La ironía consistía en que yo era consciente de todo eso. Tiritando con la ropa húmeda, deseoso de llegar y ponerme encima algo de abrigo, hice a pesar de todo un esfuerzo para conducir lo más despacio posible. Eso es lo que me salvó, supongo, aunque al mismo tiempo pudo ser lo que causó el accidente. Si hubiera ido más deprisa, probablemente habría estado más alerta, más atento a los caprichos de la carretera; pero al cabo de un rato dejé vagar la imaginación y acabé sumiéndome en una de esas largas e inútiles meditaciones que únicamente parecen producirse cuando uno va solo en un coche. En esta ocasión, si no recuerdo mal, se trataba de cuantificar los actos efímeros de la vida cotidiana. ¿Cuánto tiempo había dedicado a atarme los zapatos en mis cuarenta años? ¿Cuántas puertas había abierto y cerrado? ¿Cuántas veces había estornudado? ¿Cuántas horas había perdido buscando objetos que no encontraba? ¿Cuántas veces me había dado con la cabeza o con la punta del pie contra algo o había parpadeado para quitarme una mota que se me había metido en el ojo? Descubrí que era un ejercicio más bien agradable, y seguí engrosando la lista mientras avanzaba chapoteando en la oscuridad. A unos treinta kilómetros de Brattleboro, en un tramo despejado de carretera entre los pueblos de T— y West T—, a unos cuatro kilómetros y medio de la desviación hacia el camino de tierra que me llevaría a casa, los ojos de un animal destellaron a la luz de los faros. Un momento después, vi que era un perro.
Lo tenía a unos veinte o treinta metros delante de mí, una pobre bestia escuálida y empapada que andaba dando tumbos en plena noche, y al contrario de lo que suelen hacer los perros perdidos, no circulaba por la cuneta, sino que iba trotando por el centro de la carretera, o un poco a la izquierda de la línea central, es decir, justo en medio de mi carril. Para no atropellarlo, di un volantazo y pisé el freno al mismo tiempo. Quizá no tenía que haber hecho eso, pero ya lo había hecho antes de que se me ocurriera otra cosa, y como la superficie de la carretera estaba húmeda y resbaladiza por la lluvia, las ruedas no agarraron.
Derrapé, pasándome la línea amarilla, y antes de que pudiera girar de nuevo al otro lado, la camioneta se estrelló contra un poste de la luz.
Llevaba puesto el cinturón de seguridad, pero con la fuerza del impacto me di un golpe en el brazo izquierdo contra el volante, los comestibles salieron disparados de las bolsas, y una lata de zumo de tomate rebotó y me dio en la barbilla. El dolor que sentí en la cara me hizo ver las estrellas, y pensé que el brazo me iba a estallar, pero como aún era capaz de flexionar los dedos y podía abrir y cerrar la boca, deduje que no tenía ningún hueso roto. Debí haber sentido alivio al pensar en la suerte que había tenido de escapar sin lesiones graves, pero no estaba de humor para dar gracias ni consolarme con la idea de que podría haber sido mucho peor. Aquello ya era bastante grave, y estaba furioso conmigo mismo por haber dejado la camioneta hecha polvo. Tenía un faro aplastado; el parachoques, abollado; la parte delantera, destrozada. El motor seguía funcionando, sin embargo, pero cuando traté de dar marcha atrás para seguir viaje, me di cuenta de que las ruedas delanteras estaban medio hundidas en el fango.
Me pasé veinte minutos metido en el barro y bajo la lluvia empujando la camioneta para sacarla de allí, y ya estaba demasiado mojado y exhausto para molestarme en limpiar los comestibles que se habían desperdigado por toda la cabina. Me senté frente al volante, di marcha atrás y salí otra vez a la carretera. Tal como descubrí más tarde, hice el resto del viaje con un paquete de guisantes congelados clavado entre el asiento y los riñones.
Ya eran más de las once cuando paré delante de la puerta de casa. Tiritaba, me dolía horrorosamente la mandíbula y el brazo, y estaba de un humor de perros.
Lo imprevisto sucede donde menos lo esperas, como se suele decir, pero una vez que ocurre, lo último que esperas es que vuelva a suceder. Tenía la guardia bajada, y como al salir de la camioneta aún estaba pensando en el perro y el poste de la luz, repasando una vez más los detalles del accidente, no vi el coche aparcado a la izquierda de la casa. El faro de la camioneta no había alumbrado en aquella dirección y cuando apagué la luz y quité el contacto, todo quedó a oscuras a mi alrededor. El aguacero había amainado para entonces, pero seguía lloviznando y en la casa no había una sola luz encendida. Pensando que estaría de vuelta antes de que se pusiera el sol, no me había molestado en encender el farol que había sobre la puerta de entrada. El cielo estaba negro. El suelo estaba negro. Me dirigí a tientas hacia la casa, guiándome por la memoria y el tacto, pero no veía absolutamente nada.
En el sur de Vermont era costumbre dejar la casa abierta, pero yo no lo hacía. Cada vez que salía, cerraba bien con llave. Era un perseverante ritual que me negaba a romper, aunque sólo fuese a estar cinco minutos ausente. Y ahora, mientras manipulaba las llaves por segunda vez aquella noche, me di cuenta de lo estúpidas que eran tales precauciones. Me había quedado efectivamente fuera de casa, sin poder entrar. Tenía las llaves en la mano, pero entre las seis que colgaban del llavero no sabía cuál era la buena. Pasé la mano por la puerta, intentando localizar a tientas la cerradura. Una vez que la encontré, me decidí por una de las llaves al azar y me las arreglé para introducirla en el ojo de la cerradura. Entró hasta la mitad, pero se quedó atascada. Tendría que probar con otra, pero antes debía sacar la primera. Eso supuso más maniobras de lo previsto. En el último momento, justo cuando estaba saliendo la última muesca del agujero, la llave dio una pequeña sacudida y el llavero se me escapó de la mano. Resonó al caer en los escalones de madera, rebotó luego Dios sabe dónde y se perdió en la oscuridad. De esa manera, terminé el viaje igual que lo había empezado: arrastrándome a cuatro patas y blasfemando, buscando unas llaves invisibles.
No podían haber pasado más de unos segundos cuando se encendió una luz en el jardín. Alcé la vista, girando instintivamente la cabeza hacia la luz y, antes de que tuviera tiempo de asustarme, antes incluso de darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, vi que había un coche allí —un coche que no tenía por qué estar en mi casa— y que una mujer se estaba bajando de él. Abrió un enorme paraguas rojo, cerró de un portazo y se apagó la luz. ¿Quiere que le ayude?, preguntó. Me puse precipitadamente en pie, y en aquel momento se encendió otra luz. La mujer me apuntaba con una linterna a la cara.
¿Quién coño es usted?, inquirí.
Usted no me conoce, contestó ella, pero conoce a la persona que me ha enviado.
Eso no me dice nada. Dígame quién es usted, o llamo a la policía.
Me llamo Alma Grund. Llevo esperándolo aquí más de cinco horas, señor Zimmer, y necesito hablar con usted.
¿Y quién es esa persona que la envía?
Frieda Spelling. Hector no se encuentra muy bien.
Ella quiere que usted lo sepa, y me ha encargado que le dijera que no queda mucho tiempo.
Encontramos las llaves con ayuda de su linterna y, cuando abrí la puerta y entré en casa, encendí las luces del cuarto de estar. Detrás de mí entró Alma Grund, una mujer menuda, de unos treinta y cinco o treinta y ocho años, vestida con una blusa de seda azul y sobrio pantalón gris.
Pelo castaño ni corto ni largo, tacones altos, carmín en los labios y un amplio bolso de cuero colgado al hombro.
Cuando di la luz, vi que tenía una marca de nacimiento en el lado izquierdo de la cara. Era una mancha púrpura del tamaño del puño de un hombre, lo bastante larga y ancha como para tener cierta semejanza con un país imaginario: un denso borrón que, empezando en el rabillo del ojo y siguiendo hasta la mandíbula, le cubría más de la mitad de la mejilla. Llevaba el pelo de tal modo que le tapaba la mitad del antojo, y mantenía la cabeza incómodamente inclinada para que no se le moviera el peinado.
Era un gesto arraigado, supongo, un hábito adquirido a lo largo de toda una vida de inhibición, y le daba un aire ridículo y vulnerable, el aspecto de una chica tímida que prefería tener la vista fija en la alfombra en vez de mirarte a los ojos.
En cualquier otro momento, probablemente habría estado dispuesto a hablar con ella; pero aquella noche no.
Estaba fastidiado, muy molesto por todo lo que había pasado ya, y lo único que quería era quitarme la ropa húmeda, darme un baño caliente y meterme en la cama. Había cerrado la puerta justo después de dar la luz del cuarto de estar Ahora la volví a abrir y le pedí cortésmente que se marchara.
Deme sólo cinco minutos, pidió ella. Se lo explicaré todo.
No me gusta que la gente se presente en mi casa sin que la inviten, repuse yo, y no me gusta que nadie se me eche encima en plena noche. No querrá que la haga salir por la fuerza, ¿verdad?
Alzó entonces la cabeza para mirarme, sorprendida por mi vehemencia, asustada por el trasfondo de rabia que había en mi voz. Creí que quería ver a Hector, alegó ella, y al pronunciar esas palabras dio unos pasos hacia delante, apartándose de las inmediaciones de la puerta por si se me ocurría llevar a cabo mi amenaza. Cuando se volvió para mirarme de nuevo, sólo le vi el perfil derecho. Desde ese ángulo tenía un aspecto completamente diferente, y vi que tenía un rostro ovalado, de rasgos finos y piel muy suave. En una palabra, no carecía de atractivo; quizá fuese hasta bonita. Tenía los ojos azul oscuro, y había en ellos una inteligencia rápida y nerviosa que me recordaba un poco a Helen.
Ya no me interesa lo que Frieda Spelling tenga que decirme, repliqué. Me ha tenido esperando demasiado tiempo, y me ha costado mucho trabajo superarlo. Y ahora no voy a caer en lo mismo. Demasiadas esperanzas. Demasiada decepción. No tengo aguante para tanto. Por lo que a mí respecta, esta historia se ha acabado.
Antes de que pudiera contestarme, concluí mi pequeña arenga con unas agresivas palabras de despedida. Voy a darme un baño, anuncié. Cuando termine, espero que se haya marchado de aquí. Y cierre la puerta al salir, por favor.
Le di la espalda y eché a andar hacia la escalera, resuelto a no hacerle caso y a lavarme las manos en todo aquel asunto. Cuando iba por la mitad de la escalera, oí que decía: Ha escrito usted un libro espléndido, señor Zimmer. Tiene derecho a conocer toda la historia. Y yo necesito su ayuda. Si no me escucha hasta el final, van a suceder cosas horribles. Sólo escúcheme cinco minutos.
Eso es todo lo que le pido.
Estaba exponiendo sus argumentos de la manera más melodramática posible, pero yo no estaba dispuesto a dejarme ablandar. Cuando llegué al final de la escalera, me volví para dirigirme a ella desde la galería. No voy a concederle ni cinco segundos, le anuncié. Si quiere hablar conmigo, llámeme mañana. Mejor aún, escríbame una carta. Soy un poco torpe por teléfono. Y entonces, sin esperar su reacción, me metí en el baño y cerré la puerta con cerrojo.
Me quedé en la bañera quince o veinte minutos. Más los tres o cuatro que tardé en secarme, otros dos que empleé en examinarme la barbilla en el espejo, y luego otros seis o siete para ponerme ropa limpia, debí de estar en el piso de arriba una media hora. No tenía prisa alguna. Sabía que cuando volviera a bajar ella seguiría allí, y yo todavía estaba de un humor de perros, hirviendo de animosidad y violencia contenida. Alma Grund no me daba miedo, pero mi propia cólera me asustaba, y ya no tenía idea de lo que había en mi interior. Había tenido aquella explosión de ira en la fiesta de los Tellefson la primavera anterior, pero me había mantenido oculto desde entonces, perdiendo la costumbre de hablar con extraños. La única persona con la que sabía cómo comportarme era conmigo mismo; pero verdaderamente yo ya no era nadie, no estaba realmente vivo. Sólo era alguien que fingía estar vivo, un muerto que pasaba el tiempo traduciendo el libro de un muerto.
Empezó con un torrente de excusas, la cabeza alzada hacia mí desde el piso de abajo cuando volví a aparecer en la galería, pidiéndome que la disculpara por sus malos modales y explicando lo mucho que sentía el haberse presentado en mi casa sin avisar. Ella no era de esas a las que les gusta merodear de noche por casa ajena, afirmó, y no había tenido intención de asustarme. Cuando llamó a mi puerta a las seis de la tarde, brillaba el sol. Supuso erróneamente que yo estaría en casa, y si acabó esperando todo ese tiempo en el jardín, fue sólo porque pensaba que volvería en cualquier momento.
Al bajar la escalera y dirigirme al cuarto de estar, vi que se había peinado y vuelto a pintar los labios. Ahora parecía más tranquila —menos desaliñada, más dueña de sí misma—, y mientras me acercaba a ella y la invitaba a sentarse, sentí que no era en absoluto tan frágil ni estaba tan intimidada como yo creía.
No voy a escucharla hasta que me conteste a unas preguntas, la previne. Si me doy por satisfecho con lo que usted me diga, le daré una posibilidad de hablar conmigo.
En caso contrario, le diré que se marche y que no la quiero ver nunca más. ¿Está claro?
¿Quiere respuestas largas o breves?
Breves. Lo más posible.
Dígame por dónde empiezo, haré lo que pueda.
Lo primero que quiero saber es por qué Frieda Spelling no me ha vuelto a escribir.
Recibió su segunda carta, pero justo cuando se disponía a contestarle, sucedió algo y ya no pudo seguir adelante.
¿Durante todo un mes?
Hector se cayó por las escaleras. En una parte de la casa, Frieda acababa de sentarse frente a su escritorio con una pluma en la mano, y en la otra Hector se dirigía a la escalera. Es alucinante la proximidad de esos dos acontecimientos. Frieda escribió tres palabras —
Querido profesor Zimmer
—, y en ese mismo momento Hector tropezó y se cayó. Se rompió la pierna por dos sitios. Tuvo varias costillas fracturadas. Y un chichón tremendo cerca de la sien.
Vino un helicóptero al rancho y se lo llevó a un hospital de Albuquerque. Mientras le operaban la pierna, tuvo un ataque al corazón. Lo trasladaron al servicio de cardiología y entonces, justo cuando parecía que se estaba recuperando, cogió una neumonía. Estuvo entre la vida y la muerte durante dos semanas. Hubo tres o cuatro momentos en que creímos que íbamos a perderlo. Sencillamente era imposible escribir, señor Zimmer. Ocurrían demasiadas cosas, y Frieda no podía pensar en nada más.
¿Sigue en el hospital?
Ayer lo llevaron a casa. Esta mañana cogí el primer avión, aterricé en Boston hacia las dos y media y alquilé un coche para venir hasta aquí. Es más rápido que escribir una carta, ¿no le parece? Un día en vez de tres o cuatro, y hasta cinco quizá. En cinco días, puede que Hector haya muerto.