El cebo (40 page)

Read El cebo Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: El cebo
6.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Es preciso —pensé—. También por ella.»

—Renard —insistí con suavidad—. Lo capturaste tú.

—Él fue quien me capturó a mí —dijo con sorprendente exactitud.

—No. Él solo te secuestró y te hizo daño, Cecé, pero tú lo envenenaste, le quemaste el alma... ¿Recuerdas cuando hablábamos de quemarle el alma a los
psicos?

—Renard —murmuró mirando hacia un punto del jardín, como si hubiese visto a Renard allí de repente, alzándose sobre los setos.

—Tú lo lograste, Cecé, le quemaste el alma a ese monstruo. A Renard. A pesar de que te tuvo encerrada un mes entero en esa especie de... de cueva subterránea al sur de Francia, cerca de Toulouse, creo... —Me había inclinado hacia delante y hablaba despacio, mirándola con la fijeza con que miramos la débil capa de hielo que nos disponemos a pisar—. Ese antro que me contaste, de paredes de piedra...

—Mi vida, Jirafa. —Abrió los ojos—. Mi vida se pierde como una meada al sol.

Insistí con suavidad.

—Esa cueva, Cecé... ¿Recuerdas? Donde te encerró...

—Eran de madera... Paredes de madera...

Me callé y la escruté sin distinguir nada en ella muy diferente de la soleada calma de las hojas que tenía detrás. Pero al menos ahora sabía que su memoria era accesible. Aunque yo recordaba bien lo que me había dicho tiempo atrás sobre el lugar donde había estado encerrada, pretendía que fuese ella misma quien lo repitiera.

—Sí, de madera, eso es... —Asentí—. Me decías que a veces pasabas mucho rato acostada y solo veías el techo... Debes de recordar muy bien ese techo... Era liso, creo.

—Me alegro de verte, Jirafa... —dijo—. Eres una
super-woman.

—Yo también a ti, Cecé.

—Hemos vivido tantas cosas juntas...

—Desde luego, pero lo de Renard lo hiciste tú sólita.

—Sí, yo —concedió.

—Te tuvo un mes, un mes allí dentro... —De repente necesité una pausa: hablarle así me quemaba la garganta. Respiré hondo y proseguí—. Un mes en aquel sitio horrible, de paredes de madera, con tantos pasillos oscuros... y aquel techo...

—Solo uno.

Me detuve.

—¿Cómo?

—Creí que eran varios, pero solo era un pasillo, recto... —Alzaba un índice huesudo y en su muñeca advertí la cicatriz de los grilletes con los que Renard la había encadenado. Sentí que el corazón me latía tan fuerte que pensé que Claudia podía oírlo, pero de repente comprendí que ni siquiera me veía: era como si dentro de sus ojos hubiese entrado alguien y proyectara su sombra en las pupilas—. Al principio no lo supe... Me vendaba los ojos al llevarme de una celda a otra... Luego me quitó la venda. Es difícil hacer máscaras sin ver... —Asentí, animándola—. Pero yo las hice incluso antes... No paré de hacerlas, Jirafa... Lo intenté todo... «No te rindas, no te rindas», me decía...

—¿Quién? —la interrumpí.

—¿Qué?

—¿Quién te decía «no te rindas, no te rindas»?

Sonrió acariciando la manta que la cubría. El jardín estaba en silencio. De vez en cuando un coche lo perturbaba tras la valla oculta por los setos.

—El doctor Gens siempre nos decía eso, Jirafa.

—Sí, pero hablábamos de Renard.

—¿De Renard? —Parpadeó varias veces y su semblante pareció alterarse como una vela al calor de la llama. Decidí escoger otro camino.

—No importa. ¿Recuerdas las habitaciones?

—Las celdas.

—Eso es, las celdas.

—Sin barrotes... Puertas de madera... A veces me dejaba dormir en el suelo... Siempre creyó en mí, me enseñó tanto...

Mi boca se secó. Algo así como el roce con un reptil erizaba mi espalda.

—Ahora hablas de Gens, Cecé.

—No, de Renard... Me tuvo un mes allí dentro...

—Pero te referías al doctor Gens. Dijiste «creyó en mí, me enseñó tanto»...

—Sí, Gens. Confiaba en mí. Me tuvo un mes allí dentro, pero yo quemé su alma...

—¿Hablas de Gens o de Renard, Cecé?

La dulce voz de Nely, desde la casa, no sonó tan dulce como de costumbre.

—Oye, perdona, creo que será mejor que pares... La estás poniendo fatal...

Ignoré a Nely, que se aproximaba, y acaricié el hombro de Claudia.

—Cecé, por favor, haz memoria... ¿Viste a Gens en aquel lugar? ¿Viste al doctor Gens
mientras estabas en esas celdas?
—Sus ojos no cambiaron, siguieron mirándome con vacua ferocidad. Pero sus labios temblaban—. Claudia, ¿me oyes...?

Un cuerpo se interpuso entre ambas.

—¡Ya está bien! —proclamó Nely, imperiosa, abrazando a su pequeña—. ¡Mira cómo la has puesto! Ya, ya... No pasa nada, aquí estoy... —Solo se interrumpió para lanzarme dardos de fuego con la mirada—. Será mejor que te vayas de una vez, Diana...

Me disculpé, me despedí de ambas y comencé a recorrer el camino hacia la cancela. Mientras me alejaba escuché de nuevo la voz de Claudia, soñadora:

—Había números y letras en las vigas... Yo los contaba... Dos a, tres be, cuatro...

27

«Por favor, contesta, Miguel.»

Lo llamé a casa y al móvil varias veces, sin obtener más respuesta que el buzón de voz. Recordé entonces que, cuando me visitó en el Taller, me había dicho que pasaría el fin de semana en Los Guardeses preparando cebos para la operación contra la banda de trata de blancas del sur. Sabía que acostumbraba a desconectar el teléfono cuando trabajaba. Al fin decidí dejarle un mensaje, pidiéndole que me llamara. Hablé de forma natural, para no levantar sospechas en caso de que alguien estuviese escuchando.

En aquel momento cualquier cosa me parecía posible.

Pasaban de las ocho cuando entré en la ciudad. Anochecía, pero no soportaba la idea de regresar a mi solitario apartamento. No después de lo que sabía, o creía saber, tras visitar a Claudia. Necesitaba hablar con alguien. De repente supe con quién.

Ni siquiera lo llamé para avisarle. Era domingo y la consulta estaría cerrada, pero él me había dicho dónde vivía, agregando que podía ir a verlo cuando quisiera.

El edificio era lujoso, aunque poseía aires de isla solitaria o fortaleza amurallada. Un conocido club nocturno en los bajos empezaba a recibir clientela. Pulsé el número de su piso pensando que si no lo encontraba, o no deseaba recibirme, intentaría ir a Los Guardeses. Pero, tras el escrutinio de dos cámaras de seguridad, el portal se abrió.

Me aguardaba diez plantas más arriba, en el umbral del domicilio.

—Dios mío —dijo al verme.

El doctor Arístides Mario Valle se hallaba como siempre, atildado y perfumado, con una elegante camisa verde claro con los faldones por fuera y un pantalón haciendo juego en color tapete de billar. El níveo cabello estaba bien peinado y sus gafas sin montura mostraban los cristales relucientes.

—Estoy bien —le dije, porque sabía que mi aspecto indicaba lo contrario—. Sé que me he presentado de sopetón, pero si interrumpo algo, me marcho. En serio.

—No, no interrumpes nada. Pasa.

El piso, amplio y confortable, se adornaba con luces indirectas y objetos de arte indígena, como la consulta, y revelaba dinero y buen gusto. Una enorme pantalla en la pared del salón ofrecía noticias sin sonido. Valle se sentó, o más bien se dejó caer, en un puf y me ofreció un cómodo sillón anatómico.

—Sabía que habías sido tú —dijo mientras estudiaba con expresión dolorida mis heridas de guerra en el rostro y la mano—. Lo sabía. Lo supe en cuanto dieron la noticia el viernes, pero no quise llamarte para respetar tu... tu trabajo.

—Hiciste bien. Te lo agradezco.

—¿Cómo estás? —Hablaba en susurros, como si los ruidos pudieran romperme.

—Bien, de veras. Salió bien. —Me miré el vendaje de la mano y sonreí—. Supongo que pudo salir mejor, pero también peor.

—¿Quieres hablar de ello?

—No hay mucho que contar. Lo hice, y eso es lo que importa.

Valle tomó aire mientras asentía, y de repente me ruboricé, como si le hubiese hablado de una aventura sexual.

—Perdona —dijo tras un silencio—, estoy aquí, sentado como un idiota... —Se levantó y movió la mano en el aire. El televisor se apagó y una música suave de jazz llenó el espacio—. ¿Quieres tomar algo? Si no es muy tarde para ti, puedo hacer café.

—Un refresco estará bien.

Miré alrededor mientras Valle iba a por las bebidas. Había cierto desorden en la pulcritud que me rodeaba: papeles de impresora subrayados, un libro abierto y colocado bocabajo, cuadernos y un
notebook
en una mesa central, junto a un diván cuya mullida superficie presentaba huellas de uso reciente. Todo indicaba que Valle había estado dedicado a leer y escribir antes de mi llegada. El libro era una traducción al castellano del
Timón de Atenas
de Shakespeare. En las paredes había máscaras tribales y una serie de holografías, algunas dotadas de movimiento. Me acerqué a contemplarlas. Eran un bonito recorrido por la vida de Mario Valle: junto a los amigos, junto al rey de España, junto a gente barbuda y sabihonda. Otras mostraban a un Valle juvenil, delgado, sudoroso, bajo un sombrero de paja, rodeado de un grupo de nativos del Amazonas.

—Conviví varios meses con algunas tribus antes de marcharme de mi país —me dijo al ofrecerme el vaso—. Me enseñaron el valor de la dignidad por encima de cualquier ventaja material. La sociedad moderna los ha invadido por los cuatro costados, pero no renuncian a seguir solos, orgullosos de sí mismos y de su sabiduría ancestral. Creo que tú y yo tenemos algo en común con ellos... Por ti —agregó alzando su vaso.

—No me siento muy orgullosa de mí misma —dije tras el brindis—. Hago mi trabajo, nada más.

—Tu humildad es loable —declaró Valle—, pero se debe a que te han enseñado a ser herramienta, no a manejarlas. Deberíais ser noticia, tú y tus compañeros... —Señaló el televisor—. Han estado horas hablando de la muerte de ese loco... Todo el mérito para la policía, ninguno para ti.

—Yo soy también la policía.

—Por supuesto. Ya sé que estoy diciendo una idiotez. Sois «materia clasificada», claro. Pero, bueno, me jodió que no se reconociera tu... labor.

Pensé decirle que, puestos a elegir, prefería la celebridad de las víctimas antes que la de los cebos, pero quise cambiar de tema, en parte para interrumpir aquella atmósfera sentimental que el tono suave y las miradas fijas de Valle dejaban en el aire.

—Gracias por recibirme, Mario.

—No digas tonterías. Me alegra mucho que hayas venido. No sabes cuánto.

Hice un gesto hacia la mesa y sonreí.

—¿Has estado haciendo los deberes?

—Bueno, ya me habían presentado al gran William, pero ahora lo leo con más cuidado. —Valle imitó mi sonrisa y cogió el libro—. ¿Conocías esta obra?

—Las conozco todas, es parte de mi trabajo. Timón es el hombre rico, generoso e ingenuo que, al quedarse sin dinero y perder a todos sus amigos, decide irse... —Hice una pausa y puse cara de mala—. ¿... al Amazonas?

La carcajada de Valle, por primera vez desde que lo conocía, fue estentórea.

—Te recuerdo que el psicólogo soy yo. —Me apuntó con el libro—. Pero en parte tienes razón, me siento identificado con él. No soy misántropo, pero tampoco precisamente filántropo. La humanidad no da para mucho. Lo curioso es la interpretación que ofrecía Víctor Gens sobre la obra... Saqué un texto suyo de internet... —Cogió los papeles subrayados—. No menciona las máscaras, desde luego, pero dice que Timón, en la segunda parte, cuando aparenta despreciar a todos, es más generoso que nunca. Tanto, que se da por completo, en cuerpo y alma, para que beban su sangre y coman su carne... Como Cristo... y los cebos. —Me miró.

—En realidad se refiere a la filia de Crueldad —comenté—. Para enganchar al fílico de Crueldad, tienes que fingir que, por mucho daño que quiera hacerte, jamás llegará a dañarte de verdad, porque tú deseas sufrir más. Eso lo bloquea... La clave, según Gens, está en la actitud de aparente desprecio de Timón.

Valle me escuchaba meneando la cabeza. Cuando acabé dijo:

—Querida Diana, permíteme que te diga que tu profesión es...

—Una putada, ya lo sé.

—Sí, del todo.

Soltó el libro y los papeles sobre la mesa. Aproveché para agregar:

—He venido a contarte algo, Mario.

—Oh, esa es la
putada
de mi profesión: todos quieren contarme algo...

Hubo un silencioso embarazoso que ninguno de los dos supimos romper. Mario Valle se mostró torpe al ofrecerme de nuevo el asiento mientras él regresaba al puf y apagaba la música. Luego apoyó los codos en los muslos y la barbilla en ambos índices, adoptando una actitud profesional. El rubor teñía sus mejillas de color cereza.

—Lo siento —dijo—. Cuando me pongo idiota, soy muy idiota.

—No, por favor. Yo soy la que ha venido sin avisar.

—No sé quién dijo que los hombres dejamos de usar la cabeza cuando nos la besan —murmuró, y sonreímos torpemente—. Quizá fue Erich Fromm —añadió en tono de broma.

—Cuando os besan... ¿qué cabeza? —insinué, y soltó otra vez aquella carcajada, insólita para sus calmadas maneras.

—¡Eso ya
no
es de Erich Fromm! —Reímos. De pronto noté que me sentía relajada, capaz de hablar. Valle me animó con un gesto, y la seriedad de mi cara lo contagió.

—Supongamos —comencé— que te digo que me han engañado. En mi trabajo.

Se irguió bruscamente, como si lo hubiese acusado a él.

—¿A qué te refieres?

Se lo expliqué. Le hablé de Claudia Cabildo y de Renard. En un momento dado me interrumpí para quitarme la cazadora con cierto esfuerzo, porque me dolía el brazo izquierdo. Debajo llevaba una simple camiseta púrpura, de un tono similar al de algunos de mis hematomas. Valle se levantó y me ayudó cortésmente.

—No recuerdo esa noticia —dijo tras regresar al asiento.

—No se hizo pública. En teoría, Renard era un pez mediano que necesitaban para capturar al grande, un simple jefe de una banda mafiosa de Marsella a quien querían hacer confesar y no sabían cómo, pero también un
psico
de los buenos...

—¿Un qué?

—Un psicópata. Torturaba personalmente a sus víctimas y tenía la costumbre de dejar muñecas rotas y ahorcadas junto a los cadáveres. Era fílico de Crueldad, precisamente. —Señalé el
Timón
—. El problema más gordo era que conocía la existencia de los cebos y resultaba peligroso. Encargaron el caso al doctor Gens, y él eligió a mi compañera Claudia para infiltrarse en sus filas... El montaje era el clásico: Renard sospecharía tarde o temprano de ella y querría interrogarla. Entonces ella lo poseería, lo interrogaría a él y luego lo eliminaría. Pero algo falló. Renard la encerró en un zulo al sur de Francia y la trabajó durante un mes, y Claudia no logró engancharlo. Lo intentó de diversas maneras, sin éxito. En cambio... Renard

tuvo éxito con ella.

Other books

El día de los trífidos by John Wyndham
The Queen of Bedlam by Robert R. McCammon
Redemption by Laurel Dewey
Darkvision by Cordell, Bruce R.
Students of the Game by Sarah Bumpus
Blue Fire and Ice by Skinner, Alan