—Y usted me reprochaba por no entregarme durante el juego.
—Lo hacía, sí. ¿Sabes por qué? Para aumentar tu placer. Gozabas más con las dificultades. Tu psinoma es puro escalofrío cuando te enfrentas a lo que te cuesta esfuerzo... Fílica de Labor, claro. Y ahora, por supuesto, el Espectador te atrae. Tú dices que quieres proteger a tu hermana. Yo digo que
él
es lo que más
deseas.
—Ya le he dicho que lo llame como quiera.
—Sí, pero importa conocer el motivo. Importa mucho. Te contaré algo. Seguro que todos estos años te has preguntado por qué quise desaparecer, por qué monté ese espectáculo con mi supuesta muerte. Bien, lo cierto es que... no me fui. —Emitió una risita—. Como en esos ejercicios en que tienes que excitarte sin quererlo, y luego enfriarte otra vez: decían que me quedara, pero me
animaban
a irme. Lo de Renard... En fin, llegó a las alturas y fue considerado no solo un fracaso, sino un escándalo. Habían agotado la paciencia conmigo, así que me dieron la patada. Pero «sin humillaciones», me dijeron... Si hubiesen podido, me habrían borrado solo del listín telefónico. ¿Sabes por qué? Porque yo era una cagada, pero era
su cagada.
No podían evitar tocarme, aunque fuese con guantes. De modo que querían que «desapareciese», y a mí se me ocurrió fingir mi muerte pública y a Padilla lo del balandro... Padilla se lo dijo a Álvarez, que a su vez, como ya sabes, es un lacayo de la Gran Puta de Babilonia, y todos lo aceptaron. Querían seguir utilizándome en la sombra. Ahora hago de «asesor» de Interior. Me desprecian, pero recurren a mí. Saben que soy inevitable. Lo saben desde hace quince años. Mira este barrio... El parque de la Bomba, edificado sobre un cráter de tres kilómetros cuadrados. Un par de cebos de infiltración, solo dos, hubiesen podido penetrar en la célula terrorista e impedir la masacre. Pero, en vez de eso, ¿a qué jugaron? A espías del siglo veinte: micros, vigilancia, análisis de red... La parafernalia usual. Sin comprender que ya nada tecnológico puede detener la locura... Solo un accidente fortuito hizo que todos esos kilotones que fabricaban estallaran aquí, en un barrio del extrarradio, en vez de en el centro. Diez mil víctimas. Veinte mil heridos. Un treinta por ciento más de cáncer en los supervivientes dentro del área de radiación. Después del 9-N se apresuraron a usar cebos. Y ahora... los políticos, no importa a qué partido pertenezcan, se miran entre sí avergonzados como travestidos en un vestuario, y dicen: «Oh sí, tuvimos que despedirlo. Metió la pata con Renard... Su chica, Claudia, falló y Renard la machacó... Pero necesitamos sus cebos. Necesitamos a Víctor Gens. Más que nunca».
La sirena de un vehículo de la policía se acercaba desde los confines de mi audición, pero Gens seguía con su rostro vuelto hacia mí, como si no la oyera.
—No recuerdo a qué venía esta historia... —dijo.
—Me contaba los motivos que tuvo para desaparecer.
—Ah. Pues ya lo sabes: les ayudo en secreto. Sus informes son también los míos.
—Pero se guarda datos —repliqué, y Gens, que ahora semejaba estar más interesado en la sirena, me miró—. Lo conozco, profesor. Se reserva teorías que no les cuenta. ¿Qué debo hacer para que me las cuente a mí?
En ese instante sucedió algo. O más bien, dos cosas.
Por un lado la llegada del coche de policía, enorme, frenético, que al detenerse en la esquina pareció lanzar al aire a sus ocupantes como impulsados por un muelle. Eran dos, uno de ellos mujer, pero parecían asexuados bajo aquellos uniformes con casco, tubos y controles. Solo en la cara se mostraban las diferencias. Eso sí, ambos parecían haber recibido los cursillos en la misma escuela, y adoptaron una posición clásica de disparo. Apuntaban hacia el supermercado. De este último emergió la segunda cosa, mucho más caótica, precedida de nuevos gritos (ahora sí estaba segura de que era un grito lo que había oído), insultos, confusión. Eran dos, igualmente, armados, y uno también era mujer. Reconocí a la de la boina de cuero que había entrado momentos antes en el local. Sudaba, bufaba y miraba como una fiera bajo la visera, pero algo en su robustez y sus manos enormes hacía pensar que podía ser hombre, o transexual. El otro tenía los ojos achinados, pero quizá era tan español como ella. Cada uno llevaba un rehén: la mujer agarraba del cuello a un empleado de uniforme blanco apuntándole con una larga fragmentadora, su compañero retenía a una mujer embarazada. Todos gritaban a la vez.
La mujer policía les dio el alto y la de la boina hizo girar el cañón de la fragmentadora hacia ella. El brutal estampido me hizo parpadear. Luego me pregunté qué podría haber hecho para impedir aquello, y me respondí que nada. La de la boina había disparado al tuntún, pero se trata de un arma con la que hasta un niño puede matar. El hombro izquierdo de la agente saltó en pedazos —haciendo honor al nombre de «fragmentadora»— y su cuerpo rebotó contra un árbol y acabó tendido a varios metros de distancia. Su compañero gritó joder, hostia, cosas así, y alzó los brazos, rindiéndose.
—¿Qué haces, coño? —chilló el achinado hacia la de la boina—. ¿¿Qué has hecho?? ¡Has jodido a un policía!
—¡Iba a dispararme! —gritaba su compañera, más bien vociferaba—. ¡A dispararme!
En el segundo siguiente pude pensar. Y lo primero que pensé fue: «Pero ¿y el resultado? ¿Qué se llevan, aparte de rehenes? ¡Ni siquiera han atracado la sucursal de al lado! ¡Es un supermercado, por Dios! ¿Qué han conseguido?». Supe de inmediato que no era eso. Estaban aterrorizados, claro: ellos y nosotros, pero ellos mucho más. Quizá también drogados. Al día siguiente el conjunto merecería tres centímetros de espacio en una pantalla de ordenador: «Atraco a un supermercado en Madrid se salda con...». No era
nada,
no era el 9-N, solo dos idiotas. Eso también resultaba espantoso.
—¡Al coche, coño! ¡Al coche!
—¡Nos van a identificar! —gritaba la loca de la boina—. ¡Esos! ¡Nos han visto!
Y de súbito, Gens y yo, sin tiempo siquiera para el susto, nos dimos cuenta a la vez de la situación: la locaza de la boina controlaba nuestras pobres vidas. Y nuestras vidas le inspiraban profundo temor.
Mientras el chino usaba a la embarazada para escudarse hasta llegar a la portezuela de la furgoneta (pero por el lado del copiloto, más protegido), la Gran Jefa retrocedió y nos pasó revista con ojos desorbitados. Una mata de pelo teñido de violeta le caía bajo la boina, y yo veía una bota de cuero y algo así como un top turquesa detrás del uniforme del aterrorizado empleado. Pensé que podía ser una filia de Desinhibición.
—¿Qué miras, cabrón de viejo, coño de viejo? —Había alzado de nuevo la fragmentadora y apuntaba hacia Gens, que se hallaba, como yo, a unos cinco metros.
«Va a disparar», fue lo segundo que pensé. Vi la cara de Gens blanca y perlada como una zapatilla de bailarina. Vi a Gens muerto. Ni siquiera ocuparía espacio informático en esta ocasión, porque Gens
ya estaba muerto.
Acaso se me permitiera revelar la verdad en mis memorias, cuando tuviese ochenta años: «Vi a Gens morir, esta vez en serio, de la manera más cutre que puedan imaginar: destrozado por la fragmentadora de una
drag-queen
drogada que salía de un supermercado, quizá tras robar embutidos...». Un latido del corazón. Dos.
La fragmentadora es un subfusil de dos cañones con cables unidos a la muñeca. Posee un detector de objetivo y otro de movimiento que obliga a la mano a girar para impedir que seas tomado por sorpresa. Incluso en España puedes adquirir una fragmentadora a través de la red, en sitios como www.vitranz.com. Pago contra reembolso. Total discreción. Admiten VISA. Es un arma poderosa.
Yo también.
Las posibilidades a favor de una filia de Desinhibición eran pocas, pero tampoco contaba con más tiempo ni más opciones. «Conoce a tu presa —decía Gens cuando me entrenaba—. Observa cada gesto, escúchala, averigua lo que desea. Y
complácela.»
Un latido. Me quité las gafas de sol para despejar la mirada. Dos latidos. «Ten conciencia de tu ropa, tu postura y el escenario que te rodea.» Alcé ambos brazos a la misma velocidad, para atraer su atención antes de que disparase a Gens. Gané otro latido. La fragmentadora desvió su horrible y oscuro rostro. Ahora la
drag-queen
me había elegido a mí como objetivo. Desvié la vista, separé las piernas y tensé los músculos. «El psinoma es como un pulpo invisible: extiende sus tentáculos y te palpa. Toca tu sexualidad, tu inconsciente, tus pensamientos.» Replegué la conciencia. Me
enfrié,
como decimos en la jerga. Gané otro latido. Pero sentí que mi presa solo titubeaba. Iba a dispararme. En un escenario adecuado —ensayábamos Desinhibición en la granja, frente a una pared bajo luces rosadas— mis gestos hubiesen sido decisivos. Pero no contaba con un escenario. «Improvisa. Eres una actriz. Te están mirando. Improvisa...»
Tres latidos. La máscara de Desinhibición se basaba en cambiar la percepción sexual con gestos, como en esas obras de Shakespeare en las que un hombre finge ser mujer que finge ser hombre que finge ser mujer. Decidí usar el abrigo. Con la mano derecha cerré las solapas ocultando el pecho. Tenía el cabello sujeto en un moño alto, así que alcé el rostro hasta disimular este último de forma que mi pelo pareciera muy corto a ojos de mi presa. Y de inmediato doblé la cintura y separé las solapas con la mano izquierda mostrando la ondulación de los pechos bajo la malla. Un ser andrógino.
Casi pude sentir cómo le gustó.
El placer tiene sus propios ruidos. Creí escuchar este: sonaba a aliento retenido.
Mi presa dejó escapar al rehén, que se agachó llorando y gritando, y bajó el arma, confundida, absorta en mí.
Cuando el disparo del policía la abatió, supe que había muerto deseándome.
Gens y yo desandamos nuestro breve camino poco después. Atrás dejábamos la turbulencia de la policía, las ambulancias, los bomberos y todas esas fuerzas que resultan tan útiles cuando ya ha ocurrido la catástrofe. Víctimas: la mujer policía, uno de los atracadores. El «chino» había decidido entregarse cuando vio caer a su compañera. Rehenes a salvo. Final feliz del Atraco de la Mortadela. Gens había comentado, con mansa ironía: «Pequeñas desventajas de vivir en el extrarradio», y ni él ni yo habíamos pronunciado otra palabra desde entonces. Era como si acabáramos de salir de ver alguna impactante obra teatral. En un momento dado Gens se detuvo a explorar en el suelo con la punta del bastón. No me miró al hablar, pero lo vi sonreír.
—Debo decírtelo: no te había visto actuar desde hacía años, y eres...
jodidamente perfecta.
Nunca imaginé que pudiera hacerse una Desinhibición así... Diana Blanco, el cebo más veloz del Mississippi...
Estuvo un rato escarbando. No repliqué, por supuesto. Sabía que pretendía algo, así que aguardé.
Luego dijo:
—Supongo que debo agradecértelo. Me has salvado la vida. Por cierto —añadió dejando de cavar, como si se le hubiese ocurrido una idea repentina—, vivo cerca de aquí. Anda, acompáñame. Te enseñaré cómo me paga el gobierno por mi trabajo. Y quiero algo a cambio.
—¿A cambio de qué? —pregunté.
Pero Gens siguió alejándose a paso renqueante, sin contestar.
Imaginaba a Gens viviendo en algún lugar especial, «morboso» quizá, pero todas mis fantasías saltaron por los aires cuando me hizo pasar a su pequeño apartamento, el tercero izquierda de un bloque de pisos nuevos cerca de la Zona Cero. Los edificios tenían un aire similar y anónimo, apretados a lo largo de la calle, blancos, horadados por ventanas de cortinas verdes. El portal de entrada estaba sitiado de zanjas y excavadoras. Tras marcar el código de acceso, Gens se limpió el polvo de la obra que cubría el teclado en sus pantalones turquesa. Luego lo vi enrojecer y resollar mientras subía las escaleras, porque —explicó— jamás tomaba el ascensor. Ignoro si intentaba despertar mi compasión. Por lo pronto, había logrado asombrarme.
—No es nada lujoso —dijo banalmente cuando me hizo pasar—. Puedes dejar el abrigo en esta silla... No es necesario que te limpies el barro de las botas en un felpudo. Además, no hay felpudo... —De nuevo, su risa enronquecida—. Mi soviética fortachona lo limpiará todo cuando venga.
En realidad, no era la ausencia de lujo lo que me resultaba inusual. Su ático de crujiente madera en París o la mansión barcelonesa poseían decoraciones espartanas. En cambio, echaba en falta la historia, que tan importante había sido siempre para Gens. Le recordaba despreciando a quienes no se interesaban por lo antiguo. Decía que el único sentido de la existencia estaba en el pasado. Atesoraba su herencia: grandes cuadros con marinas, muebles tapizados, estanterías voluminosas, olor a sustancias conservadoras. Era muy consciente de sus raíces catalanas e italianas, así como de la larga saga familiar de nobles médicos que culminaba en su padre, el cirujano Ricard Gens. Se esforzaba por imitar a sus antepasados en hábitos y gestos, como si quisiera demostrar a un público imaginario que él había existido antes de existir. «Honrar el pasado, asegurar el porvenir», solía decir citando a su padre.
Pero nada había más inseguro que el porvenir de Gens, a juzgar por aquel piso.
Algo en la impersonalidad de ese mundo me asustaba. Era como descubrir a un hombre joven sentado a la mesa en el comedor de una residencia de ancianos. Me hacía pensar que Gens había aceptado aquello
a cambio
de otra cosa: quizá dinero, anonimato o quién sabía qué. Me ponía nerviosa.
—Esto es una colmena de jubilados de clase media —explicó mientras buscaba un sitio (o
el
sitio) para dejar el sombrero y la chaqueta que acababa de quitarse—. Nos llevamos aceptablemente bien, pero yo he dejado de ir a las reuniones mensuales porque una sesentona pretende ligarme. No puede evitarlo, está en su psinoma, je, je. No me gustan los vecinos —sentenció innecesariamente, ya que mientras subíamos las escaleras lo había visto mirar hacia las puertas como quien espía madrigueras de animales peligrosos—. Siéntate, por favor. ¿Qué quieres tomar? Puedo hacer café, a lo mejor Anushka ha dejado hecho... Y tengo vino. El dueño de una bodega me regala una caja cada Navidad... Oh, no te preocupes más por el barro...
Yo me contemplaba las botas, en efecto, pero pensé que aquello lo decía como excusa para explicar la forma que tenía de mirarme, sobre todo mi malla amarilla de laterales transparentes. Seguí de pie, dejé el abrigo en una silla y pedí agua. La pausa me ofreció la oportunidad de acabar mi examen. Parecía haber tres habitaciones, salón, cocina y dormitorio, sin contar un baño al fondo de un distribuidor en forma de cruz. El salón era luminoso, predominaban el metal y el plástico, sin rastro de antiguos tesoros. Lo más llamativo: estanterías repletas de libros, mesa con pantalla incorporada y una reproducción del retrato Chandos de Shakespeare (lo único que había conservado de antaño) en el pequeño espacio de pared que carecía de libros o ventanas. Había mondaduras de naranja en un plato sobre la mesa y un vaso con restos de café con leche. Y olía a escondite: esa clase de aroma de los que viven refugiados.