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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (25 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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A las diez y media se encontraba en la avenida Columbus, abriéndose paso entre una muchedumbre que hacía las compras de Navidad. Pasó frente al cine Warner Bros., el salón de manicura Ester Ging y la zapatería Capozzi, vio cómo la gente entraba y salía de Kresge's, Montgomery Ward y Woolworth's, observó a un solitario Santa Claus del Ejército de Salvación que tocaba una campanilla de bronce. Al llegar al Commercial Banking and Trust Company, decidió entrar para cambiar un par de billetes de cincuenta por unos cuantos de cinco, diez y uno. Era una operación insignificante, pero no se le ocurría otra cosa que hacer en ese momento, y en vez de seguir deambulando en círculos, pensó que no sería mala idea estar dentro aunque sólo fuese unos minutos, para entrar un poco en calor.

Para su sorpresa, el banco estaba lleno de clientes.

Hombres y mujeres hacían cola de ocho y diez en fondo frente a las cuatro ventanillas con rejas de los cajeros, alineadas a lo largo de la pared de la izquierda. Hector se dirigió al final de la cola más larga, que era la segunda a partir de la puerta. Un momento después de ponerse en su sitio, una joven se puso en la cola que había a su izquierda. Parecía tener poco más de veinte años, y llevaba un grueso abrigo de lana con cuello de piel. Como no tenía nada mejor que hacer en aquel momento, Hector se puso a estudiarla con el rabillo del ojo. Tenía un rostro admirable y a la vez interesante, pensó, de pómulos altos y barbilla graciosamente definida, y le gustaba la mirada reflexiva y autosuficiente que descubrió en sus ojos. En los viejos tiempos, habría empezado a hablar inmediatamente con ella, pero ahora se contentó sólo con mirar, preguntándose cómo sería el cuerpo que ocultaba el abrigo e imaginando los pensamientos que bullían en el interior de aquella cabeza atractiva y encantadora. En un momento dado, ella dirigió inadvertidamente la mirada hacia donde él estaba y, al darse cuenta de la avidez con que tenía clavados los ojos en ella, le dedicó una sonrisa breve y enigmática. Hector movió la cabeza en respuesta a su sonrisa, al tiempo que le sonreía a su vez, y un momento después la expresión de la muchacha cambió. Entrecerró los ojos con aire de perplejidad, lo miró con ceño inquisitivo y Hector comprendió que le había reconocido. No cabía duda: había visto sus películas. Su rostro le resultaba conocido, y aunque no recordaba quién era, no tardaría más de treinta segundos en encontrar la respuesta.

Aquello le había ocurrido varias veces en los últimos tres años, y siempre se las había arreglado para largarse antes de que empezaran a hacerle preguntas. Pero justo cuando se disponía a hacerlo otra vez, se armó un gran revuelo. La muchacha estaba en la cola más próxima a la entrada, y como se había vuelto ligeramente hacia Hector, no vio que se abría una puerta a su espalda y entraba precipitadamente un hombre con un pañuelo rojo y blanco tapándole la cara. Llevaba un petate vacío en una mano y una pistola cargada en la otra. Era fácil saber que la pistola estaba cargada, observó Alma, porque lo primero que hizo el atracador fue disparar un tiro al techo. Al suelo, gritó, todo el mundo al suelo, y mientras los aterrorizados clientes hacían lo que el atracador les ordenaba, alargó el brazo y agarró a la primera persona que le pilló por delante. Todo fue una cuestión de distribución, arquitectura, topografía. La joven que estaba a la izquierda de Hector era la persona más próxima a la entrada, y por tanto fue a ella a quien cogió el atracador, que acabó apuntándole a la cabeza con la pistola. Que nadie se mueva, advirtió el hombre, que nadie se mueva o le salto la tapa de los sesos a esta pájara. Con gesto brusco y violento, la levantó en volandas y, medio a empujones medio arrastrándola, avanzó hacia las ventanillas. La llevaba cogida por detrás, rodeándole los hombros con el brazo izquierdo, el petate colgado del puño cerrado y, por encima del pañuelo, los ojos borrosos, desencajados, incandescentes de miedo. No es que Hector tomase la decisión consciente de hacer lo que hizo, sino que en el momento en que su rodilla tocó el suelo, se puso de nuevo en pie. No pretendía hacerse el héroe, y desde luego tampoco quería que lo matasen, pero fuera cuales fuesen sus emociones del momento, el caso era que no sentía miedo. Rabia, quizá, y más que una ligera inquietud por si ponía en peligro a la chica, pero no miedo por él mismo. Lo importante era el ángulo de aproximación. Una vez que diera el paso, no habría tiempo de detenerse ni de corregir la dirección, pero si se precipitaba sobre el atracador a toda velocidad, embistiéndolo por el lado derecho —por donde llevaba el petate—, no tendría más remedio que apartarse de la muchacha para apuntarle a él con la pistola. Era la única reacción lógica.

Cuando una bestia salvaje ataca de pronto, se olvida uno de todo menos de la bestia.

Y hasta ahí llegaba la historia de Hector, anunció Alma. Era capaz de contar todo lo sucedido hasta aquel momento, hasta el instante en que echó a correr hacia el atracador, pero no guardaba recuerdo alguno de la detonación, no se acordaba de la bala que le perforó el pecho derribándolo al suelo, no recordaba haber visto cómo se liberaba Frieda del atracador. Frieda se encontraba en mejor posición de ver lo que pasaba, pero como su única preocupación consistía en liberarse del abrazo del malhechor, también se perdió gran parte de lo que ocurrió a continuación. Vio que Hector caía al suelo, vio el agujero abierto en su chaqueta y la sangre que le brotaba a chorros, pero perdió de vista al asaltante y no se enteró de que trataba de huir. El disparo aún resonaba en sus oídos, y con tanta gente gritando y chillando a su alrededor, no oyó los otros tres tiros que el guardia del banco disparó por la espalda al atracador.

Pero ambos estaban seguros de la fecha. Quedó grabada en su memoria, y cuando Alma fue a consultar las microfichas en los sótanos del Sandusky Evening Herald, el Plain Dealer de Cleveland y otros periódicos locales, extintos y supervivientes, estuvo en condiciones de reconstruir por sí misma el resto de la historia. BAÑO DE SANGRE EN LA AVENIDA COLUMBUS. ATRACADOR MUERTO EN UN TIROTEO. EL HÉROE, TRASLADADO URGENTEMENTE AL HOSPITAL, decían algunos titulares. El hombre que casi acaba con la vida de Hector se llamaba Darryl Knox, alias Nutso Knox, de veintisiete años, antiguo mecánico de coches buscado en cuatro estados por una serie de asaltos a bancos y atracos a mano armada. Todos los periodistas celebraban su fallecimiento, llamando especialmente la atención sobre el magnífico disparo del guardia —que logró abatir a Knox justo cuando se escapaba por la puerta—, pero lo que más les interesaba era la audacia de Hector, que ensalzaban como la mayor demostración de valor que se había visto en aquellos parajes desde hacía muchos años.
La muchacha estaba perdida
, dijo uno de los testigos presenciales.
Si ese tío no hubiera cogido al toro por los cuernos, no me atrevo a pensar dónde estaría ahora esa chica.
La chica era Frieda Spelling, de veintidós años, descrita de forma muy diversa: a veces como pintora, a veces como recién licenciada en la Universidad Bernard ( sic
)
y hasta como hija del difunto Thaddeus P. Spelling, notable filántropo y banquero de Sandusky. En un artículo tras otro, expresaba su agradecimiento al hombre que le había salvado la vida. Había tenido tanto miedo, declaró, había estado tan convencida de que iba a morir... Rezaba para que se recuperase de las heridas.

La familia Spelling se ofreció a pagar los gastos médicos del héroe, pero durante las primeras setenta y dos horas no era seguro que fuera a salvarse. Estaba inconsciente cuando lo llevaron al hospital, y con aquel traumatismo y tanta pérdida de sangre, sólo le daban una mínima posibilidad de superar los peligros de la conmoción y la infección, y de salir de allí por su propio pie. Los médicos le extirparon el pulmón izquierdo, que había quedado destrozado, le quitaron las esquirlas de metralla alojadas en los tejidos cercanos al corazón, y le volvieron a coser. Para bien o para mal, Hector había encontrado su bala. No había pretendido que ocurriera de aquella manera, dijo Alma, pero lo que no había logrado hacer por sí solo, otro lo había hecho por él, y la ironía estaba en que Knox acabó haciendo una pifia. Hector sobrevivió a su cita con la muerte. Simplemente se quedó dormido y, al despertar de su largo sueño, olvidó que alguna vez había querido suicidarse. El dolor era demasiado espantoso para reflexionar sobre algo tan complejo. Le ardían las entrañas, y en lo único que podía pensar ahora era en respirar una vez más, en seguir respirando sin que lo consumieran las llamas.

Al principio, sólo tenían una idea muy vaga de quién era. Le vaciaron los bolsillos y examinaron el contenido de su cartera, pero no hallaron ni carné de conducir, ni pasaporte, ni documentos de identidad de clase alguna.

Lo único que tenía nombre era una tarjeta de lector de una sucursal del distrito norte de la Biblioteca Pública de Chicago. H. Loesser, decía, pero no había ni dirección ni número de teléfono, nada que indicara su domicilio. Según los artículos publicados en la prensa a raíz del tiroteo, la policía estaba intentando obtener más información sobre él.

Pero Frieda sabía quién era; o al menos, creía saberlo.

Había estudiado en una universidad de Nueva York, y en 1928, cuando tenía diecinueve años y estaba en segundo de carrera, tuvo ocasión de ver seis o siete de las doce películas de Hector Mann. No porque le interesara el género cómico, sino porque las ponían con otros films, formaban parte del programa de dibujos animados y noticiarios que precedían a la película principal, de manera que conocía su personaje lo bastante bien como para reconocerlo a primera vista. Tres años después, cuando vio a Hector en el banco, la ausencia de bigote la desconcertó al principio.

Su cara le sonaba, pero no estaba segura de quién era, y antes de que pudiera recordar su nombre, Knox apareció a su espalda y le puso la pistola en la cabeza. Pasaron veinticuatro horas antes de que pudiera pensar de nuevo en ello, pero cuando el terror de haber estado a punto de morir empezó a suavizarse un poco, la respuesta le vino en un destello de súbita y abrumadora certidumbre. No importaba que, según parecía, se llamara Loesser. Había leído las noticias sobre la desaparición de Hector en 1929, y si no estaba muerto, como creía la mayoría de la gente, entonces estaba viviendo con nombre supuesto. Lo que no tenía sentido es que hubiese aparecido en
Sandusky, Ohio
, pero lo cierto era que había muchas cosas incomprensibles, y si las leyes de la física estipulaban que toda persona ocupaba una determinada cantidad de espacio en el mundo —lo que significaba que todo el mundo debía encontrarse necesariamente en algún sitio—, entonces ¿por qué no podía ser ese sitio
Sandusky, Ohio
? Tres días después, cuando Hector salió del coma y empezó a hablar con los médicos, Frieda fue a verlo al hospital para darle las gracias por lo que había hecho. No podía hablar mucho, pero lo poco que dijo llevaba la huella indiscutible de cierto acento extranjero. Su voz le resolvió la cuestión, y cuando se inclinó para darle un beso en la frente antes de marcharse del hospital, supo sin ningún género de dudas que debía la vida a Hector Mann.

6

El aterrizaje me resultó menos difícil que el despegue.

Me había preparado para tener miedo, para ser presa de otro frenesí de absurda sensiblería y disfunción espiritual, pero curiosamente, cuando el comandante nos anunció que íbamos a iniciar el descenso, me quedé impasible, sin inmutarme. Debe de haber una diferencia entre la subida y la bajada, razoné, entre la pérdida de contacto con el suelo y la vuelta a tierra firme. La primera era una despedida, la segunda una salutación, y quizá los principios eran más soportables que los finales, pensé, o a lo mejor es que había descubierto (simple y llanamente) que los muertos no están autorizados a gritar dentro de nosotros más que una vez al día. Me volví hacia Alma y la cogí del brazo. Había llegado a las primeras etapas del idilio de Hector con Frieda, y estaba contando la noche en que se derrumbó y le confesó todo para pasar luego a describir la sorprendente respuesta que dio Frieda a aquella confesión (La bala te absuelve, afirmó; tú me has devuelto la vida, ahora yo te devuelvo la tuya), pero cuando le puse la mano en el brazo, Alma dejó bruscamente de hablar, interrumpiéndose en medio de una frase, en medio de un pensamiento. Sonrió, se volvió hacia mí y me besó; primero en la mejilla, luego en la oreja y después en plena boca. Perdieron la cabeza el uno por el otro, declaró.

Si no tenemos cuidado, a nosotros nos va a ocurrir lo mismo.

Escuchar aquellas palabras también debió de contribuir a aquella diferencia —ayudándome a tener menos miedo, menos tendencia al cataclismo interior—, pero que apropiado, finalmente, que el verbo perder apareciese en las dos frases que resumían mi historia de los últimos tres años. Un avión cae del cielo y todos los pasajeros pierden la vida. Una mujer pierde la cabeza por un hombre y un hombre también la pierde por ella, y ni por un instante mientras el avión desciende ninguno de ellos piensa en la muerte. En el aire, mientras la tierra giraba a nuestros pies mientras describíamos el último círculo, comprendí que Alma me estaba dando la posibilidad de una segunda vida, que aún tenía un futuro por delante de mí si me quedaba valor para avanzar hacia él. Escuché la música de los motores, que cambiaban de tonalidad. El ruido se intensificó en la cabina, las paredes vibraron, y entonces, casi como una ocurrencia de último momento, las ruedas del aparato tocaron tierra.

Tardamos algún tiempo en ponernos de nuevo en marcha. Hubo la apertura de la puerta hidráulica, la caminata para atravesar la terminal, la parada en los servicios de señoras y de caballeros, la búsqueda de un teléfono para llamar al rancho, la compra de agua para el viaje a Tierra del Sueño (Bebe todo lo que puedas, aconsejó Alma; las alturas engañan mucho por aquí, y es fácil deshidratarse), el rastreo del aparcamiento de larga estancia para encontrar la ranchera Subaru de Alma, y luego la última pausa para llenar el depósito de gasolina antes de salir a la carretera. Era la primera vez que estaba en Nuevo México. En circunstancias normales, habría contemplado boquiabierto el panorama, señalando formaciones rocosas y cactus de contornos demenciales, preguntando el nombre de este monte o de aquel arbusto retorcido, pero ahora estaba demasiado pendiente de la historia de Hector para preocuparme de eso. Alma y yo atravesábamos uno de los parajes más Impresionantes de Norteamérica, pero a juzgar por el efecto que nos hacía bien podríamos estar sentados en una habitación con la luz apagada y las persianas echadas. En los días siguientes iba a recorrer varias veces aquella carretera, pero apenas recuerdo algo de lo que vi en aquel primer trayecto. Siempre que pienso en el viaje en el baqueteado coche amarillo de Alma, lo único que me viene a la memoria es el sonido de nuestras voces —su voz y mi voz, mi voz y su voz— y la suavidad del aire que entraba por un resquicio de la ventanilla. Pero el paisaje mismo permanece invisible. Tenía que estar allí, pero ahora me pregunto si me molestaría en mirarlo una sola vez. Y en caso de que lo hiciera, si no estaba demasiado distraído para darme cuenta de lo que veía.

BOOK: El libro de las ilusiones
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