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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (8 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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Sólo había transcurrido año y medio, y quería seguir guardando luto. Lo único que necesitaba era otro proyecto en que trabajar, otro mar donde ahogarme.

Acabé comprando una casa en la ciudad de West T—, a unos cuarenta kilómetros al sur de Hampton. Era una casita ridícula, una especie de chalé de montaña prefabricado, con moqueta de pared a pared y una chimenea eléctrica, pero su fealdad era tan extrema que rayaba en lo precioso. No tenía encanto ni carácter, ni detalles amorosamente trabajados, nada que indujera a pensar que alguna vez podría convertirse en un hogar. Era un hospital para muertos vivientes, parada obligada de afligidos, y habitar en aquel interior anodino e impersonal equivalía a comprender que el mundo era una ilusión que había que reinventar cada día. Pese a todos sus fallos de concepción, sin embargo, las dimensiones de la casa me parecieron ideales. No era tan grande para que uno se sintiera perdido en ella, ni tan pequeña para tener la sensación de estar encerrado. Tenía una cocina con claraboyas en el techo; un salón a un nivel más bajo con un ventanal y dos paredes vacías lo bastante altas para poner estanterías donde colocar mis libros; una galería sobre el salón y tres habitaciones de proporciones idénticas: una para dormir, otra para trabajar y otra para almacenar las cosas que ya no era capaz de mirar pero que no me decidía a tirar. Por su forma y dimensiones era ideal para alguien que quisiera vivir solo, con la ventaja añadida de estar completamente aislada. Situada hacia la mitad de la ladera de una montaña y rodeada de espesos bosques de abedules, abetos y arces, sólo era accesible por un camino de tierra. Si no me apetecía ver a nadie, no tenía por qué hacerlo. Y lo más importante, nadie tendría que verme a mí.

Me mudé justo después del primero de año, en 1987, y durante las seis semanas siguientes me dediqué a cosas prácticas: montar librerías, instalar una estufa de leña, vender el coche y sustituirlo por una camioneta con tracción a las cuatro ruedas. Cuando nevaba, la montaña se volvía traicionera, y como se pasaba nevando casi todo el tiempo, me hacía falta un vehículo que me permitiera bajar y subir sin que cada viaje se convirtiera en una aventura. Contraté a un fontanero y a un electricista para que arreglaran cañerías y cables, pinté paredes, apilé leña para todo el invierno y compré un ordenador, una radio y un aparato que era a la vez, teléfono y fax. Mientras,
El silencioso mundo de Hector Mann
iba abriéndose paso poco a poco entre los tortuosos canales de las editoriales universitarias. A diferencia de otros libros, las obras de erudición no se publican ni se rechazan según el criterio de un solo responsable de la editorial. Se envían copias del manuscrito a diversos especialistas en la materia de que se trate, y no se toma una decisión hasta que éstos hayan leído la propuesta y enviado sus respectivos informes. Por ese trabajo se pagan unos honorarios mínimos (unos doscientos dólares, en el mejor de los casos), y como los especialistas suelen ser profesores que se dedican a dar clase y a escribir sus propios libros, el proceso a veces se alarga demasiado.

En mi caso, esperé desde mediados de noviembre hasta finales de marzo antes de recibir respuesta. Para entonces estaba tan absorto en otra cosa que casi se me había olvidado que les había mandado el manuscrito. Me alegré de que lo aceptaran, desde luego, estaba satisfecho de que mis esfuerzos hubieran dado un resultado concreto, pero no puedo decir que aquello significara mucho para mí.

Eran buenas noticias para Hector Mann, quizá, buena cosa para cazadores de antigüedades cinematográficas y aficionados a bigotes negros pero ahora que ya tenía esa experiencia en mi haber, rara vez volvía a pensar en ello. Y en las pocas ocasiones en que lo hacía, me parecía que el libro lo había escrito otra persona.

A mediados de febrero, recibí una carta de un antiguo compañero de estudios, Alex Kronenberg, que ahora era profesor en Columbia. Lo había visto por última vez en el funeral de Helen y los niños, y aunque no habíamos hablado desde entonces, seguía considerándolo un amigo de verdad. (Su carta de pésame había sido un modelo de elocuencia y compasión, la mejor de todas las que me enviaron
)
Empezaba esta última disculpándose por no haberse puesto antes en contacto conmigo. Había pensado mucho en mí, decía, y se había enterado por radio macuto de que no estaba en Hampton, de que había pedido la excedencia para pasar una temporada en Nueva York. Lamentaba que no lo hubiera llamado entonces. De haber sabido que estaba en la ciudad, le habría dado una inmensa alegría verme.

Ésas fueron sus palabras textuales —
una inmensa alegría
—, una expresión típica de Alex. En cualquier caso, añadía en el siguiente párrafo, la Universidad de Columbia le había encargado hacía poco que editara una nueva colección, la Biblioteca de Clásicos Mundiales. Un licenciado de la promoción de 1927 de la Escuela Técnica de Ingenieros de Columbia, que atendía por el incongruente nombre de Dexter Feinbaum, les había legado cuatro millones y medio de dólares para que pusieran en marcha la colección.

La idea consistía en reunir indiscutibles obras maestras de la literatura universal con arreglo a una selección uniforme. Se incluiría todo desde Meister Eckhart a Fernando Pessoa, y siempre que las traducciones existentes se considerasen inadecuadas, se encargarían versiones nuevas.

Es una empresa de locos,
escribía Alex
, pero me han puesto al frente de ella, nombrándome directo literario, y pese al régimen de horas extraordinarias (ya no duermo más), debo admitir que estoy disfrutando mucho. En su testamento, Feinbaum elaboró una lista de los primeros cien libros que quería publicados. Se hizo rico fabricando revestimientos de aluminio, pero su gusto literario era impecable. Una de las obras incluidas en su lista es Mémoires d'outre-tombe, de Chateaubriand. Todavía no he leído la maldita cosa, nada menos que dos mil páginas, pero recue do lo que me dijiste una noche en 1971, en el campas de Yale —debía de ser cerca de aquella pequeña plaza que estaba justo frente al Beineke—, y te lo voy a repetir ahora. «Esta», me dijiste (enseñándome el primer volumen de la edición francesa y agitándolo en el aire), «es la mejor autobiografía jamás escrita. » No sé si todavía sigues pensando lo mismo, pero probablemente no tengo que decirte que desde la publicación del libro en 1848 sólo se han hecho dos traducciones. Una en 1849 y otra en 1902. Ya es hora de que se haga otra, ¿no te parece? No tengo idea de si te sigue interesando la traducción de libros, pero en caso de que así sea, me encantaría que nos hicieras ésta.

Para entonces yo ya tenía teléfono. No es que esperase que me llamara alguien, pero pensé que debía ponerlo por si ocurría algo. No había vecinos por allá arriba, y si se me derrumbaba el tejado o se prendía fuego a la casa, quería estar en condiciones de pedir ayuda. Aquélla fue una de mis pocas concesiones a la realidad, un reconocimiento indirecto de que a fin de cuentas yo no era la única persona en el mundo. Normalmente, habría contestado a Alex por carta, pero dio la casualidad de que cuando abrí la carta aquella tarde estaba en la cocina, y tenía el teléfono allí mismo, justo en la encimera, a medio metro de mano. Alex se había mudado hacía poco, y debajo de la firma había escrito su nueva dirección y su número de ahora. Era demasiado tentador no aprovechar todo eso a la vez, así que cogí el aparato y marqué.

El teléfono sonó cuatro veces al otro lado de la línea, y luego se puso en marcha un contestador automático.

Inesperadamente, el mensaje lo decía un niño. Al cabo de tres o cuatro palabras reconocí la voz del hijo de Alex. Jacob debía de tener unos diez años por entonces, porque era más o menos año y medio mayor que Todd; o mejor dicho, año y medio mayor de lo que Todd habría sido en caso de que hubiera seguido viviendo. El niño dijo: Estamos al final de la novena. Las bases están ocupadas y hay dos jugadores eliminados. El marcador está cuatro a tres, mi equipo va perdiendo, y yo bateo. Si doy bola, ganamos el partido. Ahí viene el lanzamiento. Bateo. Es pelota rasa.

Suelto el bate y echo a correr. El segunda base recoge la bola rasa, lanza a la primera y quedo eliminado. Sí, tíos, eso es; estoy eliminado. Jacob está fuera. Lo mismo que mi padre, Alex; mi madre, Barbara; y mi hermana, Julie.

Ahora mismo toda la familia está fuera. Por favor, dejad un mensaje después del pitido y os llamaremos en cuanto recorramos las bases y volvamos a casa.

No era más que una simpleza encantadora, pero me descompuso. Cuando el pitido anunció el fin del mensaje, no se me ocurrió nada que decir, y en vez de dejar que la cinta siguiera corriendo en silencio, colgué. Nunca me había gustado hablar a esas máquinas. Me ponían nervioso, hacían que me sintiera incómodo, pero el escuchar a Jacob fue como una sacudida que me dejó hecho polvo, en un estado próximo a la desesperación. Su voz irradiaba demasiada felicidad, y entre las palabras resonaban demasiadas risas. Todd también había sido un niño inteligente y animado, pero no tenía ocho años y medio, sino siete, y seguiría teniendo siete incluso cuando Jacob fuese un hombre hecho y derecho.

Esperé unos minutos y luego lo volví a intentar. Ahora sabía lo que me esperaba, y cuando el mensaje se empezó a oír por segunda vez, me aparté el teléfono de la oreja para no tener que escucharlo. Parecía que el flujo de palabras no iba a acabar nunca, pero cuando el pitido lo cortó al fin, volví a ponerme el aparato en el oído y empecé a hablar. Alex, dije, acabo de leer tu carta, y quiero comunicarte que estoy dispuesto a hacer la traducción.

Considerando la extensión del libro, no deberías esperar una versión definitiva hasta dentro de dos o tres años.

Aunque supongo que eso ya lo sabes. Todavía estoy instalándome aquí, pero en cuanto sepa manejar el ordenador que me compré la semana pasada, pondré manos a la obra.

Gracias por el ofrecimiento. Andaba buscando algo que hacer, y creo que esto me gustará. Recuerdos a Barbara y los niños. Ya charlaremos; espero que sea pronto.

Me llamó aquella misma noche, tan sorprendido como satisfecho de que hubiese aceptado. Te lo dije simplemente por decir, me explicó, pero no habría estado bien que no te lo ofreciera a ti primero. No te imaginas lo contento que estoy.

Me alegro, le contesté.

Les diré que te envíen el contrato mañana. Simplemente para confirmarlo todo.

Lo que tú digas. El caso es que me parece que ya he dado con la traducción del título.

Mémoires d'outre-tombe. Memorias de ultratumba.

Me resulta un poco burdo. En cierto modo es demasiado literal, y al mismo tiempo difícil de entender.

¿Y qué se te ha ocurrido?

Memorias de un muerto.

Interesante.

No está mal, ¿verdad?

No, no está nada mal. Me gusta mucho.

Lo importante es que tiene sentido. Chateaubriand tardó treinta y cinco años en escribir ese libro, y no quería que lo publicaran hasta cincuenta años después de su muerte. Está escrito literalmente con la voz de un muerto.

Pero no esperaron cincuenta años. Lo publicaron en 1848, el mismo año de su muerte.

Tuvo problemas financieros. Su carrera política acabó a raíz de la Revolución de 1830, y contrajo muchas deudas. Madame Récamier, su amante desde hacía doce años —sí, esa Madame Récamier—, le convenció para que hiciera unas cuantas lecturas de las
Memorias
ante un público selecto en el salón de su casa. La idea consistía en encontrar a un editor dispuesto a pagar un anticipo a Chateaubriand, darle dinero por una obra que no vería la luz hasta dentro de bastantes años. El plan fracasó, pero las reacciones ante el libro fueron extraordinariamente buenas.

Las
Memorias
se convirtieron en el libro sin leer, inacabado e inédito más célebre de la historia. Pero Chateaubriand seguía arruinado. Así que a Madame Récamier se le ocurrió otra idea, y ésta sí que dio resultado; bueno, más o menos. Se creó una sociedad anónima, y los socios compraron acciones del manuscrito. Futuros literarios, podríamos llamar a eso, la misma operación que hacen en Wall Street especulando con el precio de la soja y los cereales. En efecto, Chateaubriand hipotecó su autobiografía para financiar su vejez. Le dieron un buen montón de dinero en mano, lo que le permitió pagar a sus acreedores y una renta vitalicia garantizada. Fue un arreglo espléndido.

El único problema era que Chateaubriand seguía viviendo. La sociedad se creó cuando él andaba por los sesenta y cinco años, y aguantó hasta los ochenta. Para entonces, las acciones habían cambiado varias veces de manos, y los amigos y admiradores que invirtieron primero ya habían muerto tiempo atrás. Chateaubriand era propiedad de un grupo de desconocidos. Lo único que les interesaba a éstos era cobrar los beneficios, y cuanto más tiempo seguía viviendo, más deseos tenían de que muriera. Esos últimos años debieron de ser muy deprimentes para él. Un anciano de salud delicada, casi inmovilizado por la artritis, Madame Récamier casi ciega, y todos sus amigos muertos y enterrados. Pero siguió revisando el manuscrito hasta el fin.

Qué historia tan agradable.

No muy divertida, supongo, pero puedo asegurarte que el viejo vizconde era capaz de escribir frases fabulosas.

Es un libro increíble, Alex.

Así que me dices que no te importa pasarte dos o tres años de tu vida en compañía de un francés bastante lúgubre, ¿no es así?

Acabo de pasarme un año con un cómico del cine mudo, y me parece que un cambio no me sentaría mal.

¿Cine mudo? No he oído nada de eso.

De uno que se llamaba Hector Mann. El otoño pasado acabé un libro sobre él.

Has estado ocupado, entonces. Eso está bien.

Tenía que hacer algo. Así que me decidí por eso.

¿Cómo es que nunca he oído hablar de ese actor?

No es que sepa mucho de cine, pero ese nombre no me suena.

Nadie lo conoce. Es mi cómico particular, un bufón que sólo actúa para mí. Durante doce o trece meses, he pasado con él todos los días de la mañana a la noche.

¿Quieres decir que estuviste con él de verdad? ¿O sólo es una forma de hablar?

Nadie ha estado con Hector Mann desde 1929. Está muerto. Tan muerto como Chateaubriand o Madame Récamier. Tanto como ese Dexter como se llame.

Feinbaum.

Tan muerto como Dexter Feinbaum.

Así que te has pasado un año viendo películas antiguas.

No exactamente. Me pasé tres meses viendo películas antiguas, y luego me encerré en una habitación y pasé nueve meses escribiendo sobre ellas. Probablemente sea lo más extraño que he hecho en la vida. Escribía sobre cosas que ya no podía ver, y tenía que representármelas en términos puramente visuales. Toda la experiencia fue como una alucinación.

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