Un cuádruple Johnny Walker se derramó en la nuca de Karin y luego, una décima de segundo después, el vaso resonaba contra su espina dorsal. Se sobresaltó —¿cómo no iba a sobresaltarse?—, y al hacerlo se le cayó su plato de estofado y ensalada, que no sólo chocó con el mío haciendo que se estrellara contra el suelo, sino que aterrizó boca abajo sobre mis piernas.
No era precisamente una catástrofe irreparable, pero yo había bebido demasiado para entenderlo, y con los pantalones súbitamente empapados de aceite de oliva y la camisa salpicada de salsa, me dio por sentirme agraviado.
No recuerdo lo que dije, pero fue algo insultante y cruel, una grosería totalmente gratuita,
¡Será patosa la bruja esta!
, creo que fue. Aunque en vez de patosa quizá dije
bruja imbécil
, o a lo mejor
será imbécil esta bruja patosa.
Cualquiera que fuese la expresión, indicaba una cólera que jamás debe manifestarse bajo ninguna circunstancia, y menos aún cuando se podía oír en toda una habitación llena de nerviosos y excitables profesores. Probablemente huelga decir que Karin no era ni patosa ni imbécil; y, lejos de parecer una bruja, era una mujer de treinta y tantos años, atractiva y de buena figura, que daba clases sobre Goethe y Hölderlin y siempre me había tratado con el mayor respeto y amabilidad. Unos momentos antes del incidente, me había invitado a dar una charla en una de sus clases, y yo estaba aclarándome la garganta y preparándome para decirle que tendría que pensarlo cuando se me cayó la copa. Fue enteramente culpa mía, y sin embargo di la vuelta de inmediato a la situación para echársela a ella. Fue un arranque de mal gusto, una prueba más de que no estaba preparado para salir de la jaula. Karin acababa de hacerme una insinuación amistosa, emitiendo, en realidad, tímidas y discretas señales de que estaba disponible para conversaciones más íntimas sobre otra serie de temas, y yo, que no había tocado a una mujer en casi dos años, me encontré respondiendo a aquellas indirectas casi imperceptibles e imaginando, de la forma grosera y vulgar en que suele hacerlo un hombre con demasiado alcohol en las venas, el aspecto que tendría completamente desnuda. ¿Fue por eso por lo que le solté aquella barbaridad? ¿Era tan grande mi odio hacia mí mismo que tuve que castigarla por haber suscitado en mí un atisbo de excitación sexual? ¿O es que en mi fuero interno sabía que ella no pretendía nada por el estilo y que todo aquel drama insignificante era invención mía, un instante de deseo provocado por la cercanía de su perfumado y cálido cuerpo?
Para empeorar las cosas, cuando ella se puso a llorar no lo sentí en absoluto. Entonces ya estábamos los dos de pie, y al ver que el labio inferior de Karin empezaba a temblar y que el rabillo de los ojos se le llenaba de lágrimas, me alegré, casi exultante por la consternación que había causado. En aquel momento había otras seis o siete personas en el estudio, y todas se habían vuelto a mirarnos después del primer grito de sorpresa de Karin. El ruido de platos contra el suelo había atraído hacia el umbral a otros cuantos invitados, y cuando solté mi odiosa observación, la oyó al menos una docena de testigos. Y después todo quedó en silencio. Fue un momento de estupor colectivo, y durante los segundos siguientes todo el mundo se quedó callado, sin saber qué hacer. En aquel pequeño y asfixiante intervalo de incertidumbre, el dolor de Karin se convirtió en rabia.
No tienes derecho a hablarme así, David, me dijo.
¿Quién te crees que eres?
Afortunadamente, Mary era una de las personas que se habían congregado en la puerta, y antes de que las cosas empeoraran aún más, entró apresuradamente en el cuarto y me cogió del brazo.
David no lo decía en serio, aseguró a Karin. ¿Verdad, David? Sólo ha sido una de esas cosas que se dicen sin pensar.
Sentí deseos de contradecirle, de soltarle una buena réplica para demostrarle que lo había dicho muy en serio, pero me contuve. Me costó toda mi capacidad de autocontrol, pero Mary se estaba tomando muchas molestias para apaciguar los ánimos, y en cierto modo yo era consciente de que lamentaría causarle más problemas. Aun así, no me disculpé, y tampoco traté de mostrarme agradable.
En vez de decir lo que quería decir, me liberé de su mano sacudiendo el brazo, salí del estudio y crucé el salón mientras mis antiguos colegas me miraban sin decir nada.
Fui derecho al piso de arriba, a la habitación de Greg y Mary. Pensaba coger mis cosas y marcharme, pero mi anorak estaba enterrado bajo un enorme montón de abrigos sobre la cama y no lo podía encontrar. Tras realizar algunas excavaciones, empecé a tirar abrigos al suelo, eliminando posibilidades para simplificar la búsqueda. Justo cuando había completado la mitad de la operación —más abrigos fuera que encima de la cama—, Mary apareció en la puerta. Era una mujer menuda, de cara redonda, mejillas rubicundas y pelo muy rizado, y al verla de pie en el umbral, con las manos en jarras, comprendí inmediatamente que estaba harta de mí. Me sentí como un niño a punto de ser reprendido por su madre, ¿Qué estás haciendo?, inquirió.
Buscando mi chaquetón.
Está en el armario de abajo. ¿No te acuerdas?
Creía que estaba aquí.
Está abajo. Greg lo colgó allí cuando llegaste. Tú mismo le buscaste una percha.
Vale, voy a buscarlo.
Pero Mary no estaba dispuesta a dejarme escapar tan fácilmente. Entró en la habitación, dio unos cuantos pasos, se agachó a recoger un abrigo y lo arrojó airadamente sobre la cama. Luego recogió otro y lo tiró también hacia la cama. Siguió recogiendo abrigos y cada vez que lanzaba uno a la cama, interrumpía a media frase lo que estaba diciendo. Los abrigos eran como signos de puntuación —súbitos guiones, presurosos puntos suspensivos, violentas exclamaciones—, cada uno de los cuales separaba sus palabras como un hachazo.
Cuando vayas abajo, me dijo, quiero que... hagas las paces con Karin... No me importa que tengas que ponerte de rodillas... para pedirle perdón... Todo el mundo está hablando de eso... Y si ahora no haces esto por mí, David..., nunca volveré a invitarte a venir a esta casa.
En primer lugar yo no quería venir, le contesté. Si no me hubieras forzado, no habría estado aquí para insultar a tus invitados. Y la fiesta de hoy podría haber sido igual de sosa y aburrida que todas las que has dado.
Necesitas asistencia médica, David... No se me olvida todo lo que has pasado..., pero la paciencia tiene un límite... Vete a ver a un médico antes de que te destroces la vida.
Vivo la vida que es posible para mí. Lo que no incluye asistir a las fiestas que des en tu casa.
Mary arrojó el último abrigo sobre la cama, y entonces, sin motivo aparente alguno, se sentó bruscamente y rompió a llorar.
Escucha, gilipuertas, dijo con voz queda. Yo también la quería. Tú estabas casado con ella, de acuerdo, pero Helen era mi mejor amiga.
No, no lo era. Helen era mi mejor amiga. Y yo era su mejor amigo. Tú no tienes nada que ver, Mary.
Eso puso punto final a la conversación. Me había mostrado tan duro con ella, tan terminante en mi rechazo de sus sentimientos, que no se le ocurrió nada más que decir. Cuando salí del dormitorio, estaba sentada de espaldas a mí, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y mirando los abrigos.
Dos días después de la fiesta, la Universidad de Pensilvania me envió la noticia de que quería publicar mi libro.
En aquel momento llevaba casi cien páginas hechas de la traducción de Chateaubriand, y un año después, cuando se publicó
El silencioso mundo de Hector Mann
, ya había acabado otras mil doscientas. Si hubiera seguido trabajando a ese ritmo, lo habría terminado en otros siete u ocho meses. Añadamos a eso el tiempo necesario para las revisiones y modificaciones estilísticas, y en menos de un año podría haber entregado a Alex la traducción terminada.
Pero al final, aquel año sólo duró tres meses. Seguí adelante, acabando otras doscientas cincuenta páginas, y ya iba por el capítulo sobre la caída de Napoleón en el vigésimo tercer libro (
la desgracia y lo maravilloso son gemelos, nacieron a la vez
), cuando, una tempestuosa y húmeda tarde de principios de verano, me encontré la carta de Frieda Spelling en el buzón. Reconozco que al principio me quedé pasmado, pero una vez que le envié mi respuesta y reflexioné un poco sobre el asunto, logré convencerme de que se trataba de una patraña. Eso no implicaba que el hecho de contestar a Frieda hubiese sido un error, pero ahora que me había cubierto las espaldas, supuse que nuestra correspondencia terminaría ahí.
Nueve días después, volví a tener noticias suyas. Esta vez había escrito una hoja entera, y como encabezamiento llevaba un membrete en relieve azul con su nombre y dirección. Pensé en lo fácil que era encargar papel de correspondencia con membrete falso, pero ¿por qué se molestaría alguien en hacerse pasar por una persona de la que yo no había oído hablar jamás? El nombre de Frieda Spelling no significaba nada para mí. Bien podría haber sido la mujer de Hector Mann, pero lo mismo era una loca que vivía sola en mitad del desierto; aunque, desde luego, ya no tenía sentido negar su existencia.
Querido profesor
, escribía.
Sus dudas son perfectamente comprensibles, y no me sorprende en absoluto que se muestre reacio a creerme. La única manera de saber la verdad es aceptar la invitación que le hacía en mí anterior carta. Coja un avión, venga a Tierra del Sueño y conozca a Hector. Si le dijera que escribió y dirigió una serie de películas después de salir de Hollywood en 1929 —y que está dispuesto a proyectarlas aquí en el rancho, para usted—, quizá le interesaría venir. Hector tiene casi noventa años y su estado de salud no es muy bueno. Su testamento me ordena destruir las películas y los negativos a las veinticuatro horas de su muerte, y no sé cuánto tiempo durará. Le ruego que se ponga pronto en contacto conmigo. A la espera de su respuesta, reciba un cordial saludo, Frieda Spelling (Sra. de Hector Mann).
Una vez más, dominé el entusiasmo. Mi respuesta fue concisa, formal, incluso un tanto descortés, quizá, pero antes de comprometerme a nada tenía que saber si era digna de confianza.
Quiero creerla,
escribí
, pero necesito pruebas. Si espera que yo vaya a Nuevo México, he de tener la seguridad de que sus afirmaciones son ciertas y de que, efectivamente, Hector Mann vive aún. En cuanto mis dudas se hayan resuelto, iré al rancho. Pero le advierto que no viajaré en avión, Cordialmente, D. Z.
No cabía duda de que volvería a escribir, a menos que la hubiese asustado. En ese caso, admitiría tácitamente que me había engañado y ahí se acabaría la historia. Yo no creía que fuese así, pero con independencia de lo que Frieda estuviese tramando, no tardaría mucho en averiguar la verdad. El tono de su segunda carta había sido urgente, casi suplicante, y si en realidad era quien decía ser, no iba a perder el tiempo escribiéndome otra vez. El silencio significaría que su impostura habría quedado al descubierto, pero si contestaba —y yo confiaba plenamente en ello—, no tardaría mucho en recibir su carta. La última había tardado nueve días en llegar. Si todo iba bien (sin retrasos ni meteduras de pata en correos), me figuraba que la siguiente tardaría todavía menos.
Hice lo que pude por estar tranquilo, por ceñirme a mi tarea y adelantar las
Memorias
, pero fue inútil. Estaba demasiado distraído, demasiado nervioso para prestarles la debida atención, y tras luchar por cumplir el cupo de páginas durante varios días seguidos, terminé por declarar una moratoria en el trabajo. A la mañana siguiente, muy temprano, me introduje en el armario de la habitación de invitados y saqué mis viejos archivos con la documentación sobre Hector, que había metido en cajas de cartón al terminar el libro. Eran seis cajas en total. Cinco de ellas contenían notas, esquemas y borradores de mi manuscrito, pero la última estaba repleta de toda clase de documentos preciosos: recortes, fotos, microfilmes, fotocopias de artículos, críticas de antiguas crónicas de sociedad, hasta la última referencia impresa a Hector Mann que había caído en mis manos. Hacía mucho tiempo que no miraba aquellos papeles, y como ya no tenía otra cosa que hacer sino esperar a que Frieda Spelling se pusiera de nuevo en contacto conmigo, me llevé la caja al estudio y pasé el resto de la semana rebuscando en ella. No creo que esperase descubrir algo que ya no supiera, pero el contenido de los archivos se me había vuelto un tanto borroso en la memoria, y tenía la impresión de que valía la pena echarle otra mirada. La mayor parte de la información que había recopilado no era muy fidedigna: artículos de la prensa sensacionalista, estupideces de revistas de admiradores, fragmentos de reportajes plagados de hipérboles, suposiciones erróneas y absolutas falsedades. Sin embargo, mientras tuviera presente que no debía creer lo que leyese, no veía motivo para que el ejercicio no resultase beneficioso.
Hector era objeto de cuatro reseñas entre agosto de 1927 y octubre de 1928. La primera apareció en el Bulletin de Kaleidoscope, órgano publicitario mensual de la recién creada compañía de producción de Hunt. En esencia, era un comunicado de prensa para anunciar el contrato que habían firmado con Hector, y como hasta el momento no era muy conocido, se encontraban en condiciones de inventar cualquier historia que sirviera a sus propósitos. Corrían los últimos días del latin lover de Hollywood, el periodo inmediatamente posterior a la muerte de Valentino, cuando los extranjeros morenos y exóticos aún atraían a las multitudes, y Kaleidoscope intentó capitalizar el fenómeno anunciando a Hector como
Don Disparate, el seductor sudamericano con un toque cómico
. Para apoyar la afirmación, le inventaron una intrigante serie de actividades artísticas, toda una carrera supuestamente anterior a su llegada a California: teatro de variedades en Buenos Aires, largas giras de vodevil por Argentina y Brasil, una serie de películas muy taquilleras producidas en México. Presentando a Hector como una estrella indiscutible, Hunt podía crearse buena reputación insinuando que tenía buen ojo para el talento artístico.
No era un simple recién llegado al mundo del cine, sino un jefe de estudio inteligente y emprendedor que había ganado a sus competidores el derecho a traer a un artista extranjero para ofrecérselo al público norteamericano. Era fácil que la gente se tragase esa mentira. Al fin y al cabo, nadie prestaba atención a lo que ocurría en otros países, y con tantísimas posibilidades imaginativas para elegir, ¿por qué ceñirse a los hechos?