a alguien hacer algo que nos gusta, lo atribuimos a otra cosa para entenderlo: decimos que nos hemos enamorado, o que nos agrada su inteligencia... Mis profesores me decían que el psinoma no está en la conciencia: la
contiene.
—A veces ocurre que nos enamoramos de verdad —objetó Valle.
—Ya le he dicho que los nombres no importan. A usted puede gustarle mucho una mujer y llamar a eso «amor», pero lo que en realidad sucede es que, cuando usted la conoció, ella se movió de una forma, o dijo algo en un tono o ante un decorado que complació a su filia de Presa. Fue pura casualidad. Si usted hubiese encontrado a esa mujer en el decorado preciso y vestida de la manera apropiada, y ella hubiese
actuado
mejor, usted habría quedado «enganchado» y le sería difícil dejarla. Y si ella continuara complaciendo su filia, el placer que usted sentiría sería máximo y quedaría «poseído». Ya no podría actuar voluntariamente. A los cebos se nos enseña a enganchar y poseer.
—A ver, a ver... —Valle seguía escéptico, pero era obvio que mi locura le intrigaba—. Según lo que dices, no existirían los verdaderos sentimientos. Esa mujer de tu ejemplo se mueve, dice algo, yo me enamoro... Visto así, el mundo sería solo un teatro.
—Exacto, un teatro. Los cebos somos como actores: aprendemos un conjunto de gestos, voces, escenarios y ropas, y ofrecemos una especie de... espectáculo que engancha a otros. A eso lo llamamos «máscaras». Existe una máscara para cada filia.
—¿Solo eso son los sentimientos para ti? ¿«Máscaras»?
Me encogí de hombros.
—Nuestra inteligencia los llama «sentimientos», pero a nuestro psinoma le basta con la «máscara». Los nombres no importan, ya le dije. Al menos, para un cebo no importan... Y la verdad, tampoco me interesan las especulaciones filosóficas.
—Así que trabajas como cebo... —Valle meneó la cabeza, pensativo—. Siempre he sabido que hay personas que hacen eso para la policía, pero no creí que fuera tan complejo. Pienso que existen métodos más simples y directos para luchar contra el crimen...
—No ahora. La tecnología hoy está al alcance de todos. Los científicos inventan una sustancia para impedir que el ADN del asesino sea eliminado del cadáver, y mañana se inventa otra que anula el efecto de la anterior. Igual ocurre con las armas y con todo. Hace tiempo que se ha renunciado a continuar por ese camino. Cuando se descubrió y clasificó el psinoma, se mantuvo en secreto por esa razón: porque era lo único que podía ofrecernos seguridad... El asesino puede borrar su ADN, pero no la forma en que elige, mata y abandona a la víctima, que dependen de su psinoma. Una empresa sospechosa de blanqueo de dinero borrará las pruebas con tecnología informática avanzada, pero un cebo puede infiltrarse en ella y conseguir pruebas si engancha el psinoma de un alto cargo... El psinoma no puede fingirse ni ocultarse: nuestro placer es una fórmula matemática. Aunque lo intentáramos, los ordenadores lo descubrirían. Y cuando se conoce la filia del delincuente, los cebos realizamos máscaras para atraerlo.
Hoy se usan cebos en todo el mundo. En España se aprobaron en secreto tras la bomba del 9-N.
Valle me escuchaba como si quisiera encontrar los flecos de mi historia.
—En todo el mundo, dices... —reflexionó—. Es raro que haya tanta gente que quiera trabajar en eso, ¿no? ¿Cómo os seleccionan? ¿Respondéis a anuncios en los periódicos?
—Bueno, sucede que uno de los psicólogos que participó en el proyecto del psinoma tuvo una idea brillante. Quizá lo haya oído mencionar: el doctor Víctor Gens.
—Sí. De origen catalán. Era criminólogo. Pero murió ya, ¿no?
—Hace dos años, sí. En un accidente en alta mar.
—Sí, creo recordar que tenía un yate o un balandro, hubo tormenta y se ahogó. Fue noticia en nuestro mundillo...
—Pues a él se le ocurrió una idea para reclutar cebos. Era simple, y a la vez genial: aprovechar nuestro propio psinoma. Estableció los parámetros que debe tener un psinoma cualquiera para resultar
complacido
siendo cebo y organizó un programa al que se conectaron varias clínicas en todo el mundo. Un menor de edad acudía por cualquier problema a una de esas clínicas, se investigaba su psinoma y, si los parámetros encajaban, se pasaba a la siguiente fase. Suele escogerse a quienes provienen de hogares destrozados, huérfanos en su mayoría, de ese modo todo resulta más fácil. El gobierno se encarga de conseguir las autorizaciones y entrenarnos. Y mantenemos el secreto, porque se trata de nuestro
placer.
¿Quién va a querer contar eso? Es un nudo bien trabado, ya ve. —Sonreí—. Al final siempre hacemos lo que más nos gusta.
—De modo que una «conspiración» de psicólogos... —Valle meneó la cabeza, quizá dudando entre avisar a un loquero en aquel momento o esperar a que me marchase para hacerlo—. Es interesante, aunque debes admitir que suena a ciencia-ficción...
—Pues, en realidad, es un tema bastante antiguo... De hecho, Gens afirmaba que el psinoma ya se conocía hace quinientos años. Decía que Shakespeare describió todos los psinomas en sus obras. No es una teoría completamente aceptada, pero, en Europa, parte del aprendizaje de un cebo consiste en estudiar las obras de Shakespeare a fondo.
—Así pues, detenemos a los asesinos porque leemos a Shakespeare...
Ignoré su burla incrédula.
—Las cualidades de su filia de Presa, por ejemplo, se ofrecen en clave en la escena de la abdicación en
Ricardo II,
cuando el rey solicita el espejo y lo rompe...
—Ya. —Valle jugaba distraídamente con una pluma—. Por cierto, ¿puedo saber cuál es tu filia, o también es un secreto de Estado?
—Soy fílica de Labor. Me gusta ver ciertos signos físicos en los cuerpos... —Me detuve de repente y respiré hondo—. Oiga, sé que no cree ni una palabra de lo que le digo. Pero yo
necesito
que me crea. He venido a eso. Así que intentaré
demostrárselo.
Lo haré con mucho cuidado, pero le pido disculpas si después se siente molesto.
Me observó por encima de las gafas, y por primera vez advertí en él la mirada del
hombre.
Como si yo me estuviese ofreciendo en las esquinas con un top de malla. Sus labios se desviaron sutilmente desde la simple diversión al desprecio. Parecía decirme: «Soy doctor en psicología, no un chico inmaduro, por favor. ¿A mí con esas?». Pero, en cierto modo, era obvio que le gustaba que yo hubiese decidido al fin dejar de teorizar y mostrarle, allí, en su refugio intelectual, lo loca que estaba.
—Tú misma —dijo—. ¿Qué vas a hacerme?
—Voy a realizar unos gestos muy breves aquí mismo, en el sofá —expliqué—. Antes de que acabe, usted se llevará una mano a la cabeza y fingirá rascarse o ajustarse las gafas. Ese será el primer signo de su placer. Luego tendrá una... una intensa erección. Ese será el segundo signo.
—Ah —asintió con gravedad, como si la intromisión de lo sexual fuese el detalle que esperaba para apuntalar su diagnóstico. Pero regresó enseguida a la sonrisa—. Muy bien, adelante. ¿Sigo sentado o me pongo de pie?
—No, así está bien —dije, y elevé los brazos en ángulo recto, los puños cerrados e inmóviles, como si estuviese esposada a una pared; luego los junté por los nudillos y los separé bruscamente mientras entornaba los ojos y abría la boca de forma precisa, creando una imagen partida. No dejé de mirar a Valle mientras gesticulaba, pero replegué mi conciencia con un simple esfuerzo. Gens lo hubiese llamado «gesto de abdicación». Era un teatro de Giles Yilan. El decorado original, un diván rosado, no resultaba indispensable.
Antes de que yo bajase las manos, Valle se llevó la suya derecha a la sien y se rascó. Entonces pareció darse cuenta de lo que hacía y la apartó, temblando, como si tuviese mucho frío. Intenté frivolizar para disminuir la tensión:
—No hace falta que me enseñe el segundo signo. Le creo.
Valle me miraba. Era como si esperase algo más de mí, una indicación, una orden, aunque yo sabía que no estaba enganchado. Me apenó su rubor desconcertado.
—Escuche, no le dé más vueltas —dije—. Si se hubiese tomado una pastilla para dormir, ahora tendría sueño, ¿no? Causa y efecto. Pues yo he hecho algo para provocarle esas reacciones, y usted ha reaccionado, es todo. Suponga que ha visto una película o una obra de teatro... Lo único que he hecho ha sido
representar su deseo,
y su psinoma ha respondido. —Carraspeé—. La... la erección pasará pronto.
Siguió en la misma postura, los ojos atados a los míos, parpadeando.
—Lo siento —agregué, y al tragar saliva noté un nudo en la garganta—. Solo quería que me creyera, doctor... Yo... necesito ayuda,
su
ayuda. Todos mis amigos, el hombre al que amo, mi hermana... todos pertenecen a mi mundo. ¿Cómo dijo usted? ¿Un teatro? Sí, eso es mi vida... Necesito un poco de
sinceridad.
—Me detuve a saborear la palabra. Los ojos me escocían—. Mi trabajo me gusta, y a la vez me parece horrendo. Quiero dejarlo, pero mi hermana ha seguido mis pasos y se ha metido en una cacería muy peligrosa... Necesito protegerla, pero no sé cómo... No sé con quién hablar... Necesito alguien que me escuche y no me vea como si yo fuese solo una máscara... Sé que por dentro soy algo
real.
Por dentro no finjo. —Me pasé la mano por la cara, secándome las lágrimas—. Lo siento... No quería molestarle... Siento mucho...
Odio
lo que soy...
Arístides Valle seguía rígido. Si un alma podía ser golpeada por un rayo, la imagen perfecta era él en aquel instante. Esperó hasta que dejé de llorar, y entonces, en voz muy baja pero muy dura, entre dientes, siseó, como si me maldijera:
—Vete.
Vete de aquí.
Asentí y salí a llorar a la calle.
«Pero no es cierto:
no
lo has intentado
todo.»
Mi espejo tenía razón, claro, como cualquier otro espejo.
Era lunes, casi las nueve menos cuarto de la noche, cuando tomé la decisión. Sentí desprecio por mí misma mientras pronunciaba el número en voz alta, pero me resultaba imposible conocer el origen de aquel desprecio. Quizá era debido al miedo que experimentaba. Miedo de recurrir a
él
otra vez, siquiera de
verle
después de los años. Y eso me generaba ira: una rabia densa que ascendió por mi garganta como un vómito mientras escuchaba el tono de llamada, una, dos, tres veces, pero que murió sin brotar en palabras cuando la voz contestó.
Lo único que dije fue:
—Quiero hablar con el señor Peoples. —Y agregué—: Por favor.
El parque Zona Cero se halla al sur de Madrid, y fue diseñado sobre el cráter que dejó la gran bomba del 9-N quince años atrás. Se trata de un lugar silencioso, gris, casi elegante. Hay setos, bancos de flores y algunas estatuas andróginas en posturas que parecen indicar que saldrían corriendo de allí si pudieran. No las culpaba: aquello es poco más que un yermo de tres kilómetros cuadrados lleno de fantasmas y delincuentes, donde nunca juegan los niños. Incluso con el abrigo que llevaba sentía algo de frío. Debajo me había puesto tan solo una malla de Celia Touchstone, uno de esos modelos muy especiales que puedes comprar por encargo, en color amarillo pero con todo el costado, incluyendo los brazos, de tejido transparente, de forma que puesta de perfil parecía estar desnuda. No llevaba bolso, pero sí unas botas a juego. Las lluvias recientes habían dejado grandes charcos sobre los que chapaleaban mis tacones. Y aunque aquel martes a las diez de la mañana el sol había sido engullido por enormes nubes, también llevaba gafas de cristales oscuros, quizá porque no quería ver la cara del señor Peoples.
Bordeando el parque se retorcían árboles de cuentos de brujas, con hojas barridas por el viento o enfangadas por la lluvia. Contaba una leyenda urbana que de noche jóvenes prostitutas del Este trepaban a los tocones para llamar la atención de la clientela que discurría en los lentos coches por las calles de alrededor. Todo taxista te decía lo mismo, sobre todo si eras hombre. Yo nunca había trabajado en Zona Cero, pero compañeros que habían ido a cazar por allí no habían visto a ninguna chica hacer eso. Atribuían el rumor a la circunstancia de que aquel distrito era la Pequeña Rusia de Madrid, aunque no solo se alojaban inmigrantes rusos. Por descontado, la célula terrorista responsable del 9-N poseía también su propia leyenda.
Junto a los árboles, los artistas contratados por el ayuntamiento habían plantado sus extravagancias. En mi trayecto hasta el límite que lindaba con la pequeña calle Corin, pasé junto a algunas, la mayoría figuras humanas en fibra de vidrio con velos cubriendo sus cabezas: estaban sentadas, pero se contorsionaban. Recordaba haber oído en un documental que estaban dedicadas «al dolor humano». No me pareció que hubiese ninguna necesidad de hacer estatuas simplemente porque los muertos del 9-N habían sido más de diez mil, incluyendo al grupo que fabricó la bomba atómica casera, con el doble de heridos y afectados por la radiación. Nunca adopto el punto de vista de la cantidad en estas cosas. Y ni siquiera me gustaban como símbolos del dolor humano. Para mí, el «dolor humano» no tenía una silueta tan bonita, sino que era nauseabundo y hasta miserable, lleno de agonías, supuraciones y gritos. Yo lo odiaba, como odiaba las enfermedades. Nunca se me hubiese ocurrido hacerle una estatua, como tampoco se la hubiese hecho a la peste bubónica o la parálisis cerebral.
Por supuesto, sabía que el señor Peoples no opinaba lo mismo.
Algo muy similar a tocar unos bornes de doscientos voltios con los dedos húmedos me sacudió de pies a cabeza cuando distinguí su figura solitaria destacada en aquel marco de árboles sin hojas y calles vacías, siempre muy consciente de sí mismo, un actor estepario, único, orgulloso de serlo. Me esperaba donde me había dicho, en los confines del parque, junto a la calle. Lo reconocí incluso de espaldas, y fue al acercarme cuando empecé a darme cuenta de que los escasos años transcurridos se habían desplomado sobre él con más peso que la simple suma de los días.
Yo ya lo había conocido viejo, pero ahora estaba
envejecido.
La espalda se le encorvaba como si se hallara sentado en la última fila de un teatro intentando ver mejor el escenario. Llevaba un sombrero de alas caídas, y hasta se había dejado barba. Un bastón reciente apuntaba hacia el suelo como la pata de palo de un pirata. A pocos metros de él, adolescentes de vaqueros destrozados, gorras de lana con estrellas rojas y bufandas que a veces ocultaban sus caras, mataban el tiempo junto a un murete acribillado de viejas pintadas. Antes de percatarse de mi presencia, y dirigirme las consiguientes frases provocadoras, observé que señalaban al «abuelo» del sombrero como quien contempla un ridículo muñeco de nieve que empezara a derretirse. Ambos ignoramos al grupo de chavales al vernos.