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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (9 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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¿Y qué me dices de los vivos, David? ¿Has pasado mucho tiempo con ellos?

El mínimo posible.

Eso pensaba que dirías.

El año pasado tuve una conversación en Washington con un hombre llamado Singh. El doctor J. M. Singh.

Una excelente persona, y disfruté mucho de su compañía.

Me hizo un gran favor.

¿Vas a algún médico ahora?

Por supuesto que no. Esta charla que estamos teniendo ahora es la conversación más larga que he mantenido con alguien desde entonces.

Debías haberme llamado cuando estuviste en Nueva York.

No estaba en condiciones.

Ni siquiera has cumplido los cuarenta, David. La vida sigue, ya sabes.

En realidad, los cumplo el mes que viene. El día quince voy a dar una fiesta monumental en el Madison Square Garden, y espero que Barbara y tú podáis asistir. Me sorprende que todavía no hayáis recibido la invitación.

Lo que pasa es que todo el mundo está preocupado por ti. No quiero meterme donde no me llaman, pero cuando alguien a quien aprecias se comporta de ese modo, es difícil quedarse de brazos cruzados viendo lo que pasa.

Ojalá me dejaras ayudarte.

Ya me has ayudado. Me has ofrecido trabajo, y te lo agradezco.

Eso es trabajo. Me refiero a la vida.

¿Y qué diferencia hay?

Mira que eres testarudo, joder.

Cuéntame algo sobre Dexter Feinbaum. Al fin y al cabo ese individuo es mi benefactor, y no tengo ni la menor idea de quién fue.

No querrás hablar de eso ahora, ¿verdad?

Como nuestro viejo amigo de la oficina de cartas no reclamadas solía decir: preferiría que no. Nadie puede vivir sin los demás, David. Sencillamente, no es posible.

Quizá no. Pero antes de mí no ha habido nadie como yo. A lo mejor yo soy el primero.

De la introducción a
Memorias de un muerto
(París, 14 de abril de 1846; revisada el 28 de julio):

Como me resulta imposible prever el instante de mi muerte, y como a mi edad los días concedidos a los hombres son únicamente momentos de gracia, o más bien de sufrimiento, me siento obligado a ofrecer unas palabras a modo de explicación.

El cuatro de septiembre cumpliré setenta y ocho años. Ya es hora de que deje un mundo que me está dejando rápidamente a mí, y al que no echaré de menos...

La triste necesidad, que siempre me ha tenido cogido por el cuello, me ha obligado a vender mis Memorias. Nadie puede imaginarse lo que he sufrido al verme obligado a empeñar mi tumba, pero debo este último sacrificio a mis solemnes promesas y a la coherencia de mi actos... Yo pensaba legarlas a Madame Chateaubriand. Ella las habría revelado al mundo o las habría eliminado, según su conveniencia.

Ahora más que nunca, creo que esta última solución habría sido preferible...

Las presentes Memorias se han compuesto en diferentes épocas y en diversos países. Por ese motivo ha sido necesario que añadiera prólogos para describir lo lugares que tenía ante los ojos y los sentimientos que albergaba mi corazón cuando retomaba el hilo de la narración. Las formas cambiantes de mi vida se entremezclan, pues, unas con otras. A veces, en mis momentos de prosperidad, me ha ocurrido tener que hablar de mis días de penalidades; y en mis horas de tribulación volver a los periodos de felicidad. La juventud entrando en la edad provecta, la gravedad de los últimos años tiñendo y entristeciendo los años de inocencia, los rayos del sol cruzándose y fundiéndose desde el momento de su salida hasta el instante de su ocaso, han producido en mis historias una especie de confusión o, si se prefiere, cierta unidad misteriosa. La cuna tiene algo de la tumba; la tumba, algo de la cuna; los sufrimientos se convierten en placeres, los placeres en dolores; y ahora que acabo de concluir la lectura de estas Memorias, ya no estoy seguro de si son el producto de una mente juvenil o de una cabeza que la edad ha vuelto gris.

No sé si esta mixtura complacerá o desagradará al lector.

Nada puedo hacer para remediarlo. Es el resultado de mi cambiante fortuna, de la incoherencia de mi suerte. Sus tempestades no me han dejado a menudo más mesa para escribir que la roca contra la cual naufragaba.

Me han instado a que publicara en vida mía algunas partes de estas Memorias, pero prefiero hablar desde las profundidades de mi tumba. Mi narración irá así acompañada de aquellas voces que guardan en ellas algo sagrado porque salen del sepulcro. Si he sufrido lo suficiente en este mundo para convertirme en el otro en una sombra feliz, un rayo escapado de los Campos Elíseos arrojará una luz protectora sobre estas últimas imágenes mías. La vida me pesa demasiado; quizá la muerte me siente mejor.

Estas Memorias tienen especial importancia para mí.

A San Buenaventura le concedieron permiso para seguir escribiendo su libro después de la muerte. Yo no puedo esperar una gracia semejante, pero aunque sólo fuera eso me gustaría resucitar a media noche para corregir las pruebas del mío...

Si alguna parte de esta tarea me ha resultado más satisfactoria que otras, es la relacionada con mi juventud: el rincón más oculto de mi vida. En ella he tenido que revivir un mundo únicamente conocido por mí, y al deambular por aquel reino desaparecido sólo encontré silencio y recuerdos.

De todas las personas que he conocido, ¿cuántas seguirán hoy vivas?

... Si acaso muriera lejos de Francia, deseo que mis restos no se t asladen a mi país natal hasta que hayan pasado cincuenta años de su primera inhumación. Que a mi cuerpo se le evite una autopsia sacrílega; que nadie hurgue en mi cerebro sin vida ni en mi corazón extinto para descubrir el misterio de mi ser. La muerte no revela los secretos de la vida. La imagen de un cadáver viajando por correo me llena de horror, pero unos huesos secos y pulverizados se transportan fácilmente. Estarán menos fatigados en ese viaje final que cuando yo los arrastraba por este mundo, agobiados por la carga de mis penas.

Empecé a trabajar en esas páginas a la mañana siguiente de mi conversación con Alex. Pude hacerlo porque disponía de un ejemplar del libro (en la edición en dos volúmenes de La Pléiade, a cargo de Levaillant y Moulinier, completa, con variantes, notas y apéndices) que había tenido en las manos tres días antes de recibir la carta de Alex. A principios de aquella semana, había terminado de montar las librerías. Me había pasado varias horas todos los días sacando los libros de las cajas y colocándolos en los estantes, y en medio de esa aburrida operación me encontré en un momento dado con Chateaubriand. Hacía años que no echaba una mirada a las
Memorias
, pero aquella mañana, en el caos de mi sala de estar de Vermont, rodeado de cajas vacías y torres de libros sin clasificar, movido por un impulso las volví a abrir. Mis ojos cayeron inmediatamente en un breve pasaje del primer volumen. En él, Chateaubriand habla de una excursión a Versalles en compañía de un poeta bretón en junio de 1789. Era menos de un mes antes de la toma de la Bastilla, y a media visita vieron pasar a María Antonieta con sus dos hijos.
Mirándome con una sonrisa, me saludó con la misma gracia con que lo había hecho el día de mi presentación. Jamás olvidaré aquella mirada suya, que pronto dejaría de existir. Cuando María Antonieta sonreía, los contornos de su boca eran tan nítidos que (¡horrible pensamiento!) el recuerdo de su sonrisa me permitió reconocer la mandíbula de aquella hija de reyes cuando se descubrió la cabeza de la infortunada mujer en las exhumaciones de 1815.

Era una imagen truculenta, impresionante, y seguí pensando en ella después de cerrar el libro y colocarlo en el estante. La cabeza cercenada de María Antonieta, desenterrada entre una fosa de restos humanos. En tres frases breves, Chateaubriand abarca veintiséis años. Va de la carne al hueso, de una vida chispeante a una muerte anónima, y en el abismo que se abre entre ambas yace la experiencia de toda una generación, los implícitos años de terror, brutalidad y locura. El pasaje me dejó anonadado, conmovido como no lo había estado en año y medio por influjo de palabra alguna. Y entonces, sólo tres días después de mi encuentro accidental con aquellas frases, recibí la carta de Alex en la que me pedía que tradujera el libro.

¿Se trataba de una coincidencia? Naturalmente que sí, pero en aquellos momentos tuve la impresión de que el acontecimiento era obra de mi voluntad, como si la carta de Alex hubiera completado en cierto modo una idea que yo había sido incapaz de articular. En el pasado, yo no me contaba entre los que creen en paparruchas místicas de ese tipo. Pero cuando se vive como yo vivía entonces, totalmente encerrado en mí mismo y sin molestarme en lanzar la más mínima mirada a mi alrededor, el punto de vista empieza a cambiar. Porque el caso era que la carta de Alex estaba fechada el lunes, día nueve, y yo la recibí el jueves, doce: tres días después. Lo que significaba que cuando él estaba en Nueva York escribiéndome acerca del libro, yo estaba en Vermont, con el libro en las manos.

No quisiera insistir en la importancia de esa coincidencia, pero entonces no podía dejar de interpretarla como una señal. Era como si yo hubiera pedido algo sin saberlo, y de pronto mis deseos se viesen cumplidos.

Así que lo preparé todo y me puse a trabajar otra vez.

Me olvidé de Hector Mann y pensé únicamente en Chateaubriand, enfrascándome en la monumental crónica de una existencia que no tenía nada que ver con la mía. Eso era lo que más me atraía del trabajo: la distancia, la tremenda lejanía que me separaba de lo que estaba haciendo. Me había gustado acampar durante un año en la Norteamérica del decenio de 1920; aún mejor era pasar un tiempo en la Francia de los siglos XVIII y XIX. Nevaba en mi pequeña montaña de Vermont, pero yo apenas me daba cuenta. Me encontraba en Saint-Malo y París, en Ohio y Florida, en Inglaterra, Roma y Berlín. Gran parte del trabajo era mecánico, y como yo era el sirviente del texto y no su creador, me exigía un esfuerzo de distinta especie del que había realizado al escribir
El mundo silencioso
. Traducir es un poco como echar carbón. Se recoge con la pala y se lanza al horno. Cada trozo es una palabra, y cada palada es otra frase, y si se tiene una espalda recia y suficiente energía para seguir con la tarea ocho o diez horas seguidas, se podrá mantener un buen fuego.

Con cerca de un millón de palabras a la vista, me sentía preparado para trabajar incansablemente el tiempo que fuese necesario, aunque el resultado fuese incendiar la casa.

Durante la mayor parte de aquel primer invierno, no salí a ningún sitio. Cada diez días, cogía el coche e iba a Brattleboro a comprar comida al Grand Union, pero eso era lo único con que me permitía interrumpir mi marcha habitual. Brattleboro quedaba bastante lejos, pero aquellos treinta kilómetros de más me evitaban encuentros fortuitos. La gente de Hampton solía hacer la compra en otro Grand Union, justo al norte de la universidad, y no había muchas probabilidades de que alguno de ellos apareciera en Brattleboro. Pero eso no significaba que no pudiera ocurrir, y pese a todos mis cautelosos planes, me salió el tiro por la culata. Una tarde de marzo, mientras cargaba el carro con papel higiénico en el pasillo seis, me encontré de frente con Greg y Mary Tellefson. Aquello terminó en una invitación a cenar, y aunque hice cuanto pude por librarme, Mary siguió haciendo malabarismos con las fechas hasta que me quedé sin excusas imaginarias. Doce noches después, cogí la camioneta y me dirigí a su casa, al extremo del campus de Hampton, a eso de un kilómetro de donde había vivido con Helen y los chicos.

Si sólo hubieran estado ellos dos no habría supuesto tal suplicio para mí, pero a Greg y Mary se les había ocurrido invitar a otras veinte personas, y yo no estaba preparado para afrontar semejante multitud. Todos se mostraban muy simpáticos, desde luego, y la mayoría de ellos probablemente se alegraba de verme, pero yo me sentía cohibido, fuera de mi elemento, y cada vez que abría la boca para decir algo, me encontraba diciendo lo que no debía.

Ya no estaba al tanto de los cotilleos de Hampton. Todos suponían que quería enterarme de las últimas intrigas y situaciones embarazosas, los divorcios y aventuras extramaritales, los ascensos y las peleas del claustro, pero lo cierto era que todo eso me parecía insoportablemente aburrido. Me apartaba de una conversación, y un momento después me veía rodeado por otro grupo de gente que charlaba de lo mismo pero en términos diferentes.

Ninguno tuvo la falta de tacto de mencionar a Helen (los profesores universitarios son demasiado educados para eso), y por tanto se limitaban a temas supuestamente neutrales: noticias recientes, política, deportes. Yo no tenía la menor idea de lo que hablaban. Hacía más de un año que no leía un periódico, y por lo que a mí respectaba, bien podían referirse a hechos que se hubieran producido en otro planeta.

La fiesta empezó con todo el mundo arremolinándose en la planta baja, entrando y saliendo de las habitaciones, juntándose durante unos minutos para luego separarse y formar otros grupos en otros cuartos. Yo fui del salón al comedor y de la cocina al estudio, y en algún momento Greg me abordó y me puso en la mano un whisky con soda. Lo cogí sin pensar y, como estaba inquieto y no me sentía cómodo, me lo bebí en unos veinticuatro segundos.

Era la primera copa que me tomaba en más de un año.

Había sucumbido a las tentaciones de diversos minibares de hotel mientras me documentaba sobre Hector Mann, pero juré no volver a tomar una gota de alcohol cuando me mudé a Brooklyn y me puse a escribir. No es que me muriese especialmente de ganas por beber cuando no tenía alcohol a mano, pero era consciente de que me faltaba muy poco para caer en un grave problema. Mi comportamiento a raíz del accidente me había convencido de ello, y si no me hubiera armado de valor para salir de Vermont cuando lo hice, probablemente no habría vivido lo suficiente para asistir a la fiesta de Greg y Mary; por no hablar de estar en condiciones de preguntarme por qué coño había vuelto.

Cuando acabé la copa, me dirigí al bar para servirme otra, pero esta vez prescindí de la soda y sólo añadí hielo.

Para la tercera, me olvidé del hielo y me lo serví seco.

Cuando la cena estuvo lista, los invitados se alinearon en torno a la mesa del comedor, se llenaron los platos y se dispersaron por las demás habitaciones de la casa en busca de sillas. Acabé en el estudio, apretujado entre el brazo del sofá y Karin Müller, lectora de alemán. Para entonces yo ya tenía la coordinación un poco floja, y estando allí sentado con un plato de estofado de ternera y ensalada en precario equilibrio sobre las rodillas, me volví para coger mi copa de detrás del sofá (donde la había dejado antes de sentarme), y nada más cogerla se me escapó de la mano.

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