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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones

BOOK: El libro de las ilusiones
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David Zimmer, un escritor y profesor de literatura de Vermont, se pasa los días bebiendo y cavilando sobre el minuto aquel en que su mujer y sus hijos todavía no habían subido al avión que estalló. Una noche, por primera vez en seis meses, algo lo hace reír. El causante es Hector Mann, uno de los últimos cómicos del cine mudo. David escribe y publica un libro sobre Mann, un brillante y enigmático cómico nacido en Argentina, que hace sesenta años se desvaneció sin que se supiera nada más de él. Tres meses después, Zimmer recibe una carta de una mujer que afirma ser la esposa de Hector Mann, y lo invita a verlos, a ella y a su marido, en Tierra del Sueño, Nuevo México... Una novela extraordinaria que confirma a
Paul Auster
como a uno de los mejores y más personales escritores de nuestro tiempo.

Paul Auster

El libro de las ilusiones

ePUB v1.0

GONZALEZ
08.10.11

Título de la edición original:
The Book of Illusions

Henry Holt and Company

Nueva York, 2002

© Paul Auster, 2002

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2003

Título: El libro de las ilusiones

Traducido por Benito Gómez Ibáñez

Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-6997-2

Printed in Spain

Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

El hombre no tiene una sola y única vida,

sino muchas, enlazadas unas con otras,

y ésa es la causa de su desgracia

CHATEAUBRIAND

1

Todo el mundo creía que estaba muerto. Cuando se publicó mi libro sobre sus películas, en 1988, hacía casi sesenta años que no se tenían noticias de Hector Mann.

Salvo un puñado de historiadores y aficionados al cine mudo, pocos parecían conocer siquiera su existencia.
Doble o nada
, la última de las doce comedias breves que realizó a finales de la época muda, se estrenó el 23 de noviembre de 1928. Dos meses después, sin despedirse de amigos ni conocidos, sin dejar una nota ni informar a nadie de sus planes, salió de la casa que tenía alquilada en North Orange Drive y no se le volvió a ver más. Su De-Soto azul seguía aparcado en el garaje; el contrato de arrendamiento no vencía hasta tres meses después; el alquiler estaba pagado en su totalidad. Había comida en la cocina, whisky en el mueble bar, y no faltaba ni una sola prenda de ropa en los cajones de su habitación. Según
Los Angeles Herald Express
del 18 de enero de 1929,
era como si hubiese salido a dar un paseo y fuese a volver en cualquier momento.
Pero no volvió, y a partir de entonces fue como si a Hector Mann se lo hubiese tragado la tierra.

A raíz de su desaparición, circuló durante varios años toda suerte de historias y rumores sobre lo que le había ocurrido, pero ninguna de aquellas conjeturas llevó nunca a parte alguna. Las más verosímiles —que se había suicidado o había sido víctima de alguna fechoría— no se podían ni demostrar ni descartar, ya que nunca apareció el cadáver.

Otras explicaciones sobre el destino de Hector eran más imaginativas, daban más cabida a la esperanza, estaban más a tono con las implicaciones románticas de un caso así. Una de ellas afirmaba que había vuelto a su Argentina natal y dirigía ahora un pequeño circo de provincias.

Otra, que se había hecho miembro del partido comunista y se dedicaba con nombre supuesto a organizar a los obreros de las centrales lecheras de Utica, en Nueva York. Y otra más, que con la Depresión se había convertido en un vagabundo del ferrocarril. Si Hector hubiese sido una estrella más importante, sin duda las historias habrían persistido. Vivo aún en las cosas que se decían de él, poco a poco se habría transformado en una de esas figuras simbólicas que habitan en las zonas recónditas de la memoria colectiva, en una representación de la juventud, la esperanza y los diabólicos reveses de la fortuna. Pero nada de eso ocurrió, porque el caso es que Hector estaba sólo empezando a causar impresión en Hollywood cuando su carrera se truncó. Llegó demasiado tarde para aprovechar sus dotes plenamente, y no permaneció mucho tiempo para dejar una huella perdurable de su personalidad y de lo que era capaz de hacer. Pasaron unos años más, y el público fue dejando de pensar en él. Hacia 1932 o 1933, Hector pertenecía a un universo extinto, y si había dejado algún rastro, sólo era en forma de nota a pie de página de un libro ignorado que ya nadie se molestaba en leer. Ahora las películas eran habladas, y las espasmódicas comedias del pasado estaban olvidadas. No más payasos, ni pantomimas, ni chicas guapas bailando descaradamente al son de orquestas silenciosas. Sólo hacía unos años que se habían extinguido, pero ya parecían prehistóricas, como las criaturas que deambulaban por el mundo cuando la humanidad aún vivía en las cavernas.

En mi libro no daba mucha información sobre la vida de Hector.
El silencioso mundo de Hector Mann
era un estudio de sus películas, no una biografía, y los pocos detalles que aporté sobre sus actividades al margen de la pantalla procedían directamente de las fuentes habituales: enciclopedias de cine,
Memorias
, historias de los primeros tiempos de Hollywood. Escribí el libro porque quería comunicar mi entusiasmo por la obra de Hector. Para mí, la historia de su vida tenía un interés secundario, y en vez de conjeturar sobre lo que pudo o no pasarle, me limité estrictamente a analizar su filmografía. Teniendo en cuenta que nació en 1900, y dado que no se le había vuelto a ver desde 1929, jamás se me habría ocurrido sugerir que aún vivía. Los muertos no andan por ahí saliendo de la tumba, y en mi opinión, sólo un muerto podría haberse mantenido oculto tanto tiempo.

El pasado mes de marzo hizo once años que se publicó el libro en las Ediciones de la Universidad de Pensilvania. Tres meses después, justo cuando empezaban a salir las primeras críticas en las revistas cinematográficas y en las publicaciones especializadas, me encontré una carta en el buzón. El sobre era más grande y más cuadrado que los que solía haber en las tiendas, y como era de un papel grueso y caro, lo primero que se me ocurrió fue que podría contener una invitación de boda o el anuncio de algún nacimiento. Mi nombre y dirección estaban escritos en la parte central con unos rasgos elegantes y ondulados.

Si la letra no parecía de un calígrafo profesional, sin duda era de alguien que creía en las virtudes de escribir con distinción, de una persona educada en la antigua escuela de la etiqueta y el decoro social. El matasellos era de Albuquerque, Nuevo México, pero el remite de la solapa posterior indicaba que la carta se había escrito en otro sitio:

suponiendo que tal sitio existiese y aceptando que el nombre de la ciudad fuese real. Una debajo de otra, las dos líneas decían lo siguiente: Rancho Piedra Azul; Tierra del Sueño, Nuevo México, Quizá sonriera al leer aquellas palabras, pero ya no me acuerdo. No había nombre, y cuando abrí el sobre para leer el mensaje de la tarjeta que contenía, percibí un leve olor a perfume, un ligerísimo efluvio a esencia de espliego.

Querido profesor Zimmer
, decía la nota.
Hector ha leído su libro y le gustaría conocerlo, ¿Le apetecería venir a visitarnos? Atentamente, Frieda Spelling (Sra. de Hecto Mann)
.

La leí seis o siete veces. Luego la dejé, fui al otro extremo de la habitación y regresé. Cuando volví a coger la misiva, no estaba seguro de que aquellas palabras continuaran allí. Ni de que, en caso de que así fuera, siguieran siendo las mismas. Las leí de nuevo otras seis o siete veces, y entonces, aun sin estar seguro de nada, lo consideré una broma pesada. Un momento después me sentí lleno de dudas, y al instante siguiente empecé a dudar de aquellas dudas. Pensar en algo suponía pensar en su contrario, y en cuanto esta última idea destruía la primera surgía una tercera que aniquilaba la segunda. Como no se me ocurrió otra cosa que hacer, cogí el coche y me dirigí a la oficina de correos. Todas las direcciones de Estados Unidos estaban registradas en la guía de códigos postales, y si Tierra del Sueño no figuraba en ella, podía tirar la carta y olvidarme de todo el asunto. Pero sí venía. La encontré en la página 1933 del volumen primero, en la línea entre Tierra Amarilla y Tijeras, una ciudad como Dios manda, con su oficina de correos y su código de cinco dígitos. Eso no hacía que la carta fuese auténtica, desde luego, pero al menos le daba cierto aire de credibilidad, y cuando volví a casa ya sabía que tenía que contestar. Una carta como aquélla no podía pasarse por alto. Una vez leída, estaba claro que si no se molestaba uno en contestar, no dejaría de pensar en ella durante el resto de la vida.

No guardé copia de la contestación, pero recuerdo que la escribí a mano y traté de hacerla lo más breve posible, limitándome a decir sólo unas cuantas palabras. Sin pensarlo dos veces, adopté el seco y críptico estilo de la carta que acababa de recibir. Así me sentía en una situación menos comprometida, con menos posibilidades de que me tomara por bobo la persona que me había gastado la broma; si es que, en realidad, se trataba de una broma. Palabra más, palabra menos, mi contestación decía algo así:
Estimada Frieda Spelling: Claro que me gustaría conocer a Hector Mann, Pero ¿cómo puedo estar seguro de que aún vive? Que yo sepa, hace más de medio siglo que nadie lo ha visto. ¿Podría darme más detalles, por favor? La saluda atentamente, David Zimmer.

Todos queremos creer en lo imposible, supongo, convencernos de que pueden ocurrir milagros. Considerando que yo era el autor del único libro jamás escrito sobre Hector Mann, quizá fuera lógico que alguien pensara que me iba a poner a dar saltos ante la posibilidad de que aún viviera. Pero yo no estaba de humor para dar saltos. O al menos no creía estarlo. Mi libro había nacido de una gran pesadumbre, y aunque ahora todo había quedado atrás, el dolor no había desaparecido. Escribir sobre la comedia no había sido más que un pretexto, una especie de extraña medicina que me tragué todos los días durante más de un año para ver si por casualidad aliviaba el padecimiento que me consumía. En cierto modo, así fue. Pero Frieda Spelling (o quienquiera que se hiciese llamar Frieda Spelling) no podía saberlo. Era imposible que supiera que el siete de junio de 1985, apenas una semana antes de nuestro décimo aniversario de boda, mi mujer y mis dos hijos habían muerto en un accidente de avión. Habría visto, quizá, que el libro estaba dedicado a ellos (
A Helen, Todd y Marco: in memoriam
), pero esos nombres no le habrían dicho nada, y aunque hubiese adivinado la importancia que tenían para el autor, no habría sabido que, para él, aquellos nombres representaban todo lo que tenía algún sentido en la vida; ni que cuando Helen murió a los treinta y seis años, Todd a los siete y Marco a los cuatro, prácticamente él también había muerto con ellos.

Se dirigían a Milwaukee, a ver a los padres de Helen.

Yo me había quedado en Vermont para corregir exámenes y entregar las calificaciones finales del semestre que acababa de concluir. Era mi trabajo —profesor de literatura comparada en la Universidad de Hampton, Vermont—, y no me quedaba otro remedio que hacerlo. Normalmente, todos habríamos ido juntos hacía el veinticuatro o veinticinco, pero acababan de operar al padre de Helen de un tumor en la pierna y en opinión de la familia ella y los niños debían salir cuanto antes para allá, lo que supuso unas complejas negociaciones de última hora con el colegio de Todd para que le permitieran faltar las dos últimas semanas del segundo curso. La directora se mostraba reacia, aunque comprensiva, y al final acabó cediendo. Ésa era una de las cosas que no dejaba de pensar después del accidente. Con que nos hubiera denegado la autorización, Todd se habría visto obligado a quedarse conmigo en casa, y no estaría muerto. Así al menos se habría salvado uno. Al menos uno se habría evitado aquella caída de diez kilómetros desde lo alto del cielo, y yo no me habría quedado solo en una casa en la que debían vivir cuatro personas. Había más cosas, desde luego, no dejaba de atormentarme pensando en otras posibilidades, y era como si nunca me cansase de explorar los mismos callejones sin salida Todo formaba parte de lo mismo, cada eslabón de la cadena de causa y efecto era un elemento fundamental del horror: desde el cáncer que mi suegro tenía en la pierna pasando por el tiempo que hacía en el Medio Oeste aquella semana, hasta el número de teléfono de la agencia de viajes donde habíamos reservado los billetes. Lo peor de todo era mi insistencia en llevarlos en coche a Boston para que cogieran allí un vuelo directo. No quería que salieran de Burlington. Eso suponía ir a Nueva York en un avión de hélice de dieciocho asientos para enlazar con un vuelo a Milwaukee, y le dije a Helen que no me gustaban aquellos aviones pequeños. Eran muy peligrosos, le advertí, y no podía soportar la idea de que fuesen en uno de ellos sin mí. Así que, para evitarme preocupaciones, no lo hicieron. Cogieron uno más grande, y lo más terrible es la prisa con la que los llevé. Había mucho tráfico aquella mañana, y cuando finalmente llegamos a Springfield y salimos a la autopista de Massachusetts, tuve que pisar a fondo y superar con creces el límite de velocidad para llegar a tiempo a Logan.

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