Se oyó un chirrido. Simultáneamente, salí de mi escondite y giré la cintura aferrando la barra con ambas manos, como un bateador de béisbol. No quise apuntar muy alto: intentar darle en la cabeza a ciegas era arriesgarme a fallar. Eso hizo que acertara en su hombro izquierdo, ya malherido. Gritó y alzó la pistola, pero las aspas seguían abriéndose tras sus piernas, y perdió el equilibrio. Lo golpeé en la mano, desarmándolo, y luego en el vientre y en las rótulas, hasta asegurarme de que no podría levantarse. Cuando todo acabó, pulsé el botón de cierre de las aspas, me acerqué al cuerpo que se retorcía en el suelo y le puse el pie derecho y la barra en la garganta.
—Dónde están —dije.
Ambos temblábamos. Pareció divertirle mi pregunta, y por un instante su ojo sano me miró burlón. La sangre brotó del otro párpado.
—No están... Nunca han estado... —Logró sonreír con esfuerzo, como si se sintiera ganador—. Yo
no
he secuestrado a tus compañeras... Lo de los visores también era mentira: jamás hubieran detectado nada... ¿Ves? Quise controlarte con ese truco, y funcionó... Vosotras engañáis, yo engaño... Pero lo que importa ahora es...
Lo interrumpí presionando el talón del pie sobre su cuello.
—Sus desapariciones no se hicieron públicas, cabrón. No estás en condiciones de seguir mintiéndome, hijo de puta...
—No miento... —Gruñó con gran esfuerzo—. Ya te dije que podía acceder a los informes de la policía... El sábado me enteré de la forma en que desapareció la primera, y ayer de la segunda... Pero escucha esto, porque te interesa:
alguien
modificó las probabilidades en ambos casos...
—¿Qué quieres decir?
Soltó una risa hueca, vacía. Su mano izquierda seguía presionando la herida del vientre. Un humo blanco escapaba con sus jadeantes palabras.
—No lo sabías, ¿eh...? Los ordenadores de tu departamento calculan las probabilidades que tiene cada secuestro de haber sido producido por mí... Primero realiza un análisis preliminar, rápido, y luego otro más profundo. Los análisis preliminares de tus dos compañeras ofrecen casi un cien por cien de probabilidad de que haya sido yo... Eso me intrigó y decidí investigar... No tardé en comprender qué sucedía... Sé cuándo se modifican los datos desde
dentro,
soy un experto, y te aseguro que
alguien
los ha amañado para hacerme responsable... Alguien de tu gente os está engañando, gilipollas... Y quizá yo podría ayudaros a atraparlo, pero si me entregas a la policía, nunca sabréis quién es...
Miré el cadáver atado al torno: en vida, podía haber tenido la edad de Vera.
—No pienso entregarte a la policía —dije.
Su único ojo se abrió del todo mientras negaba con la cabeza.
—No... no vas a matarme así, desarmado... No te atreverás...
—No, no me atreveré —convine.
Aparté el pie de su cuello y arrojé la barra al suelo. Cuando comprendió lo que me disponía a hacer, dejó de fingir que era un adulto.
Ignoré su llanto y súplicas, separé las piernas y afirmé las plantas de los pies a ambos lados de su cuerpo mientras movía los brazos. La clásica técnica de Ashburn para el Holocausto. Mi desnudez y el hecho de que mi presa me observara desde abajo reforzaron los efectos. Tardé quince segundos en poseerlo. Luego me alejé de él impidiendo que siguiera viéndome y despojándolo, así, del objeto supremo de placer en el instante de posesión, lo cual le provocó una disrupción dolorosa, agónica.
Lo dejé aullar mientras contemplaba el cadáver en el torno y pensaba en el resto de sus víctimas. El infierno se había inventado para seres como él. Pero yo no necesitaba que hubiese uno: el Espectador ya
estaba
en el infierno. Sus gritos se hicieron cada vez más agudos conforme su psinoma, incapaz de obtenerme, se refugiaba en etapas más primarias. Chilló todo el terror, la soledad y la angustia que yacían en su biografía. Chilló más allá de su condición humana. Chilló de puras
ansias.
Empezó a sacudir la cabeza, golpeándola contra el suelo de piedra en un martilleo constante, frenético, que no se detuvo cuando la sangre salpicó las baldosas. De hecho, aceleró el ritmo, como si batiera un tambor en algún ritual maléfico. Su boca soltaba espumarajos y todo su cuerpo temblaba. Era como si un demonio intentara escapar de su cráneo tras un exorcismo. «Te quemo el alma... Te estoy
quemando el alma...
», pensé.
Por fin decidí tener compasión y pateé la pistola hacia él, pero ya era tarde para que pudiera usarla. En un momento dado, su cuello se torció en un ángulo de muelle roto, se oyó un crujido. Al caer de nuevo, la cabeza quedó inerte.
«¿Te ha gustado
mi actuación?»,
le pregunté mentalmente. Su tortura había durado apenas un minuto; la de sus víctimas, días enteros. Ciertas cosas en esta vida no guardaban equilibrio.
Entonces me sucedió algo. Yo había contemplado el fin del Espectador sin inmutarme, con una rabia y una sensación de triunfo como llamas en una hoguera: a ratos menguando, a ratos cobrando fuerza. Pero cuando todo concluyó, me sentí consumida, marchita, como si hubiese pasado cincuenta años viviendo aquel único minuto. De repente no pude más, y sin pensar siquiera en salir de aquella cámara gélida o vestirme, caí de rodillas. Maldije mi vida, mi trabajo, pero sobre todo mi vida. Me quedé allí, doblada sobre el vientre, como un despojo humano, llorando incontrolable. Por mi cabeza pasaban imágenes de mis padres, de Vera, de Miguel, del doctor Valle... No quería pensar que también lloraba por el Espectador con un llanto rabioso y hondo, y por la necesidad de comprender lo incomprensible, de otorgarle un sentido a las cosas.
¿Quién es el culpable?
Cuando logré tranquilizarme, caí en la cuenta de que me había olvidado del niño. Decidí ir en su busca. Lo vi nada más abrir la puerta. Me esperaba de pie en el pasillo, el rostro en sombras bajo la gorra y las rastas, sosteniendo algo que en ese instante volcó sobre mí. El líquido grasiento me empapó de pies a cabeza. Apestaba a gasolina. Al verle sacar una pequeña caja del bolsillo de sus bermudas, alcé las manos.
—¡No, Pablo...! —grité, horrorizada.
Su rostro inexpresivo brilló durante un segundo a la luz de la cerilla encendida.
Entonces me la lanzó.
El psinoma.
La expresión matemática de nuestro placer.
Ahora parece que hace siglos que se descubrió, pero aún no han pasado cincuenta años. Sung Yoo, Giacomo Pallatino, David Alien, Charles Bliss, Nathalie Parks..., sus nombres no te sonarán, pero ellos demostraron su existencia. Y los experimentos de David Sun lo llevaron a la práctica.
Una pared azul, una sábana roja, una chaqueta negra, un cuerpo desnudo, un gesto o una voz te producen distintos grados de placer. Es un placer tan sutil y cambiante como la forma de las nubes en el cielo, ni siquiera tú lo percibes siempre. Sin embargo, los ordenadores cuánticos lograron computarlo y clasificarlo
en folders.
Cada
folder
es como el código genético del deseo de una persona: ahí está escrito, mediante números. Se le llamó «psinoma». Luego se comprobó que podían agruparse según características comunes. A cada grupo se le llamó «filia». Hay cincuenta y ocho clases de filias identificadas en la humanidad.
Sorpresa. Resulta que, frente al mismo estímulo de placer, tú reaccionas igual que todos los que poseen tu misma filia: te rascas la pierna, subes la ceja, te aclaras la garganta, dices «te amo», lloras, tienes un orgasmo.
No puedes
hacer otra cosa.
Más sorpresa. Si el estímulo es muy intenso, quedas poseído. Significa que te conviertes en su esclavo. Haces
cualquier cosa:
te matas, matas a otros, torturas, violas.
¿Y sabes lo más divertido? Que los estímulos pueden representarse.
Fingirse.
Como en un teatro, con un vestuario, unos gestos, una luz, una voz. A eso se le llama «máscara». No importa si eres ciego, sordomudo, retrasado mental o genio: si la máscara está bien hecha, la percibirás de una forma u otra, sentirás placer, quedarás poseído.
A partir de ahí, cualquier conjetura vale. Quizá hayamos nacido predestinados, y luego el azar nos selecciona. Quizá un asesino en serie se diferencie de otras personas por la clase de estímulo que recibió cuando aún estaba desarrollándose. En una sesión a puerta cerrada del Congreso de los Estados Unidos, la doctora Nathalie Parks llegó a proponer que se revisaran de arriba abajo las leyes. Si no tenemos otro remedio que hacer lo que nos gusta, ¿por qué encerrar a unos cuantos? ¿Por qué condenarlos? ¿Por qué ejecutarlos? Se requería, exigió, una amnistía universal.
No le hicieron caso. Prefirieron crear a los cebos.
—Comprendo —dijo Seseña.
No, no comprendía, pero me pareció natural. Gonzalo Seseña, joven y virginal abogado de cabello curiosamente grisáceo, rostro atractivo y ademanes amables, era el nuevo Comisionado de Enlace tras la muerte de Álvarez. Había sido nombrado con urgencia el fin de semana, como suele ocurrir en este país, tan solo para tapar el agujero, y andaba como perdido en aquel mundo. El primer deber que le había reportado su cargo había sido visitarme en el CDE, el Clínico de Defensa Especial, pomposo nombre para el hospital donde nos trasladaban cuando nos estropeábamos, y que todos llamábamos «el Taller». Era domingo por la mañana, y Seseña no se había afeitado, no llevaba corbata, su traje gris estaba arrugado y parpadeaba constantemente. Los guardaespaldas, más elegantes, lo rodeaban como devotas gallinas al nuevo polluelo, instándolo a que adquiriese conciencia de ser importante, pero Seseña se sentía cómodo en el rol de aprendiz.
Tras presentarse de manera oficial, no había parado de hacerme preguntas técnicas, que yo procuraba responder, en parte, porque su compañía me resultaba agradable.
—¿Y Shakespeare? ¿Qué pinta en todo esto?
—Es solo una teoría de Gens, pero muchos la admiten... —Y me enrollaba.
—Comprendo —repetía Seseña tras escucharme. Estaba sentado a los pies de la cama de mi espaciosa habitación de hospital. Era un hombre realmente guapo, pero a diferencia del
perfi
Nacho Puentes no parecía vivir de contemplarse constantemente en el espejo—. Por cierto, ¿cuál es mi filia? ¿Puedes saberlo nada más verme? —Le dije que creía que era fílico de Aura y pareció impresionado—. ¿Y eso qué significa?
—La filia de Aura significa que tus ojos miran siempre a mi alrededor, examinan el decorado antes que a la persona. Hiciste eso al entrar en esta habitación: lo miraste todo antes de saludarme. Y cada vez que te hablo te mueves un poco. Te inquieta obtenerme de manera aislada, saber que existo fuera de un contexto... Necesitas encajar a los demás en una imagen prefabricada. La obra que habla de ella es
Antonio y Cleopatra:
los protagonistas no están enamorados el uno del otro, según Gens, sino de las imágenes y el contexto que cada uno representa para el otro. Son dos fílicos de Aura.
—Puedo quedarme inmóvil aunque me hables —propuso, sonriendo.
Yo sonreí también, encantada con su ingenuidad.
—Sí, pero... ¿Ves? He comenzado a decir «sí», y has parpadeado dos veces seguidas muy rápido, lo cual también es síntoma de Aura... Resulta imposible hacer algo en contra de nuestro psinoma... Sería más fácil parar el corazón a voluntad.
—Comprendo.
En ese instante Padilla intervino con su brusquedad habitual.
—Perdona, Gonzalo, ¿y si dejas para otro día la segunda parte de «Todo lo que quiso saber sobre el psinoma y nunca se atrevió a preguntar»? Mi chica está agotada...
—Disculpa, Julio —cortó Seseña con suave firmeza—, pero soy nuevo en esto y ya tengo a una legión de abogados detrás de mí queriendo saber por qué su cliente, el afamado director de AZ-Sec, pudo suicidarse golpeándose la cabeza cincuenta veces contra el suelo... ¿Qué te parece si les doy tu teléfono y respondes tú?
—¡Por Dios, Gonzalo! —barbotó Padilla—. ¡El «afamado director» se cargó a más de veinte muchachas solo en Madrid! ¡Y si contamos con su etapa de Bruselas, podría entrar en la nómina de las Grandes Bestias, con Chikatilo y compañía!
—No estoy diciendo que...
Pero Padilla ya estaba suelto y nada podía pararlo.
—¡Y su querido niño, el hijo de los Monster, el que ahora está liado con cubos de plástico y rodeado de psicólogos! ¿Sabes lo que quería hacer ese angelito de las rastas?
—Diana ya
sabe
lo que quería hacer, y yo también —dijo Seseña.
Era cierto. No solo lo sabía, sino que cada vez que lo oía mencionar mi cuerpo volvía a arder. Había ardido veinte veces en la imaginación mientras aquella cerilla volaba hacia mí. Solo me había salvado el simple hecho de que mi agresor era un niño. Un adulto jamás habría pretendido
golpearme
con el fósforo: lo habría dejado caer en el charco de gasolina. Pero Pablo era un niño, a fin de cuentas, y me lanzó el proyectil como si yo fuese un mutante en un juego virtual. «¡Muere, monstruo!» La cerilla se apagó como una estrella fugaz en mitad del trayecto, ni siquiera me rozó. Fue una especie de milagro. Ello me permitió correr hacia él y reducirlo intentando no hacerle daño.
Pero el daño ya estaba hecho, y era mucho mayor que la pérdida de mi meñique izquierdo o la posibilidad de haber sido quemada viva: era aquella carita tersa convertida de repente en el rostro de una barracuda dando dentelladas en el aire, mientras yo sujetaba su cuerpo con el mío desnudo y empapado de gasolina. El peor daño era aquello en que se había transformado Pablo. Si el Espectador merecía la condena eterna, razonaba, era por esa única víctima. Porque, a diferencia de las chicas torturadas, el niño no había tenido
otra vida antes.
Ni tendría otra después; residiría para siempre en el infierno que su padre le había construido.
Cuando el huracán Padilla perdió fuerza, Gonzalo Seseña restauró la calma.
—Solo pretendía entender de qué va todo esto, Julio... El asesino más peligroso que ha tenido Madrid desde hace años ha sido capturado con métodos, digamos, poco convencionales... Necesito conocer el terreno que piso... —Se levantó de la cama y miró a su alrededor («mirada de palacio», como definía Gens esa cualidad del Aura). Luego me sonrió—. Siento haberte hecho tantas preguntas. Sé que debes descansar. —Tras felicitarme «en nombre del presidente y el ministro», huyó con sus guardaespaldas.
Padilla meneó la calva cabeza cuando nos quedamos solos.