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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (40 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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En el coloquio que siguió, me preguntaron si mientras me documentaba para escribir el libro había descubierto alguna información sobre la desaparición de Hector. No, contesté; lamentablemente, no. Investigué durante meses, pero no encontré ni una sola pista nueva.

Cumplí cincuenta y un años en marzo de 1998. Seis meses más tarde, el primer día de otoño, justo una semana después de mi participación en un debate sobre el cine mudo en el American Film Institute de Washington, tuve mi primer ataque al corazón. El segundo se produjo el veintiséis de noviembre, en plena comida del Día de Acción de Gracias en casa de mi hermana, en Baltimore. El primero fue bastante suave, lo que llaman infarto ligero, el equivalente de un breve solo para voz sin acompañamiento. El segundo me desgarró el organismo entero como una sinfonía coral para doscientos cantantes y a toda orquesta, y a punto estuvo de acabar con mi vida.

Hasta entonces, me había negado a pensar que con cincuenta y un años ya se es viejo. Desde luego, no era una edad para sentirse especialmente joven, pero tampoco para ir preparándose con vistas al desenlace y a hacer las paces con el mundo. Me tuvieron varias semanas en el hospital, y las noticias de los médicos eran lo bastante desalentadoras como para hacerme reconsiderar esa opinión.

Para utilizar una expresión que siempre me ha gustado, vivía con el tiempo prestado.

No creo que me haya equivocado al retener mis secretos durante tantos años, y no creo que me equivoque al contarlos ahora. Las circunstancias han cambiado y, en consecuencia, yo también he cambiado de opinión. A mediados de diciembre me dieron el alta del hospital y me fui a casa, y a primeros de enero estaba escribiendo las primeras páginas de este libro. Ahora estamos a finales de octubre, y al coronar mi empresa observo con lúgubre satisfacción que nos acercamos a las últimas semanas del siglo: el siglo de Hector, el que empezó dieciocho días antes de su nacimiento y cuyo final nadie que esté en su sano juicio lamentará. Siguiendo el ejemplo de Chateaubriand, no intentaré publicar ahora lo que acabo de escribir. He dejado una carta con instrucciones para mi abogado, y él sabrá dónde encontrar el manuscrito y que hacer con él cuando yo ya no esté en este mundo. Tengo la firme intención de vivir hasta los cien años, pero en la remota posibilidad de que no llegue tan lejos, ya se han tomado todas las medidas necesarias. Cuando se publique este libro, querido lector, podrá tener la seguridad de que su autor lleva mucho tiempo muerto.

Hay pensamientos que destrozan el espíritu, ideas de tal fuerza y fealdad que corrompen en cuanto empiezan a concebirse. Me daba miedo lo que sabía, miedo de precipitarme en el horror de lo que sabía, y por tanto no plasmé esa idea en palabras hasta que fue demasiado tarde para que las palabras me sirvieran de algo. No tengo nada concreto que ofrecer, ninguna prueba válida frente a un tribunal, pero después de repasar los acontecimientos de aquella noche una y otra vez durante los últimos once años, estoy casi seguro de que Hector no murió de muerte natural. Estaba débil cuando yo lo vi, sí, débil y con sólo unos pocos días de vida por delante, pero tenía la cabeza lúcida, y cuando me cogió del brazo al final de nuestra conversación, me clavó los dedos en la piel. Me apretó con la fuerza de quien se agarra a la vida. Iba a seguir vivo hasta que termináramos lo que debíamos hacer, y cuando Frieda me hizo salir de la habitación, bajé convencido de que volvería a verlo por la mañana. Piénsese en la sucesión de los acontecimientos, en la rapidez con que los desastres se fueron acumulando a partir de entonces. Alma y yo nos acostamos, y cuando nos dormimos, Frieda fue de puntillas por el corredor, entró en la habitación de Hector y lo ahogó con una almohada. Estoy convencido de que lo hizo por amor. No la movió la cólera, ni sentimiento alguno de traición o venganza; sino sólo la fanática devoción a una causa justa y sagrada. Hector no pudo oponer mucha resistencia. Ella era más fuerte que él, y acortándole la vida sólo unos días, lo rescataría de la locura de haberme invitado al rancho. Al cabo de años de indomable valor, Hector había caído en la incertidumbre y la vacilación, había acabado poniendo en duda todo lo que había hecho en Nuevo México, y en el momento de mi llegada a Tierra del Sueño, la hermosa obra que había creado con Frieda quedaría reducida a la nada. La locura no se desató hasta que yo no puse los pies en el rancho. Yo fui el catalizador de todos los sucesos que se produjeron durante mi estancia, el ingrediente definitivo que desencadenó la explosión fatal. Frieda tenía que librarse de mí, y el único modo en que podía hacerlo era suprimiendo a Hector.

A veces pienso en lo que ocurrió al día siguiente. Gran parte de ello gira en torno a palabras nunca dichas, a pequeños vacíos y silencios, a la curiosa pasividad que parecía irradiar de Alma en algunos momentos críticos. Cuando me desperté por la mañana, estaba sentada a mi lado en la cama, acariciándome la mejilla con la mano. Eran las diez —muy pasada ya la hora en que debíamos estar en la sala de proyección viendo las películas de Hector—, pero ella no tenía prisa. Bebí la taza de café que me había dejado en la mesilla, charlamos un rato, nos abrazamos y nos besamos. Más tarde, cuando volvió a la casa pequeña después de la destrucción de las películas, parecía relativamente poco afectada por la escena que acababa de presenciar. No olvido que perdió el control y se echó a llorar, pero su reacción fue menos intensa de lo que yo esperaba.

No gritó, no perdió los estribos, no maldijo a Frieda por haber encendido las hogueras antes de que la última voluntad de Hector la obligara a ello. Habíamos hablado lo suficiente en los dos últimos días para que yo supiera que Alma estaba en contra de quemar las películas. La sobrecogía la magnitud de la renuncia de Hector, supongo, pero también pensaba que era una equivocación, y me contó que por eso había discutido con él muchas veces a lo largo de los años. Si era así, ¿por qué no manifestó mayor emoción cuando finalmente destruyeron las películas?

Su madre aparecía en ellas, su padre las había filmado, y sin embargo ella apenas dijo una palabra cuando se extinguieron las hogueras. He meditado muchos años sobre su silencio, y la única hipótesis que me parece verosímil, la única que explica plenamente la indiferencia de que hizo gala aquella tarde, es que sabía que las películas no se habían volatilizado. Alma era una persona muy inteligente y llena de recursos. Ya había hecho copias de las primeras películas de Hector y las había enviado a media docena de filmotecas del mundo entero. ¿Por qué no podía haber hecho copias también de sus últimos films? Mientras trabajaba en su libro había realizado bastantes viajes. ¿Qué le habría impedido sacar a escondidas un par de negativos cada vez que salía del rancho y llevarlos a algún laboratorio para que hicieran otras copias? El sótano estaba abierto, ella tenía llaves de todas las puertas, y no le habría sido difícil sacar y volver a guardar las películas sin que la vieran. Si eso era lo que había hecho, entonces debió de esconder las copias en alguna parte para presentarlas al público cuando Frieda muriese. Habría sido cuestión de años, desde luego, pero Alma tenía paciencia, ¿y cómo iba a saber que su vida iba a concluir la misma noche que la de Frieda? Cabría objetar que me habría dejado a mí en el secreto, que no se habría guardado algo semejante para sí, pero a lo mejor pensaba contármelo cuando viniera a Vermont. En su larga y desquiciada nota de suicidio, no hacía referencia alguna a las películas, pero aquella noche Alma estaba conmocionada, sumida en un estado de angustia, en un delirio de terror y expiación apocalíptica, y no creo que siguiera realmente en este mundo cuando se sentó a escribirme la nota. Se le olvidó decírmelo. Tenía intención de hacerlo, pero luego se le olvidó. Si fue así, las películas de Hector no se han perdido. Sólo han desaparecido, y antes o después surgirá alguien que abra casualmente la puerta del cuarto donde Alma las escondió, y la historia volverá a empezar desde el principio.

Vivo con esa esperanza.

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