En un momento dado, el Espectador pareció perder la paciencia. Se limpió con una servilleta de papel y señaló los envases vacíos sobre la mesa.
—Recoge todo esto, Pablo. Yo voy abajo, a por las cosas.
Cuando lo vi desaparecer por la puerta del fondo, tras marcar un código de seguridad, me concentré en actuar. Me dolían las rodillas por la postura y el muslo derecho por el golpe contra la mesa, y seguro que sangraba. La mejilla junto a la comisura del labio se me había hinchado como si masticara una patata, y seguía teniendo sed y ahora también hambre y ganas de orinar. Hice acopio de todo eso para convertirlo en emoción. Eran molestias físicas, pero las transformé en un tono de voz.
—Pablo.
El niño recogía los envases vacíos de los bocadillos. Me miró.
—Pablo, tú me ayudas a mí, yo te ayudo a ti, ¿vale?
No respondió. Eché un vistazo a la puerta del fondo. El Espectador la había dejado entornada después de bajar las escaleras hacia el segundo sótano: yo había oído los pasos. ¿Cuánto tardaría en regresar con «las cosas»? No creí que mucho. Y quizá me vigilaba con cámaras ocultas, de modo que no tenía nada que perder si probaba.
Gens había dicho: «El niño podría ser la clave. Es improbable que te considere una aliada, pero, aun así, intenta reclutarlo».
Pablo seguía limpiando y arrojando los restos a una papelera metálica también blanca. Se le cayó una lata, como a su padre momentos antes, pero repitió la operación pacientemente y no quedó satisfecho hasta que la tapa de la papelera se cerró por completo. «Es obsesivo para sus tareas», pensé. Probé a acentuar su aspecto práctico.
—Si me ayudas, te prometo que tu papá no te hará ningún daño. Seremos dos.
—No podemos vencer a mi padre —dijo de repente—. Es muy fuerte.
—Pero podemos escapar.
—Nos pillaría. Papá corre mucho.
—Tú conoces este lugar. Nos esconderíamos en el campo. —No, yo no sé esconderme bien.
Hubiese sido un error presionarlo. Lo vi manipular algo y cambié de tono.
—¿Qué es eso?
Se encogió de hombros. Era un pequeño juguete que había sacado de una bolsa transparente, y que quizá venía incluido con la compra de las patatas fritas o las golosinas: una calabaza negra sobre una varilla flexible. Al agitar la varilla, los ojos de la calabaza chisporroteaban y se oía una voz ululante. Recordé que faltaba menos de una semana para la noche de Halloween. Tras agitarla un par de veces, el niño pareció cansarse y dobló la varilla como si quisiera romperla. Lo vi tan entregado a esa nueva tarea que se me ocurrió utilizarla para ganarme su confianza.
—No vas a poder partir eso así —le dije—. Se dobla demasiado.
—Uno de mi clase lo hace —declaró—. Se llama Naru y es hindú, no indio.
—Bien por Naru. Pero ¿qué quieres hacer? ¿Sacar la calabaza?
—No, partir esto.
Tras plantar una bota amarilla sobre la varilla y tirar sin resultado, se la llevó a los dientes. Observé que sobre la mesa sin agujeros reposaba el cúter eléctrico. Pero tuve cuidado de no mencionárselo: no parecía ser la clase de niño que olvidaría utilizar lo más evidente si se daba el caso. Me puse a pensar como él para intentar ayudarlo.
—Escucha, si tiras más, te harás daño en los dientes. Ese plástico es más duro que un chicle. Haz esto: muérdelo y dale vueltas sin dejar de morderlo. Tuércelo. —El niño obedeció—. Así. Ahora, tira de un lado a otro...
—Da igual —dijo de repente y contempló el trozo mordido. Luego echó el juguete a la papelera. La calabaza ululó un poco y guardó silencio.
—Pablo, ¿sabes cómo se abre esta argolla? —Alcé el mentón para que me mirara.
—Sí. Yo puedo abrirla. Es fácil.
—Y luego podrías cortar las gomas de mis manos con ese aparato... —Cabeceé hacia el cúter—. ¿Qué te parece? Podrías hacerlo, ¿verdad?
Pareció reflexionar. La obligatoria postura de rodillas empezaba a atormentarme. Cambié el peso de una rótula a otra.
—¿Eres una de esas trampas? —preguntó, mirando el cúter y luego a mí.
—No, no soy una trampa, Pablo.
—Si te ayudo, papá irá a la cárcel.
Yo pensaba de prisa.
—No, irá a un hospital. Allí lo curarán.
—¿Papá está enfermo? —El rostro bajo la gorra azul no cambiaba de expresión.
—Bueno, primero tendrán que examinarlo, ¿no? Quizá no lo esté, pero hay que saberlo. Tenemos que ayudarlo también a él... Tú no quieres que él siga haciendo las cosas que hace, ¿verdad? —Miraba de reojo la puerta, atenta a cualquier sonido.
—¿Qué cosas?
—Esas cosas que hace... que nos hace a las chicas...
—No sois chicas, sois putas.
No lo dijo siquiera con impaciencia, sino como si yo hubiese pronunciado mal una palabra y él me corrigiera. Ignoré su comentario y sonreí.
—Pablo, si estoy libre cuando tu papá vuelva, lo convenceré de ir al hospital...
—¿Y si no quiere?
—Entonces haré lo que él me diga. —Las mentiras tenían que ser simples, y era preciso no dejarle reflexionar sobre ellas—. Y ahora, ¿por qué no pruebas a liberarme?
Una mirada al cúter. Otra hacia mí.
Yo aguzaba el oído, pero solo había silencio. La puerta por la que había salido el Espectador seguía inmóvil.
El niño cogió el cúter y se agachó a mi lado.
—Eso es, Pablo... —Lo animé—. No, espera... Antes quítame la argolla...
—No, primero las gomas. —Me sostuvo los antebrazos y tiró hacia arriba y atrás, obligándome a tensar la cadena de la argolla. Separé todo lo que pude las manos con el fin de facilitarle el acceso a la goma, pero lo que hizo fue atrapar mi meñique izquierdo dentro de uno de sus puños, extenderlo y, tras un sonido como de pistón, poner la hoja eléctrica en marcha.
Mi alarido fue cercenado por la argolla, ya que el inesperado dolor me obligó a saltar hacia delante. Quedé estrangulada durante una fracción de segundo pero volví a respirar al arquearme hacia atrás. Sabía que me asfixiaría si me desmayaba, lo cual no tardaría en suceder, porque la sangre se me iba de la cabeza al tiempo que me brotaba por el dedo, y aunque no la veía, la sentía tibia empapándome las perneras de los vaqueros. La vista se me nubló, y no pude seguir manteniendo la postura de rodillas con el torso alzado. La argolla empezó a ahorcarme.
Algo golpeó mi mejilla. Era mi dedo meñique: el niño me lo había lanzado.
—Muérete —dijo sin emoción.
Deseé obedecerle. Lo sentía mucho más por Vera que por mí, y pensé en ella fugazmente mientras cerraba los ojos.
Entonces una sombra ocultó las luces y me encontré tendida en el suelo con la mano izquierda en alto. El Espectador se inclinaba, reía, aplaudía.
Un grito. Abrí los ojos. Vi una cruz.
Era enorme, presionaba mi ojo derecho. Moví la cabeza y se convirtió en un aspa. Rozaba mis pestañas, las arañaba con su rugoso borde. Eran cuerdas. En la boca también las sentía, aunque podía sacar la lengua entre ellas. Me apretaban la cara, anudadas a mi nuca.
«Les ata la cara.»
Me sentía mareada, sudorosa. Desde donde me encontraba podía ver la papelera blanca con el juguete de calabaza sobresaliendo por el borde, burlón, oscuro. Deduje que no me habían trasladado de habitación. Pero mis condiciones sí habían cambiado.
Estaba recostada de lado en el suelo, y no tardé en darme cuenta de que me encontraba completamente desnuda. Me habían atado de nuevo como en el maletero, los tobillos a las muñecas, aunque ahora con cuerdas muy finas. El dolor de los brazos extendidos me hizo intentar agarrar las cuerdas. Al mover las manos, noté algo en torno al meñique izquierdo, una especie de vendaje endurecido. Recordé que me lo habían amputado. No experimentaba un intenso dolor, y supuse que era debido a algún tipo de anestesia. ¿Cuánta sangre había perdido? Tenía una sed endiablada y sentía la piel pegajosa de sudor y quizá de sangre seca.
El grito se repitió, más bien el chillido, penoso, ensordecedor. Gemí cuando se estrelló contra mis tímpanos. No se trataba de ningún juguete esta vez: era un ser vivo que sufría hasta extremos insoportables. Pensé en Vera, y me removí pese a las cuerdas. ¿La habían subido a mi sótano? ¿La estarían torturando junto a mí?
Intenté torcer el cuello y mirar, pero tras un esfuerzo agotador solo alcancé a distinguir las patas de la primera mesa. Las lámparas del techo me cegaban.
Dos pequeños pies de piel tersa y salpicada de sangre se detuvieron a medio metro de mi cara. Una cosa cayó junto a la papelera, la golpeó y rodó un instante sobre las baldosas. Oí la voz del niño:
—Se ha hecho caca.
Me quedé como hipnotizada. Olvidé, incluso, mis propios dolores, y hasta la preocupación por mi hermana pasó a un segundo plano. Había visto muchas atrocidades en mi vida, pero aquello me impresionó de una forma que no sabría explicar.
Era un cachorro. Quizá de labrador, no podía saberlo ni aunque hubiese sido experta en razas caninas. Nadie habría podido averiguar a primera vista el linaje de aquel bulto de pelaje oscuro, desfigurado de manera tan inmisericorde, con las patas cortadas y vendadas y los ojos como coliflores púrpuras. Pero no fueron tanto las heridas, antiguas o recientes, lo que más me aturdió, sino aquella especie de entrega, de resignación, aquel modo de permanecer allí donde había sido arrojado, como una vejiga que se hinchara respirando y gimiendo en una agonía que semejaba no tener fin.
El niño se agachó entonces. Vestía pantalones cortos y camiseta de tirantes con un número de jugador de baloncesto en la espalda, pero seguía llevando la gorra con visera sobre las rastas. Su ropa estaba manchada de sangre, y también tenía sangre en las manos. Recogió al perrito con un gesto de enfado y se esfumó de mi campo visual. Escuché varios aullidos más, luego nada.
Al instante la luz del techo volvió a desaparecer. Miré hacia arriba: la silueta con largas rastas parecía un ser de otro mundo.
Un chorro frío cayó sobre mi rostro, haciéndome parpadear. Pensé en cualquier cosa, ácido u orina, pero era agua.
—Bebe.
Yo tenía una sed abrasadora y giré la cara con avidez, pero al hacerlo la columna de agua se desplazó. Estiré el cuello, y el líquido quedó fuera de mi alcance.
—Bebe —repitió.
El agua caía ahora a un palmo de distancia. Giré el cuerpo aferrándome a las cuerdas y casi grité cuando me desplomé bocabajo, los pechos aplastados contra las heladas baldosas. Repté milímetro a milímetro. Mis manos y tobillos atados juntos se balanceaban en el aire y la aspereza de las baldosas me arañaba los pezones.
«Muévete. Bebe», era lo único que oía, una y otra vez, y el ruido del agua al derramarse a centímetros de mi rostro. Logré beber un poco lamiendo el suelo y capturando las gotas que rebotaban cerca, pero al final desistí, exhausta.
Entonces el agua dejó de caer, y de improviso una mano pequeña y fría se apoyó en mi mejilla y un objeto se introdujo en mi oído derecho. Podía ser un punzón. Su extremo puntiagudo invadió el conducto deteniéndose antes de llegar al tímpano. Quedé paralizada de pánico. El rostro del niño llenó de repente todo mi mundo: una tersura enorme de ojos fijos. En su expresión no había nada, ni siquiera diversión.
—Muévete o te lo clavo.
El rostro se apartó, pero el punzón siguió en mi oído. El agua volvió a caer y no me quedó otro remedio que contorsionarme como una posesa. De repente comprendí lo que el niño quería, y me esforcé en dárselo. No era diferente de lo que podía querer cualquier otro niño: quería jugar. Jugaba conmigo de la misma forma que lo había hecho con aquel cachorro, y me cortaría otro dedo o hundiría el punzón en mi oído si tales cosas le divertían más de lo que yo pudiera ofrecerle. No tenía que alcanzar el agua, tenía que entretenerlo. Eso era lo que se esperaba del juguete de carne y hueso en que me había convertido. De modo que no pretendí beber, ni siquiera arrastrarme realmente, sino
representarlo.
Le ofrecí el teatro de gruñidos, lengua afuera y espasmos en el suelo que deseaba contemplar, y al poco perdió el interés, retiró el punzón y se alejó. Yo seguía sedienta, pero mi oído se hallaba ileso.
Intenté concentrarme durante aquella pausa. Me costaba respirar, bocabajo como estaba, y al tomar aire mi espalda era la que se movía, tensando más la cuerda que me unía manos a pies. Descubrí que si hacía el esfuerzo de contraer el vientre podía llenar mejor los pulmones. El corazón me palpitaba como si el latido brotara del propio suelo. No creía que hubiese pasado mucho tiempo desde mi llegada al sótano. Los calambres y el entumecimiento no eran excesivos, y la anestesia, o lo que fuese aquella droga, seguía camuflando el dolor de mi dedo amputado. Ello me hacía pensar que habían transcurrido solo algunas horas. Sería viernes por la mañana, todo lo más. Imaginé que ambos se habían ido a dormir un rato y me dejaron allí, y el niño se había levantado antes a jugar con el cachorro. En todo caso, el padre no tardaría en llegar.
El hecho de que el Espectador hubiese regresado del segundo sótano a tiempo para detener la hemorragia y vendarme la mano no probaba que me vigilara, pero quizá sí lo hacía, y no solo con visores sino con cámaras normales. Luego me había desnudado, y atado con aquellas cuerdas. No creía que hubiese abusado sexualmente de mí mientras estaba dormida: más bien me había quitado la ropa para construir conmigo la materia degradada que luego destrozaría. Me sentía sucia, olía a sudor, orina y sangre, lo cual acentuaría mi aspecto de animal de matadero, listo para ser sacrificado. ¿Quién comenzaría de los dos? ¿Él? ¿El niño?
Maldije en silencio mi error con este último. Había intentado engatusarlo de forma
racional,
sin comprender que se hallaba fuera de mi alcance en ese aspecto. De hecho, era él quien me había engañado. Quizá contaba con una serie de reglas que obedecía en la escuela o con su padre, pero frente a mí, como frente al cachorro,
era puro psinoma.
«Materia ciega», lo habría llamado Gens, una criatura repleta de deseo sin restricciones. Conmigo llegaría allí donde su placer le dictara, sin que nada en mi persona lo detuviese: me abriría agujeros, me cortaría, me trituraría, atravesaría mi carne como una termita hasta quedar saciado. No había nada que hacer con él a nivel humano. Su pobre y corta vida junto al Espectador lo había convertido en eso. Tenía que haberlo sabido.
Había cometido un grave error, debido a lo nerviosa que me sentía por mi hermana, y lo había pagado muy caro.