El libro de las ilusiones (16 page)

Read El libro de las ilusiones Online

Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: El libro de las ilusiones
6.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

El antojo tiene la forma de una mano, ¿no es así?

Ahora empiezo a acordarme. Hawthorne dice que parece la huella de una mano apretada contra su mejilla.

Pero pequeña. Es del tamaño de la mano de un pigmeo, la mano de una criatura.

La mujer sólo tiene ese pequeño defecto y, aparte de eso, su cara es perfecta. Es famosa por su extraordinaria belleza.

Georgiana. Hasta que se casa con Aylmer ni siquiera piensa que sea un defecto. Es él quien le enseña a odiarlo, quien la vuelve contra sí misma y le suscita el deseo de quitárselo. Para él, no es sólo un defecto, no es únicamente algo que destruye su belleza física. Es la señal de una corrupción oculta, una mancha en el alma de Georgiana, la marca del pecado, de la muerte y de la putrefacción.

El sello de nuestra condición mortal.

O simplemente de lo que consideramos humano. Eso es lo que hace tan trágico el relato. Aylmer va a su laboratorio y se pone a hacer experimentos con elixires y pócimas, intentando descubrir una fórmula para borrar la pavorosa mancha, y a la ingenua Georgiana todo le parece bien. Por eso es tan tremendo. Ella desea que su marido la quiera. Eso es lo único que le importa, y si la supresión del antojo es el precio que tiene que pagar por su amor, está dispuesta a arriesgar la vida por ello.

Y él acaba asesinándola.

Pero no antes de que desaparezca el antojo. Eso es muy importante. En el último segundo, justo cuando está a punto de morir, la marca de la mejilla empieza a desvanecerse. Se está borrando, desaparece del todo, y sólo entonces, en ese preciso momento, es cuando muere la pobre Georgiana, La marca de nacimiento es ella misma. Si desaparece, ella también desaparece.

No tienes idea del efecto que me produjo ese relato.

Seguí leyéndolo, continué pensando en ello, y poco a poco empecé a verme tal como era. Los otros llevaban su humanidad dentro de ellos mismos, pero yo llevaba la mía en la cara. Ésa era la diferencia entre todos los demás y yo misma. A mí no se me permitía ocultar quién era.

Cada vez que la gente se fijaba en mí, su mirada llegaba al fondo de mi alma. No era fea —eso lo sabía—, pero también era consciente de que siempre me definirían por la mancha púrpura que tenía en la cara. No servía de nada tratar de quitármela. Era el núcleo central de mi vida, y desear que desapareciera habría sido como pedir que me mataran. Nunca tendría una vida feliz, normal y corriente, pero después de leer aquel cuento me di cuenta de que tenía algo casi igual de bueno. Sabía lo que pensaban los demás. Lo único que debía hacer era mirarlos, observar su reacción cuando se fijaban en el lado izquierdo de mi cara, y sabía si podía tener confianza en ellos. La marca de nacimiento era la prueba de su humanidad. Medía el valor de su alma, y si me concentraba en ello, podía ver en su interior y saber quiénes eran. Desde los dieciséis o diecisiete años, era tan precisa en mis apreciaciones como un diapasón dando el tono. Lo que no quiere decir que no me haya equivocado con la gente, pero la mayor parte de las veces daba en el clavo. Sencillamente, no podía dejar de hacerlo.

Como anoche.

No; como anoche, no. Eso no fue un error.

Casi nos matamos el uno al otro.

Así tenía que ser. Cuando no hay tiempo, todo se acelera. No podíamos permitirnos el lujo de presentaciones formales, apretones de mano, conversaciones discretas con una copa en la mano. Debía haber violencia, como cuando chocan dos planetas en los confines del espacio.

No irás a decirme que no estabas asustada.

Estaba muerta de miedo. Pero no me he metido a ciegas en esto, ¿sabes? Tenía que estar preparada para cualquier cosa.

Te dijeron que estaba loco, ¿verdad?

Nadie empleó nunca esa palabra. La expresión más fuerte que utilizaron fue depresión nerviosa.

¿Y tu diapasón qué te dijo cuando llegaste aquí?

Ya conoces la respuesta a eso.

Tenías un miedo cerval, ¿eh? Te di un susto de muerte.

No sólo eso. Tenía miedo, pero al mismo tiempo estaba entusiasmada, casi temblando de felicidad. Mientras te miraba, hubo unos momentos en que era casi como si me mirase a mí misma. Eso nunca me había pasado antes.

Te gustó.

Me encantó. Estaba tan en las nubes, que creí que iba a derrumbarme en cualquier momento.

Y ahora confías en mí.

Tú no vas a fallarme. Y yo no voy a fallarte a ti. Eso lo sabemos los dos.

¿Qué más sabernos?

Nada. Por eso vamos juntos ahora en este coche. Porque somos iguales, y porque aparte de eso no sabemos nada más.

Nos sobraron veinte minutos para coger el vuelo de las cuatro a Albuquerque. Idealmente, tenía que haberme tomado el Xanax cuando pasamos por Holyoke o Springfield, por Worcester como muy tarde, pero estaba demasiado absorto hablando con Alma para interrumpir la conversación, y nunca veía el momento de hacerlo. Cuando pasamos frente a las señales que indicaban la salida, me di cuenta de que no tenía sentido molestarme en tomármelo. Alma llevaba las pastillas en el bolso, pero no había leído las indicaciones del prospecto. No sabía que para que hicieran efecto había que tomarlas con una o dos horas de antelación.

Al principio me alegré de no haber cedido. Todo lisiado tiembla ante la idea de dejar la muleta, pero si aguantaba el vuelo sin deshacerme en lágrimas ni en desvaríos frenéticos, al final quizá sería mejor así. Esa idea me animó durante otros veinte o treinta minutos. Luego, cuando nos acercábamos al extrarradio de Boston, comprendí que ya no se podía hacer nada. Llevábamos más de tres horas de viaje, y aún no habíamos hablado de Hector.

Había supuesto que lo haríamos en el coche, pero acabamos charlando de otras cosas; cosas de las que sin duda había que hablar primero, que no eran menos importantes de las que nos esperaban en Nuevo México, y antes de que me diera cuenta, casi habíamos concluido la primera etapa del viaje. Ahora no podía hacerle una jugada y quedarme dormido. Tenía que permanecer despierto y escuchar la historia que había prometido contarme.

Nos sentamos en la zona de la puerta de embarque.

Alma me preguntó si quería tomarme una pastilla, y entonces fue cuando le dije que no iba a tomar Xanax. Sólo tienes que cogerme de la mano, le dije, y no pasará nada.

Me siento bien.

Me cogió la mano, y estuvimos un tiempo besuqueándonos delante de los demás pasajeros. Era un puro abandono adolescente —no de mi propia adolescencia, quizá, sino de la que siempre había deseado—, y besar a una mujer en público era una experiencia tan nueva que no tuve tiempo de pensar demasiado en el tormento que me aguardaba. Cuando embarcamos, Alma me iba frotando la mejilla para quitarme las manchas de carmín, y apenas me di cuenta de que cruzábamos el umbral y entrábamos en el avión. Recorrer el pasillo central no me supuso problema alguno, ni tampoco sentarme en mi asiento. Ni siquiera me inquieté a la hora de abrocharme el cinturón de seguridad, y menos aún cuando los motores rugieron a toda marcha y sentí en la piel la vibración del aparato, íbamos en primera clase. La carta decía que nos servirían pollo para comer. Alma, sentada junto a la ventanilla, a mi izquierda —y por tanto otra vez con el perfil derecho hacia mí—, puso mi mano en la suya, se la llevó a los labios y la besó.

Mi único error fue cerrar los ojos. Cuando el avión salió de la terminal en marcha atrás y empezó a rodar por la pista, me negué a ver cómo despegábamos. Aquél era el momento más peligroso, pensé, y si era capaz de sobrevivir a la transición entre la tierra y el aire, olvidarme sencillamente del hecho de que habíamos perdido el contacto con el suelo, me figuraba que tendría alguna posibilidad de salir con bien de todo lo demás. Pero me equivoqué al querer cerrar el paso a los sentidos, fue un error aislarme de aquel hecho que se estaba produciendo en la realidad del instante. Experimentarlo habría sido doloroso, pero mucho peor fue distanciarme de ese dolor y ocultarme en el caparazón de mis pensamientos. El mundo del presente había desaparecido. No había nada que ver, nada que me distrajera, que me impidiera sucumbir a mis miedos, y cuanto más tiempo pasaba con los ojos cerrados, más horriblemente veía lo que mis miedos deseaban que viese.

Siempre había lamentado no haber muerto con Helen y los chicos, pero nunca había llegado a imaginar plenamente lo que habían sido los últimos momentos de sus vidas, antes de que el avión se estrellara. Ahora, con los ojos cerrados, oí gritar a los niños, y vi cómo Helen los abrazaba, diciéndoles que los quería, murmurando entre los gritos de las otras ciento cuarenta y ocho personas que iban a morir que siempre los querría, y cuando la vi allí con los niños en los brazos, perdí el control y me eché a llorar. Exactamente como me había imaginado, me vine abajo y rompí a llorar.

Me llevé las manos a la cara, y durante un tiempo interminable seguí sollozando entre las manos saladas y pegajosas, incapaz de levantar la cabeza, de abrir los ojos y parar. Finalmente, sentí la mano de Alma en la nuca. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero en un momento dado empecé a sentirla, y al cabo de poco me di cuenta de que con la otra mano me estaba acariciando el brazo, de arriba abajo, con mucha suavidad, con el movimiento suave y rítmico de una madre que consuela a un niño abatido. Por extraño que parezca, en el momento en que tomé conciencia de esa idea, en que fui consciente de haber pensado en una madre y un niño, sentí que me había introducido en el cuerpo de Todd, mi propio hijo, y que era Helen quien me consolaba y no Alma. Aquella sensación sólo duró unos segundos, pero fue sumamente intensa, no tanto un producto de la imaginación como una realidad, una verdadera metamorfosis que me transformó en otro, y en el momento en que empezó a disiparse, lo peor de lo que me había ocurrido pasó de pronto.

5

Media hora después, Alma empezó a hablar. Estábamos a once mil metros de altura, sobrevolando alguna región desconocida de Pensilvania u Ohio, y siguió hablando sin parar hasta Albuquerque. Hubo una breve pausa cuando aterrizamos, y luego la historia prosiguió después de que subiéramos a su coche para emprender las dos horas y media de viaje que nos separaba de Tierra del Sueño.

Atravesamos el desierto por una serie de carreteras generales mientras la tarde daba paso al crepúsculo y luego al anochecer. Según recuerdo, no concluyó su relato hasta que llegamos a la verja del rancho; e incluso entonces no había acabado del todo. Estuvo hablando durante casi siete horas, pero no había habido tiempo para contarlo todo.

Al principio no hacía más que saltar de una cosa a otra, yendo y viniendo entre el pasado y el presente, y tardé un tiempo en orientarme y establecer la cronología de los acontecimientos. Todo estaba en su libro, afirmó, todos los nombres y las fechas, todos los hechos esenciales, y no había necesidad de volver sobre los detalles de la vida de Hector antes de su desaparición; no en aquella tarde del avión, en todo caso, no cuando tenía la oportunidad de leer el libro por mí mismo en los días y semanas siguientes. Lo importante era lo que había marcado el destino de Hector como hombre oculto, los años que había pasado en el desierto escribiendo y dirigiendo películas que nunca se habían mostrado al público. Esas películas eran el motivo de que yo estuviese ahora viajando con ella a Nuevo México, y por interesante que quizá hubiera sido saber que el nombre de pila de Hector era Chaim Mandelbaum —y que había nacido en un vapor holandés en pleno Atlántico—, no constituía un dato de verdadera importancia. Daba lo mismo que su madre muriese cuando él tenía doce años y que a su padre, ebanista desinteresado de la política, casi lo matara de una paliza una turba antibolchevique y antisemita en la Semana Trágica de Buenos Aires de 1919. Eso produjo la marcha de Hector a Estados Unidos, pero su padre ya llevaba algún tiempo instándole a que emigrara, y la crisis de Argentina simplemente aceleró la decisión. No tenía sentido enumerar las dos docenas de empleos que tuvo tras llegar a Nueva York, y aún menos hablar de lo que le ocurrió cuando llegó a Hollywood en 1925. Yo sabía bastante sobre sus primeros trabajos de figurante, constructor de decorados y a veces interprete de pequeños papeles en montones de películas perdidas y olvidadas para que volviéramos a detenernos en ello. Su experiencia en la industria cinematográfica había terminado amargándole, afirmó Alma, pero aún no estaba dispuesto a renunciar, y hasta la noche del catorce de enero de 1929, lo último que se le podría haber pasado por la cabeza era que alguna vez tendría que marcharse de California.

Un año antes de su desaparición, Brigid O'Fallon le hizo una entrevista para
Photoplay
. La periodista llegó a casa de Hector en North Orange Drive un domingo a las tres de la tarde, y a las cinco estaban los dos tirados por el suelo, rodando sobre la alfombra y buscándose mutuamente los pliegues y recovecos del cuerpo. Hector tenía tendencia a comportarse así con las mujeres, aseguró Alma, y aquélla no era la primera vez que ponía sus dotes de seducción al servicio de una rápida y decisiva conquista. O'Fallon, una brillante católica de Spokane recién licenciada en Smith, emigrada al Oeste para hacer carrera en el periodismo, sólo tenía veintitrés años. Daba la casualidad de que Alma también se había licenciado en Smith, y gracias a sus amistades de allí consiguió un ejemplar del anuario de 1926. La foto de O'Fallon no llamaba mucho la atención. Ojos un poco juntos, observó Alma, barbilla demasiado ancha y un pelo a lo paje que no le favorecía en nada. Pero tenía algo efervescente, una chispa de malicia o humor acechando en la mirada, un vivo impulso interior. En una fotografía de una representación de La tempestad, puesta en escena por el teatro universitario, aparecía O'Fallon caracterizada de Miranda con una leve túnica blanca y una sola flor blanca en el pelo, y Alma afirmó que estaba encantadora en aquella pose, pequeña y menuda, chispeante de vida y energía: la boca abierta, un brazo extendido hacia delante, declamando unos versos. Como periodista, O'Fallon escribía en el estilo de la época. Sus frases eran mordaces e incisivas, y poseía un don para salpicar sus artículos de ingeniosos apartes y sutiles juegos de palabras que contribuyeron a su rápido ascenso en las filas de la revista. El artículo sobre Hector era una excepción, mucho más serio y con mayor admiración hacia el sujeto de la entrevista que cualquier otro reportaje suyo que Alma hubiera leído.

En cuanto al marcado acento extranjero, sin embargo, no era más que una leve exageración. O'Fallon cargó un poco las tintas para conseguir un efecto cómico, pero así era esencialmente como Hector hablaba en aquella época.

Other books

Luciano's Luck by Jack Higgins
The Launching of Roger Brook by Dennis Wheatley
A Sticky Situation by Kiki Swinson
Bringing the Boy Home by N. A. Nelson
Mistress Minded by Katherine Garbera
Like People in History by Felice Picano