Recuerdo muy poco de lo que me ocurrió aquel verano. Durante varios meses, viví en una niebla alcohólica de dolor y lástima de mí mismo, rara vez moviéndome de casa, apenas molestándome en comer, afeitarme o cambiarme de ropa. La mayoría de mis colegas se habían marchado hasta mediados de agosto, así que no tuve que aguantar muchas visitas, pasar por las desesperantes formalidades del duelo colectivo. Todos tenían buena intención, desde luego, y cuando algún amigo pasaba a verme, siempre lo invitaba a entrar, pero sus emotivos abrazos y sus largos e incómodos silencios no servían de mucho. Sería mejor que me dejaran solo, pensaba, que me permitieran sobrellevar los días en la oscuridad de mi mente.
Cuando no estaba borracho o tirado en el sofá del salón viendo la televisión, pasaba el tiempo deambulando por la casa. Iba a las habitaciones de los niños y me sentaba en el suelo, rodeado de sus cosas. No era capaz de pensar directamente en ellos ni de traerlos a la memoria de manera consciente, pero cuando completaba sus rompecabezas y jugaba con sus piezas de Lego, construyendo estructuras cada vez más complejas y elaboradas, me daba la sensación de habitarlos de nuevo por un momento, de proseguir para ellos sus pequeñas vidas fantasmas repitiendo los gestos que hacían cuando aún tenían cuerpo. Me leí de cabo a rabo los libros de cuentos de Todd y le organicé los cromos de béisbol. Clasifique los animales disecados de Marco según la especie, el color y la talla, cambiando de sistema cada vez que entraba en el cuarto. Así se esfumaban las horas, días enteros fundidos en el olvido, y cuando no podía soportarlo más, volvía al salón y me ponía otra copa. En las raras noches que no perdía el conocimiento en el sofá, me iba a dormir al cuarto de Todd. Si me acostaba en mi cama, siempre soñaba que Helen estaba conmigo, y cada vez que intentaba tocaría, me despertaba con una sacudida, súbita y violenta, las manos temblorosas y los pulmones inhalando convulsivamente, con la sensación de que había estado a punto de ahogarme.
No podía entrar en nuestra habitación después de anochecer, pero de día pasaba mucho tiempo allí, metido en el armario de Helen, tocando su ropa, colocando sus chaquetas y rebecas, descolgando los vestidos de las perchas y extendiéndolos en el suelo. Una vez, me disfracé con uno, y en otra ocasión me puse ropa interior suya y me maquillé la cara con sus pinturas. Fue una experiencia profundamente satisfactoria, pero al cabo de cierta experimentación adicional descubrí que el perfume era aún más eficaz que el lápiz de labios y el rímel. Parecía recuperarla de manera más vívida, evocar su presencia durante periodos más largos. Por suerte, en marzo acababa de regalarle otro frasco de Chanel n.° 5 para su cumpleaños. Limitándome a aplicarme pequeñas dosis dos veces al día, conseguí que el frasco me durase hasta finales del verano.
Pedí excedencia para todo el semestre, pero, en vez de marcharme o someterme a tratamiento psicológico, me quedé en casa y seguí hundiéndome. A finales de septiembre o primeros de octubre, me soplaba más de media botella de whisky todas las noches. Eso mitigaba bastante mi capacidad de sentir, pero al mismo tiempo me privaba de toda sensación de futuro, y cuando alguien no espera nada, más le valdría estar muerto. Más de una vez me contuve en medio de prolongadas fantasías sobre pastillas para dormir y gases de monóxido de carbono. Nunca llegué a pasar a los hechos, pero siempre que recuerdo ahora aquellos días, veo lo cerca que estuve. Las pastillas estaban en el botiquín, y ya había cogido el frasco del estante en tres o cuatro ocasiones; ya había tenido unas cuantas en la mano. Si la situación se hubiera prolongado por más tiempo, dudo que hubiese tenido fuerzas para resistir.
Así se me presentaban las cosas cuando Hector Mann apareció inesperadamente en mi vida. Yo no tenía idea de quién era, nunca me había encontrado con una alusión a su nombre, pero una noche, poco antes de que empezara el invierno, cuando los árboles se habían quedado finalmente desnudos y las primeras nieves amenazaban con caer, por casualidad vi en la televisión un fragmento de una de sus películas antiguas, y me hizo reír. Eso quizá no parezca importante, pero era la primera vez que me reía de algo desde junio, y cuando noté que aquel inesperado espasmo me subía por el pecho y cascabeleaba en mis pulmones, comprendí que aún no había tocado fondo, que en cierto modo todavía deseaba seguir viviendo. De principio a fin, no pudo haber durado más de unos segundos.
Como risa, no fue especialmente estentórea ni sostenida, pero me pilló de sorpresa, y como no le opuse resistencia ni tampoco me sentí avergonzado de mí mismo por haber olvidado mi desgracia durante aquellos breves momentos en que Hector Mann apareció en pantalla, me vi obligado a concluir que dentro de mí había algo que anteriormente no había imaginado, algo distinto de la pura y simple muerte. No estoy hablando de intuiciones vagas ni de una patética nostalgia de lo que habría podido ser. Realicé un descubrimiento empírico que llevaba consigo todo el peso de una prueba matemática. Si conservaba la capacidad de reír, es que no estaba completamente insensibilizado. Significaba que el muro que había puesto entre el mundo y yo no era lo bastante grueso para impedir que algo se filtrase.
Debían de ser las diez un poco pasadas. Yo estaba, como de costumbre, tirado en el sofá, con un vaso de whisky en una mano y el mando a distancia en la otra, cambiando mecánicamente de canal. Di con un programa que acababa de empezar unos minutos antes, pero no tardé mucho en adivinar que se trataba de un documental sobre cómicos del cine mudo. Allí estaban todas las caras conocidas —Chaplin, Keaton, Lloyd—, pero también había unas secuencias raras de artistas de los que nunca había oído hablar, personajes menos conocidos como John Bunny, Larry Semon, Lupino Lane y Raymond Griffith.
Seguí los gags con una especie de deliberado distanciamiento, sin hacerles mucho caso, pero lo bastante atento como para no cambiar y poner otra cosa. Hector Mann no apareció hasta el final del programa, y sólo en un breve fragmento: una secuencia de dos minutos de
La cuenta del contable
, ambientada en un banco y con Hector en el papel de diligente auxiliar administrativo. No me explico por qué me atrajo tanto, pero allí lo tenía, con su traje blanco propio de climas tropicales y su fino bigote negro, de pie frente a una mesa, contando montones de dinero con tan febril eficiencia, trabajando con tan vertiginosa rapidez y frenética concentración, que me resultaba imposible apartar los ojos de él. En el piso de arriba, unos obreros colocaban tablones nuevos en el suelo del despacho del director del banco. Al otro lado de la estancia había una guapa secretaria, sentada frente a su escritorio, limándose las uñas detrás de una enorme máquina de escribir. Al principio, parecía que nada podía distraer a Hector e impedir que concluyera su tarea en un tiempo récord. Pero entonces, muy despacio, empezó a caerle un hilillo de serrín en la chaqueta, y unos instantes después reparaba por fin en la chica. Un elemento se había convertido de pronto en tres, y a partir de entonces la acción empezó a saltar de uno a otro en un ritmo triangular de trabajo, vanidad y concupiscencia: la lucha por seguir contando el dinero, el esfuerzo por proteger su querido traje y el impulso de encontrarse con la mirada de la muchacha. De cuando en cuando, Hector torcía el bigote con consternación, como marcando el desarrollo de la escena con un leve gruñido o un aparte mascullado. No era cuestión de astracanadas y anarquía sino más bien de carácter y ritmo, una mezcla bien compuesta de objetos, cuerpos y mentalidades. Cada vez que Hector perdía el hilo de la cuenta, tenía que volver a empezar desde el principio, lo que únicamente le inducía a trabajar el doble de rápido que antes. Siempre que alzaba la cabeza hacia el techo para ver de dónde venía el polvo, lo hacía una fracción de segundo después de que los obreros habían tapado el hueco con otro tablón, Y cuando lanzaba una mirada a la chica, ella miraba en otra dirección. Pero, en medio de todo eso, Hector se las arreglaba para guardar la compostura, negándose a que aquellas insignificantes frustraciones desbarataran su propósito o hiciera mella en la buena opinión que tenía de sí mismo. Quizá no fuese el fragmento de comedia más extraordinario que había visto en la vida, pero tiró de mí hasta que me vi completamente metido en él, y cuando Hector torció el bigote por segunda o tercera vez, yo me estaba riendo, soltando, en realidad, una sonora carcajada.
Un narrador iba explicando la acción, pero yo estaba demasiado absorto en la escena para escuchar todo lo que decía. Algo sobre el misterioso mutis de Hector del mundo del cine, creo, y el hecho de que se le consideraba el último de los cómicos importantes que trabajaron el cortometraje. En el decenio de 1920, los actores graciosos más innovadores y de mayor éxito se habían pasado ya al largometraje, y la calidad de las películas cómicas breves había sufrido una drástica disminución. Hector Mann no había aportado novedad alguna al género, afirmaba el narrador, pero se le consideraba un actor dotado de una gran vis cómica y excepcional expresión corporal, un distinguido rezagado que podría haber realizado una obra importante si su carrera no se hubiera truncado bruscamente. En ese punto acabó la escena, y empecé a escuchar con mayor atención los comentarios del narrador. Por la pantalla desfiló una serie de fotogramas de varias docenas de actores cómicos, y la voz lamentó la pérdida de innumerables películas de la época muda. Una vez que el sonido irrumpió en la industria cinematográfica, se consintió que las películas mudas se pudriesen en ciertos sótanos, se arrojasen al fuego y se tirasen a la basura, con lo que centenares de films habían desaparecido para siempre. Pero no había que abandonar toda esperanza, añadió la voz, De cuando en cuando aparecían películas antiguas, y en los últimos años se había hecho una serie de notables hallazgos. Como en el caso de Hector Mann, añadió el narrador. Hasta 1981, sólo se disponía de tres películas suyas en todo el mundo. Vestigios de las otras nueve yacían ocultos bajo una pila de documentos de menor importancia —informes de prensa, críticas contemporáneas, fotogramas de producción, sinopsis—, pero se consideraba que las películas en sí se habían perdido. Entonces, en junio de aquel año, la Cinémathèque Française de París recibió un paquete anónimo. Echado al correo, al parecer, en el centro de Los Angeles, contenía una copia casi en perfecto estado de
Peleles
, la séptima de las doce películas de Hector Mann. A lo largo de los tres años siguientes, a intervalos irregulares, se enviaron ocho paquetes semejantes a las filmotecas más importantes del mundo: el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el British Film Institute de Londres, la Eastman House de Rochester, el American Film Institute de Washington y, de nuevo, la Cinémathèque de París. En 1984, toda la producción de Hector Mann se encontraba dispersa entre esos seis organismos.
Cada paquete procedía de una ciudad distinta, de sitios tan alejados entre sí como Cleveland y San Diego, Filadelfia y Austin, Nueva Orleans y Seattle, y como nunca hubo carta ni mensaje que acompañase a las películas, resultaba imposible identificar al donante, ni siquiera formular una hipótesis sobre quién era o dónde podría vivir.
Otro misterio se había añadido a la vida y carrera del enigmático Hector Mann, concluyó el narrador, pero se había prestado un gran servicio y la comunidad cinematográfica estaba agradecida.
Yo no me sentía atraído por misterios ni enigmas, pero mientras veía los títulos de crédito al final del programa, se me ocurrió que quizá me gustaría ver aquellas películas. Había doce, dispersas en seis ciudades diferentes de Europa y Estados Unidos, y verlas todas requería un montón de tiempo. Al menos unas cuantas semanas, supuse, aunque a lo mejor un mes o mes y medio. En aquel momento, lo último que podía haber adivinado era que acabaría escribiendo un libro sobre Hector Mann. Yo sólo buscaba algo que hacer, una ocupación agradable que me tuviera entretenido hasta que me sintiera con fuerzas para volver al trabajo. Me había pasado cerca de medio año viendo cómo me venía abajo, y era consciente de que, si seguía mucho tiempo así, acabaría pasando a mejor vida.
No importaba cuál fuese el proyecto ni lo que esperase sacar de él. En aquellos momentos cualquier decisión habría sido arbitraria, pero aquella noche había vislumbrado una idea, y gracias a dos minutos de película y a una breve carcajada decidí recorrer el mundo en busca de comedias mudas.
Yo no era aficionado al cine. Empecé a enseñar literatura a los veintitantos años, cuando realizaba el doctorado, y desde entonces mi trabajo sólo había tenido que ver con libros, la lengua, la palabra escrita. Había traducido a una serie de poetas europeos (Lorca, Éluard, Leopardi, Michaux), escrito reseñas en periódicos y revistas, y publicado dos libros de crítica literaria. El primero, Voces en zona de guerra, era un estudio político y literario que examinaba la obra de Hamsun, Céline y Pound en relación con sus actividades pro fascistas durante la Segunda Guerra Mundial. El segundo, La ruta de Abisinia, era un ensayo sobre escritores que habían dejado de escribir, una meditación sobre el silencio. Rimbaud, Dashiell Hammett, Laura Riding, J. D. Salinger y otros: poetas y novelistas de singular brillantez que, por un motivo u otro, habían interrumpido su actividad. Cuando Helen y los niños murieron, estaba pensando en escribir otro libro sobre Stendhal. No es que tuviera algo en contra del cine, pero nunca le había dado mucha importancia, y en los quince años que llevaba dando clases y escribiendo ni una sola vez sentí la necesidad de ocuparme de él. Me gustaba igual que a todo el mundo: para mí era una distracción, papel pintado en movimiento, una nimiedad. Por muy bellas o hipnóticas que a veces fueran las imágenes, nunca me daban tanta satisfacción como las palabras. Era demasiado explícito, pensaba yo, no dejaba bastante espacio a la imaginación del espectador, y la paradoja consistía en que cuanto más se acercaba el cine a simular la realidad, menos lograba representar el mundo: tanto lo que está en nosotros como a nuestro alrededor. Por eso siempre había preferido instintivamente los films en blanco y negro a las películas en color, el cine mudo al hablado. Se trataba de un lenguaje visual, de una forma de contar historias proyectando imágenes en una pantalla de dos dimensiones. La incorporación del sonido y del color había creado la ilusión de una tercera dimensión, pero al mismo tiempo había robado pureza a las imágenes. Ya no eran ellas quienes se encargaban de todo, y en vez de hacer del cine el medio híbrido perfecto, el mejor de los mundos posibles, el sonido y el color habían debilitado el lenguaje que debían haber realzado. Aquella noche, mientras veía cómo Hector y los demás cómicos demostraban sus habilidades en mi salón de Vermont, se me ocurrió que estaba contemplando un arte muerto, un género absolutamente difunto que jamás volvería a ser practicado. Y sin embargo, pese a todos los cambios que habían sobrevenido desde entonces, su obra resultaba tan fresca y estimulante como lo había sido el día del estreno. Aquello se debía a que entendían el lenguaje que utilizaban. Habían inventado una sintaxis de la mirada, una gramática de cinética pura, y salvo por el vestuario, los coches y el anticuado mobiliario que aparecía en segundo plano, su obra no podía envejecer. Era pensamiento plasmado en acción, voluntad humana expresándose mediante el cuerpo humano, y por tanto era para siempre. En su mayoría, las comedias mudas no se habían molestado en contar historias. Eran como poemas, como interpretaciones de sueños, como intrincadas coreografías del espíritu, y, al estar ya muertas, quizá a nosotros nos llegaban más profundamente que a los espectadores de su época. Las veíamos al otro lado de un gran abismo de olvido, y las mismas cosas que las separaban de nosotros eran en realidad las que las hacían tan fascinantes: su silencio, su ausencia de color, su ritmo irregular, acelerado.