Esos eran obstáculos, y por eso no nos resultaba fácil verlas, pero también aliviaban a las imágenes de la carga de la representación. Se ponían entre nosotros y la película, y por tanto ya no teníamos que fingir que estábamos contemplando el mundo real. La pantalla plana era el mundo, y existía en dos dimensiones. La tercera dimensión estaba en nuestra cabeza.
Nada me impedía hacer las maletas y marcharme al día siguiente. No trabajaba aquel semestre, y el siguiente no empezaba hasta mediados de enero. Era libre de hacer lo que quisiera, libre de ir a donde se me antojara, y, en realidad, si me hacía falta más tiempo podría seguir después de enero, después de septiembre, después de todos los eneros y septiembres que me diera la gana. Esas eran las ironías de mi absurda y triste vida. En el momento en que Helen y los niños murieron, me hice rico. En primer lugar, por la póliza del seguro de vida que Helen y yo contratamos poco después de que empezara a trabajar en Hampton —
así se quedan tranquilos
, dijo el agente para convencernos—, y como estaba vinculado al seguro médico de la facultad y no costaba mucho, habíamos estado pagando una pequeña cantidad todos los meses sin molestarnos en pensar en ello. Cuando se estrelló el avión ni siquiera me acordé del seguro, pero un mes después se presentó un hombre en casa y me entregó un cheque por valor de varios cientos de miles de dólares. Poco tiempo después, las líneas aéreas llegaron a un arreglo con las familias de las víctimas, y como yo había perdido a tres personas en el accidente, acabé ganando el premio gordo al perdedor, el gran premio de consolación por accidente con resultado de muerte y caso de fuerza mayor imprevisible. A Helen y a mí siempre nos había costado arreglárnoslas con mi salario de profesor y los honorarios que ella percibía de cuando en cuando por escribir artículos. Y, en cualquier momento, con mil dólares más las cosas habrían sido completamente distintas para nosotros. Ahora disponía de esos mil dólares elevados a la enésima potencia, pero no significaban nada para mí. Cuando recibí los cheques, envié la mitad a los padres de Helen, pero ellos me lo devolvieron a vuelta de correo, agradeciéndome el gesto pero asegurándome que no lo querían. Compré columpios para el patio de recreo del colegio de Todd, doné a la guardería de Marco libros por un valor de dos mil dólares y un moderno cajón de arena, y convencí a mi hermana y a su marido, profesor de música en Baltimore, para que aceptaran una sustancial ayuda en metálico del Fondo Zimmer de Defunciones. Si en mi familia hubiera habido más gente a la que dar dinero, se lo habría dado, pero mis padres ya no vivían, y aparte de Deborah no tenía más hermanos. En cambio me deshice de otro buen montón creando una beca de investigación en la Universidad de Hampton con el nombre de Helen: la Beca de Viaje Helen Markham. La idea era muy sencilla. Todos los años se concedería una beca en metálico al estudiante que se licenciara en Letras summa cum laude. El dinero tenía que gastarse en un viaje, pero aparte de eso no había reglas, ni condiciones ni requisitos que cumplir.
Designaría al ganador una comisión alternante de profesores de diversos departamentos (historia, filosofía, inglés y lenguas extranjeras), y con tal de que la beca Markham se utilizase para financiar un viaje al extranjero, el becario podía hacer con el dinero lo que considerase más conveniente, sin tener que dar cuentas a nadie. Para ponerlo en marcha hizo falta un enorme desembolso, pero por elevada que fuese la suma (el equivalente a cuatro años de salario), apenas hizo mella en mis haberes, e incluso después de haber desembolsado esas diversas cantidades de las diferentes formas que me habían parecido razonables, aún seguía poseyendo tanto dinero que no sabía qué hacer con él. Era una situación grotesca, un nauseabundo exceso de riqueza, ganada a cambio de unas cuantas vidas humanas. De no haber sido por un súbito cambio de planes, probablemente habría seguido regalando dinero hasta quedarme sin nada. Pero una fría noche de principios de noviembre, se me ocurrió que yo también podría viajar un poco, y si no hubiese contado con medios para pagarlo, nunca habría podido llevar a cabo un plan tan impulsivo. Hasta entonces, el dinero no había sido otra cosa que un tormento para mí. Ahora lo veía como un remedio, un bálsamo para prevenir el derrumbamiento mental definitivo. El régimen de vivir en hoteles y comer en restaurantes me iba a salir caro, pero por una vez no tendría que preocuparme de si podía permitirme hacer lo que me apetecía. Por desesperado e infeliz que me sintiese, también era un hombre libre, y como tenía una fortuna en el bolsillo, podía dictar las condiciones de esa libertad según me conviniera.
La mitad de las películas se encontraban lo bastante cerca de mi casa para que pudiera ir en coche. Rochester estaba a unas seis horas hacia el oeste, y Nueva York y Washington quedaban en línea recta hacia el sur: más o menos cinco horas para hacer la primera etapa del viaje y otras cinco para la segunda. Decidí empezar por Rochester. Ya se acercaba el invierno, y cuanto más postergara el viaje, mayores riesgos había de encontrarme con tormentas y carreteras cubiertas de hielo, o de quedarme empantanado con el coche en alguna de esas inclemencias del norte. A la mañana siguiente llamé a la Eastman House para informarme de cómo podía ver las películas de su colección. No tenía ni idea de los trámites necesarios para esas cosas, y como no quería parecer demasiado ignorante cuando me presenté por teléfono, añadí que era profesor en la Universidad de Hampton. Confiaba en impresionarlos lo suficiente para que me tomaran por una persona seria, y no por un maniático que les llamaba por las buenas, como ocurría en realidad. Ah, dijo la mujer que me contestó al teléfono, ¿es que está escribiendo algo sobre Hector Mann? Su tono daba a entender que sólo cabía una respuesta posible, y tras una breve pausa musité las palabras que ella esperaba oír. Sí, contesté, eso es, exactamente. Estoy escribiendo un libro sobre él, y necesito ver las películas para documentarme.
Así fue como arrancó el proyecto. Fue una suerte que se pusiera en marcha tan pronto, porque cuando vi las películas de Rochester (
El Jockey Club y El fisgón
) comprendí que no estaba perdiendo el tiempo, Hector era realmente un cómico tan eficaz y consumado como cabía esperar, y si las otras diez películas estaban a la misma altura que aquellas dos, entonces valía la pena escribir un libro sobre él, se merecía un redescubrimiento. Desde el primer momento, por tanto, no me limité a ver las películas de Hechor, sino que las estudié. De no haber sido por la conversación con aquella mujer de Rochester, nunca se me habría ocurrido acometer esa empresa. En principio, mi plan había sido mucho más simple, y dudo de que me hubiera tenido ocupado más allá de navidades o de primeros de año. De todas formas, no terminé de ver las películas de Hector hasta mediados de febrero. La idea había sido ver una vez cada película. Ahora las veía muchas veces, y en vez de estar sólo unas horas en las diversas filmotecas, permanecía en ellas días y días, pasando las películas en mesas de montaje y moviolas, viendo a Héctor mañana y tarde sin parar, rebobinando las secuencias hacia delante y hacia atrás hasta que ya no podía mantener los ojos abiertos. Tomaba notas, consultaba libros y escribía comentarios exhaustivos, detallando los planos, los ángulos de la cámara y las posiciones de la iluminación, analizando todos los aspectos de cada escena, hasta sus elementos más periféricos, y nunca me marchaba de un sitio hasta haberlo agotado, hasta que había pasado las secuencias tantas veces como para saberme de memoria todos y cada uno de los fotogramas.
No me pregunté si valía la pena hacer todo aquello.
Tenía un trabajo que hacer, y lo único que me importaba era seguir adelante y dedicarme a terminarlo. Sabía que Hector sólo era una figura de segunda fila, un nombre más en la lista de los aspirantes sin suerte, pero eso no me impedía admirar su obra ni pasármelo bien en su compañía. Durante un año rodó a un ritmo de una película por mes, con un presupuesto tan reducido, tan por debajo de las cantidades necesarias para poner en escena las espectaculares acrobacias y divertidas secuencias que suelen asociarse a las comedias del cine mudo, que era un milagro que se las hubiese arreglado para producir algo, y mucho menos doce películas perfectamente visibles. Según lo que había leído, Hector empezó a trabajar en Hollywood de encargado de atrezzo, pintor de decorados, y a veces de figurante, y luego pasó a hacer papeles pequeños en una serie de comedias hasta que un tal Seymour Hunt le brindó la oportunidad de dirigir y protagonizar sus propias películas. Hunt, banquero de Cincinnati que quería introducirse en la industria cinematográfica, había ido a California a principios de 1927 a montar su propia productora, Kaleidoscope Pictures. Personaje artero y bravucón según la opinión general, Hunt no sabía nada de cine y mucho menos de llevar un negocio. (Kaleidoscope desapareció al cabo de año y medio. Hunt, acusado de malversación de fondos y falsedad contable, se ahorcó antes de que su causa se viera en los tribunales
)
Escaso de financiación, falto de personal y acosado por las continuas intromisiones de Hunt, Hector aprovechó su oportunidad a pesar de todo y trató de sacarle el mayor partido. No había guiones, por supuesto, ni planes establecidos de antemano. Sólo Héctor y un par de cómicos llamados Andrew Murphy y Jules Blaustein que improvisaban sobre la marcha, a menudo filmando de noche en estudios prestados con un equipo de filmación agotado y material de segunda mano. No podían permitirse el lujo de destrozar una docena de coches ni de montar una estampida de ganado. No podían demoler casas ni hacer que estallaran edificios. Nada de inundaciones, ni huracanes ni localizaciones exóticas. Los extras estaban muy solicitados, y si una idea no daba resultado, carecían de medios para volver a filmarla después de terminada la película. Todo tenía que estar listo y acabado dentro del calendario de producción, y no había tiempo para las vacilaciones. Efectos cómicos por encargo; tres carcajadas al minuto y, luego, introdúzcase otra moneda en el contador. Al parecer, pese a todos los inconvenientes de aquella situación, Hector se crecía en las limitaciones que le habían impuesto. Su obra era de talla modesta, pero había en ella una intimidad que llamaba la atención y le obligaba a uno a reaccionar. Comprendí por qué los estudiosos del cine respetaban su obra, y también por qué no le entusiasmaba enormemente a nadie. No había abierto nuevos caminos, y ahora que se disponía de su filmografía completa, era evidente que no tendría que revisarse la historia de la época. Las películas de Hector constituían pequeñas contribuciones al arte cinematográfico, pero no eran insignificantes, y cuanto más las veía, más me gustaban por su gracia y su ingenio sutil, por el curioso y conmovedor estilo de su protagonista. Como pronto descubrí, nadie había visto aún todas las películas de Hector. Hacía poco tiempo que habían aparecido las últimas, y ni una sola persona se había tornado la molestia de recorrer todos los archivos y filmotecas repartidos por el mundo entero. Si lograba llevar mi plan a buen término, yo sería el primero.
Antes de marcharme de Rochester, llamé a Smits, el decano de la facultad, para decirle que quería prorrogar la excedencia otro semestre. Al principio pareció un poco molesto, alegando que mis clases ya se habían incluido en el programa de estudios, pero le solté una mentira, afirmando que me estaba sometiendo a tratamiento psiquiátrico, y entonces se disculpó. Fue un truco infecto, supongo, pero en aquellos momentos yo estaba luchando por mi vida, y no me encontraba con fuerzas para explicar el motivo de que ver películas mudas se hubiera hecho de pronto tan importante para mí. Acabamos manteniendo una agradable charla y concluyó deseándome suerte, pero aun cuando ambos quisimos convencernos de que volvería en otoño, creo que notó que ya me estaba escabullendo, que aquello ya había perdido interés para mí.
Vi
Escándalo
y
Fin de semana en el campo en Nueva York
, y luego fui a Washington para ver
La cuenta del contable
y
Doble o nada
. Hice reservas para el resto del viaje en una agencia de Dupont Circle (en tren a California, en el
Queen Elizabeth II
a Europa), pero a la mañana siguiente, en un súbito arranque de ciego heroísmo, cancelé los billetes y decidí ir en avión. Era una auténtica locura, pero ya que me había lanzado, no quería perder el impulso de un principio tan prometedor. Daba igual que tuviera que hacer lo único que había decidido no hacer nunca más.
No podía perder el ritmo, y si eso implicaba buscar una solución farmacológica al problema, estaba dispuesto a ingerir tantas pastillas para dormir como fuese necesario.
Una empleada del American Film Institute me dio el nombre de un médico. Supuse que la visita no duraría más de cinco o diez minutos. Le diría que quería unas pastillas, me extendería una receta y asunto concluido. Al fin y al cabo, el miedo a volar era una afección corriente, y no habría necesidad de hablar de Helen y los chicos, no haría falta revelarle mi estado de ánimo. Lo único que pretendía era desconectar el sistema nervioso durante unas horas, y como esas cosas no se pueden comprar sin receta, su único cometido sería extenderme un papel que llevara su firma. Pero resultó que el doctor Singh era una persona muy concienzuda, y mientras se dedicaba a tomarme la tensión arterial y a auscultarme el corazón, me hizo las suficientes preguntas para tenerme tres cuartos de hora en su consulta. Era demasiado inteligente como para no sondearme, y poco a poco fue saliendo la verdad.
Todos tenemos que morirnos, señor Zimmer, me dijo.
¿Qué le hace pensar que se va a morir en un avión? Si nos fiamos de lo que dicen las estadísticas, tiene usted más posibilidades de morirse sentadito en su casa.
No he dicho que tuviese miedo a la muerte, puntualicé, sino que me daba miedo subirme a un avión. Que no es lo mismo.
Pero si el avión no se va a estrellar, ¿por qué se preocupa usted?
Porque ya no tengo confianza en mí mismo. Tengo miedo de perder los nervios, y no quiero dar un espectáculo.
Me parece que no le entiendo.
Me imagino que subo al avión y, antes de llegar siquiera a mi asiento, me vengo abajo.
¿Que se viene abajo? ¿En qué sentido? ¿Se refiere a venirse abajo mentalmente?
Sí, me vengo abajo delante de cuatrocientos desconocidos y pierdo la cabeza. Me vuelvo loco.