—Perfecto —dijo Gens—. Perfecto. Tu idea de jugar a desvestirte... El texto, lanzado con una excusa natural... Durante un momento... —Se pasó una mano por el rostro—. Durante un momento has
aparentado
ser lo más bello que he visto en muchos años... Pero ya no puedes avanzar más, y lo sabes. Has perdido, pero te agradezco el intento. He gozado —gruñó.
Me sentía cansada de aquel juego. Recogí las medias.
—Pues váyase a la mierda —dije.
—No ha sido culpa tuya. Intentar una Belleza solo con la voluntad es siempre azaroso... Moricke usaba escenarios específicos para...
—Ahórreme la clase, por favor. Fui una gilipollas al acudir a usted. —Me tragué las lágrimas y cerré la cremallera de una de mis botas con un gesto violento.
—Un momento, un momento... —De repente Gens parecía irritado—. Eres
tú
la que pides lo imposible. Eres tú la que has venido a que te diga cómo puedes convertirte en el objeto
perfecto
para ese loco, y yo solo deseaba mostrarte de qué manera tu increíble voluntad es un estorbo en este caso... Desde el momento en que quieres,
actúas,
y en cuanto actúas,
finges.
No puedes ir más allá...
—Adiós, profesor. —Me resultaba imposible seguir oyéndole. Iba a llorar si no salía de allí. Había acabado de calzarme y me dirigía a coger el abrigo, cuando Gens dijo:
—No puedes ir más allá... salvo que
yo te diga cómo.
—Al ver que me detenía en la puerta, lanzó una risita—. Intentemos arrojar un poco de luz en este espinoso asunto —añadió y movió la mano. La lámpara se apagó y las persianas subieron hasta la mitad, permitiendo el paso de una débil franja gris. Desprovisto del refugio de la luz cegadora, Gens volvió a parecer un viejo decrépito—. Dime, ¿qué obra de Shakespeare contiene la Belleza?
—Noche de Reyes.
—¿Y cuál es la clave principal de la obra?
—Los personajes aman a aquellos que no pueden amarlos a ellos. Lo inaccesible.
—¿Y en qué pareja se expresa mejor esa inaccesibilidad?
Recordé los exámenes a los que Gens me sometía mientras me entrenaba.
—Viola y Olivia —dije—. Viola se disfraza de hombre y Olivia se enamora de ella.
Gens se levantó de la silla y, de pronto, engoló la voz, recitando:
—«Te ruego, dime lo que piensas de mí...»
—«Que pensáis que no sois lo que sois»
—contesté, reconociendo el diálogo entre Viola y Olivia que Gens nos hacía ensayar sobre la obra.
—«Si pienso eso, pienso lo mismo de vos...»
—«Entonces pensáis lo correcto: porque yo no soy lo que soy.»
Gens gesticuló como si las palabras flotaran en el aire y su mano me indicara que las volviera a leer.
—¿Qué ves ahí? —preguntó.
—Viola admite ante Olivia que está disfrazada.
—Exacto, pero Olivia parece reconocerlo también. Olivia está enamorada de un
disfraz,
y al mismo tiempo
sabe
que debe separar el disfraz que ama del ser que lo lleva, y solo de esa manera podrá encontrar a Sebastián, el hermano gemelo de Viola, que es el
disfraz
hecho carne.
Noche de Reyes
—meditó Gens, mesándose la barba—. La fiesta de la Epifanía, la «revelación»... Una de las piezas más profundas del teatro. ¿Aprendió Shakespeare las claves de la Belleza en el Círculo Gnóstico de John Dee? No lo creo. Siempre he tenido la impresión de que el Círculo era una patraña, un grupo de aristócratas inconformistas que querían regresar a las antiguas costumbres religiosas que Enrique VIII y la reina Elizabeth habían desterrado del país... Aunque puede ser que ese embaucador de Dee conociera el psinoma... Pero me estoy desviando de lo que quería decirte... Veamos: si quieres convertirte en algo superior a tu hermana, en el deseo más íntimo del Espectador, en teoría, ¿qué deberías darle?
—Todo —respondí.
—¿Es tan sencillo como «dárselo todo»? —insistió Gens—. Vamos, Diana, fuiste mi mejor alumna junto con Claudia... El Espectador es infinitamente voraz, como cualquier otro
psico.
Quiere tus piernas, tu sexo, tu cerebro, tu alma, tu cuenta corriente, tu coche, tu casa... ¿Y qué más? ¿Qué puedes ofrecerle para que te prefiera
a ti
antes que a nadie?
Me hablaba ahora desde muy cerca. Intenté hallar una respuesta mientras sentía su aliento estrellarse en mi cara, sucio, ardiente.
De pronto una imagen cruzó mi cabeza. Un recuerdo oculto, aterrador.
Ahora vas a reírte, devochka.
Gens gritó:
—¡Dime! ¿Solo quiere
todo lo que eres?
—No... —Jadeé.
—Entonces, ¿qué más quiere
de ti?
—También quiere... todo
lo que no soy.
El estallido del silencio tuvo más fuerza que nuestras voces.
—Exacto. —Gens me apuntó con el dedo—. Quiere tu mentira, tu disfraz,
tu teatro...
Quiere tu
Noche de Reyes.
—Sonrió—. Quiere verte actuar. El Espectador quiere poseer a una actriz. —Dejó en el aire aquella frase y siguió hablando en un tono intrascendente, como si lo más sustancial ya hubiese sido dicho—. Prueba con una máscara a distancia: un Espectáculo o una Exhibición, por ejemplo. Comienza en tu casa, haz tu vida normal durante uno o dos días... Luego ve a algún sitio especial, un sitio que te haga sentir que
finges,
y haz un Holocausto. La granja puede servir. Es posible que allí lo caces.
—La granja no es un área de caza —repliqué, rígida.
—No necesitarás ningún área de caza. Te olfateará, irá hacia ti. Está demostrado que el psinoma carece de límites precisos: depende del placer que ofrezcas. La tentación infinita posee un área infinita. Te percibirá y te buscará, incluso sin que él mismo lo sepa. Vendrá hacia ti aunque tenga que arrastrarse por todo Madrid babeando. —En sus ojos había un brillo de diversión—. Solo así superarás su hábil truco para eludir a los grandes cebos... —agregó.
—Sus «empleados»... —insinué, pero Gens negó con la cabeza.
—Oh, no seas ingenua, solo tiene
uno.
Pero lo usa bien.
—No puede ser... Hay rastros de distintas filias en la elección y los cuerpos de...
—Por favor, Diana, ¿eres igual de estúpida que todos los perfiladores de este país? —Gens reía roncamente—. ¡Los «expertos» y sus ordenadores cuánticos...! ¿Un ejército de «empleados», quizá? Claro que no. Apostaría por lo más simple: usa a
una sola persona,
pero con un psinoma amorfo, aún sin definir. Por eso aparenta poseer una filia que imita a muchas otras y, pese a todo, recibe más influencia del Holocausto... Es el truco
perfecto.
—Me miraba con fijeza, quizá esperando una respuesta que debió de ver en mis horrorizados ojos, porque asintió—. Es lo más lógico, ¿no? Calculo que su «empleado» tendrá unos diez u once años...
La idea me parecía espantosa, incomprensible.
—¿Ha... secuestrado a...
un niño
para que lo ayude?
El rostro de Gens ahora era pétreo.
—¿Aún no comprendes? —Y su semblante se torció en una lenta sonrisa—. Estoy seguro de que usa a su propio hijo.
El hombre se disponía a regresar a casa, pero lo pensó mejor y empezó a dar vueltas con el coche.
Tenía calor en el interior de su confortable Jaguar Windsor, el vehículo que usaba en la ciudad. Notaba la piel de la cara ardiendo. Pero el niño le había pedido que no encendiera el aire acondicionado, y el hombre lo aceptaba: estaban en pleno octubre, a fin de cuentas, y la tarde era fría. De modo que soportaba el calor con una sonrisa, aunque su mano derecha, sudorosa, la única que apoyaba en el volante de piel, resbalaba sobre el cuero. Había comenzado a anochecer, se encendían los escaparates, brillaban los anuncios de mujeres altas y estilizadas con botas de látex. ¿Cuánto tiempo llevaban recorriendo Madrid sin un destino concreto?, se preguntaba. Por lo menos dos horas, porque había recogido al niño en el colegio a las seis, y ya eran algo más de las ocho. Y desde luego, no había sido el estúpido incidente con aquella profesora lo que había provocado su vagabundeo. Ni lo de Demi, ni su cita cancelada con Cristina, ni la reunión programada para el día siguiente con esa analista de sistemas, Rebeca No sé quién, de intrigantes ojos verdes. Ninguna mujer le hacía cambiar sus hábitos. Había decidido dar un paseo antes de cenar, tan solo.
El colegio no estaba lejos del ático del barrio de Salamanca donde vivían cuando no podían marcharse al campo. Se trataba de un moderno centro internacional. Al hombre le gustaba su ambiente sofisticado y elitista, permisivo y a la vez estricto, sin lastre religioso alguno. Educación neutra, respetuosa con la intimidad, no solo con el
piercing
y las rastas largas y sucias de Pablo. Se limitaban a enseñar, no escudriñaban en la vida de los chavales. Era muy caro, pero el hombre lo pagaba a tocateja y aportaba además generosas donaciones que lo convertían en persona grata para la dirección: no era cuestión de descuidar el único sitio donde el niño pasaba el tiempo cuando no estaba con él.
Aquel miércoles, el hombre había llegado diez minutos antes, como de costumbre. Pocos, aunque lujosos, coches, casi siempre con chóferes, aguardaban ya en el aparcamiento de terrizo, y el hombre había estacionado el suyo cerca de la salida. Los chavales habían empezado a aparecer por la puerta a las seis en punto, sonriendo vivarachos en la gris tarde otoñal, pero el hombre se hallaba absorto pensando en las varias tareas que le aguardaban mientras comía almendras en el interior del coche, y al principio no se enteró. Siempre rellenaba uno de los platillos del minibar del vehículo con aquellas almendras. Se deleitaba con su carnosa suavidad, su color de piel bronceada, las formas redondeadas que se dejaban morder con...
—¿Señor Leman?
Una sombra delante de su ventanilla.
—Hola, Demi, qué tal. —El hombre dejó de comer, hizo descender el cristal y sonrió afable bajo sus gafas de espejo. La intromisión le irritaba, pero nada en su expresión hacía suponerlo. Recordó que la chica era una de las nuevas profesoras de Pablo, muy dispuesta, muy entusiasta. De origen norteamericano, pero criada en Londres y Madrid. Al hombre le parecía poco peligrosa; una más del rebaño, al menos hasta entonces.
—Me gustaría hablarle. ¿Tiene un minuto?
—Oh. ¿Qué ocurre?
—No se preocupe, no pasa nada... —Demi se expresaba en correcto castellano, con fuerte acento—. Pablo es muy inteligente y va muy bien... Es solo que... ¿Podríamos ir un momento a mi despacho?
—Ahora no, voy corto de tiempo. Tengo una reunión muy importante.
—¿Mañana, entonces?
A unos metros a la izquierda de la joven se hallaba el niño, los ojos bajos, aguardando dócilmente el final de la sagrada conversación. El hombre sonrió aún más.
—Por Dios, Demi, ¿qué pasa? No me tengas en ascuas hasta mañana...
—No, no pasa nada, de verdad... —Ella se ruborizó y se inclinó más hacia él en la ventanilla para hablar en tono discreto, mientras jugaba con su collar de cuentas étnico y se despejaba el flequillo de la cara. El hombre pensó que intentaba resultar atractiva—. Verá, ayer le pregunté a Pablo qué había hecho el fin de semana, y me dijo que había ido al cine con un compañero de clase... Por casualidad, yo había visto la misma película, así que le comenté cosas sobre ella, pero no supo decirme nada... Y hoy le pregunté al compañero... No había estado con Pablo en ningún momento. Su madre lo confirmó. Cuando volví a interrogarlo, Pablo confesó que me había mentido...
El hombre se echó a reír.
—¿Eso es todo? Por favor, Demi, me habías asustado... Pablo estuvo en casa el fin de semana, en efecto. No le apetecía salir.
—Lo sé. Lo que quiero decir, señor Leman...
—¡Fue solo una pequeña mentira entre chavales!
—No, señor Leman, no «entre chavales»... Me mintió a mí. Y, con toda honestidad, lo que menos me gustó fue que, al preguntarle por qué lo había hecho, contestara que había querido hacerlo, así, tan solo. No pareció afectado, ni antes ni después. Pablo tiene solo once años, y las mentiras a esa edad no...
—Demi —cortó el hombre con su mejor sonrisa—, creo que le das demasiada importancia a algo banal...
—Perdone, señor Leman, pero creo que...
—Pablo es un chico muy inteligente, tú misma lo dices...
—Nadie discute eso, yo...
—Pero se ha educado sin madre, y eso ha agudizado su timidez. Mi papel ha consistido en brindarle todo el apoyo y la compañía que he podido, pero nunca seré el sustituto de una madre. Nunca. Debes comprenderlo.
—Me consta que Pablo le quiere mucho, señor Leman. Usted es todo su mundo. Precisamente por eso...
—Precisamente
por eso, Demi —dijo el hombre repitiendo la palabra con cierta brusquedad, pero sin elevar la voz—,
precisamente
por eso... —Hizo una pausa mientras tamborileaba con el índice en el volante— ... creo que tienes toda la razón. Debemos vigilar esa conducta.
El cambio de expresión de la chica reflejó un alivio notorio.
—Exacto, señor Leman, era lo que yo quería que usted entendiera, tan solo...
—Sí, definitivamente, debemos ocuparnos cuanto antes de eso. Hablaremos mañana. Gracias por todo, Demi...
—Gracias a usted, señor Leman. Lo único que quiero es que Pablo sea feliz...
—Lo sé, Demi, muchas gracias. —El hombre se preguntaba cómo serían los pezones de la chica. Sus pechos eran pequeños, pero estaba seguro de que sus pezones eran oscuros y grandes como las almendras que aún sostenía, y quizá se endurecieran mucho al contacto con el agua. Se la imaginó metida en una bañera, alzando los pechos. Una bellísima holandesa pelirroja con la que su padre había estado liado tras divorciarse de su madre tenía los pechos pequeños, pero el hombre recordaba muy bien sus puntiagudos pezones. La joven solía llamarlo cuando se bañaba para que él la contemplase—. Ahora debo irme... Pablo, al coche. ¿Aceptarías una almendra, Demi? —Ella denegó sonriendo, no quería engordar—. Gracias por todo, de verdad.
Al salir del colegio empezó a recorrer las calles al azar, sin ser apenas consciente de ello. El sonsonete guiri de la chica daba vueltas en su cabeza una y otra vez.
«Grasias
a usted.
Grasias.»
En un momento dado se volvió hacia el niño.
—La próxima vez que cuentes una mentira tan elaborada, no digas después que has mentido.
—¿Qué es una «mentira tan elaborada»? —preguntó el niño.