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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (28 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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¿Y dónde encaja Frieda en todo esto? ¿Os ha ayudado, o no?

Ha sido duro para ella, pero ha hecho lo que ha podido para colaborar con nosotros. No creo que esté de acuerdo con Hector, pero no quiere interponerse en su camino. Es complicado. Con Frieda todo es complicado.

¿En qué momento te decidiste a enviar las películas de Hector?

Eso fue justo al principio. Aún no sabía si podía confiar en él, y se lo propuse como una prueba, para ver si era honrado conmigo. De haberse negado, no creo que hubiese seguido. Yo necesitaba que hiciera algún sacrificio, que me diera una señal de su buena fe. Y lo entendió.

Nunca hablamos de ello con muchas palabras, pero lo entendió. Por eso no hizo nada por impedirlo.

Eso sigue sin demostrar que se portara honradamente contigo. Pusiste sus antiguas películas en circulación.

¿Qué hay de malo en eso? Ahora la gente se acuerda de él.

Incluso un profesor chiflado de Vermont ha escrito un libro sobre él. Pero la historia no cambia nada por eso.

Cada vez que me contaba algo, yo iba a comprobarlo.

He ido a Buenos Aires, he seguido la pista de los restos de Brigid O'Fallon, he sacado a la luz los viejos artículos de prensa sobre el tiroteo del banco de Sandusky, he hablado con más de una docena de actores que trabajaron en el rancho en los años cuarenta y cincuenta. No hay contradicciones. No pude encontrar a algunos, desde luego, y resultó que otros habían muerto. Jules Blaustein, por ejemplo. Y sigo sin tener nada sobre Sylvia Meers. Pero fui a Spokane y hablé con Nora.

¿Vive todavía?

Ya lo creo. Al menos vivía hace tres años.

¿Y?

Se casó en 1933 con un tal Faraday y tuvieron cuatro hijos. Esos hijos les dieron once nietos, y justo en la época en que fui a verlos, uno de los nietos estaba a punto de convertirlos en bisabuelos.

Estupendo. No sé por qué digo eso, pero me alegro de oírlo.

Dio clases de cuarto durante quince años, y luego la nombraron directora del colegio. Cargo que siguió ocupando hasta 1976, año en que se jubiló.

En otras palabras, Nora siguió siendo Nora.

Tenía setenta y tantos años cuando fui a verla, pero daba la impresión de que era la misma persona que Hector me había descrito.

¿Y Herman Loesser? ¿Se acordaba de él?

Cuando dije su nombre, lloró.

¿Que lloró? ¿Qué quieres decir?

Que se echó a llorar. Quiero decir que los ojos se le llenaron de lágrimas, y que las lágrimas le corrieron por las mejillas. Que lloró como tú y como yo. Igual que llora todo el mundo.

Santo Dios.

Se quedó tan sorprendida y avergonzada, que tuvo que levantarse y salir de la habitación. Cuando volvió, me cogió la mano y dijo que lo sentía. Le había conocido hacía mucho tiempo, explicó, pero nunca había podido dejar de pensar en él. Pensaba en él todos los días desde hacía cincuenta y cuatro años.

Eso te lo estás inventando.

No me invento nada. Si no hubiera estado allí, yo tampoco me lo habría creído. Pero eso es lo que pasó.

Todo sucedió como dijo Hector. Cada vez que pienso que me ha mentido, resulta que me ha dicho la verdad. Y eso es lo que hace tan imposible su historia, David. Porque todo lo que me ha contado es verdad.

7

Aquella noche no había luna. Cuando salí del coche y puse los pies en el suelo, recuerdo que dije para mis adentros: Alma lleva carmín en los labios, el coche es amarillo y esta noche no hay luna. En la oscuridad, tras el edificio principal, apenas distinguía el contorno de los árboles de Hector: grandes masas de sombra agitadas por el viento.

Las
Memorias de un muerto
empiezan con un pasaje sobre árboles. Me sorprendí pensando en eso mientras nos acercábamos a la puerta de entrada, intentando recordar mi traducción del tercer párrafo de las dos mil páginas del libro de Chateaubriand, el que empieza con las palabras
Ce lieu me plaît; il a remplacé pour moi les champs paternels
. (En francés en el original: «Me gusta este lugar; ha sustituido en mí a los campos paternos.» (N. del T
)
) y concluye con las siguientes frases:
Tengo apego a estos árboles. Les he dedicado elegías, sonetos, odas. No hay uno solo entre ellos que no haya cuidado con mis propias manos, que no haya librado del gusano que atacaba su raíz, de la oruga pegada a sus hojas. Los conozco a todos por su nombre, como si fueran mis hijos. Son mi familia. No tengo otra, y espero morir cerca de ella.

No contaba con verle aquella misma noche. Cuando Alma llamó desde el aeropuerto, Frieda había advertido que Hector probablemente estaría dormido para cuando nosotros llegáramos al rancho. Aún aguantaba, añadió, pero no creía que estuviera en condiciones de hablar conmigo hasta la mañana siguiente; suponiendo que lograra durar hasta entonces.

Once años después, me sigo preguntando lo que habría pasado si me hubiese parado, si hubiese dado media vuelta antes de llegar a la puerta. ¿Y si en vez de rodear los hombros de Alma con el brazo y andar resueltamente hacia la casa, me hubiese detenido un momento para mirar a la otra mitad del cielo y descubrir que una enorme luna redonda lo bañaba todo con su luz? ¿Seguiría siendo cierto decir que aquella noche no había luna? Si no me hubiera molestado en dar media vuelta para mirar detrás de mí, sin duda, seguiría siendo cierto. Si no vi la luna, es que no había luna en el cielo.

No estoy sugiriendo que no me molesté en mirar.

Mantuve los ojos abiertos, intenté absorber todo lo que ocurría a mi alrededor, pero seguro que también se me escaparon muchas cosas. Me guste o no, sólo puedo escribir de lo que vi y oí, y de nada más. Esto no es el reconocimiento de un fracaso, sino una afirmación metodológica, una declaración de principios. Si no vi la luna, es que no había luna en el cielo.

Menos de un minuto después de entrar en la casa, Frieda me llevaba a la planta alta, a la habitación de Hector. No tuve tiempo de nada, salvo para una rapidísima mirada a mi alrededor, la más breve de las primeras impresiones —sus cabellos blancos cortados casi al rape, la firmeza de su apretón de manos, el cansancio de sus ojos—, y antes de que pudiera decir alguna de las cosas que habría debido decir (gracias por recibirme, espero que Hector se encuentre mejor), me informó de que estaba despierto. Le gustaría verle ahora, anunció, y de pronto me vi mirándola a la espalda mientras me conducía escaleras arriba. No tuve tiempo de observar la casa —salvo para darme cuenta de que era espaciosa y estaba amueblada con sencillez, con muchos dibujos y cuadros colgando de las paredes (quizá de Frieda, quizá no)—, ni de pensar en el increíble personaje que había abierto la puerta, un hombre tan diminuto que ni siquiera lo vi hasta que Alma se agachó y le besó en la mejilla. Frieda entró en la habitación un momento después, y aunque recuerdo el abrazo de las dos mujeres, no logro acordarme de si Alma iba conmigo al subir las escaleras. Parece que siempre le pierdo el rastro en ese momento. La busco en mi memoria, pero nunca logro localizarla. Cuando llego a lo alto de la escalera, Frieda también desaparece inevitablemente. No puede haber pasado de esa manera, pero así es como lo recuerdo.

Cada vez que me veo entrar en la habitación de Hector, siempre entro solo.

Lo que más me asombró, creo, fue el mero hecho de que tuviera cuerpo. Hasta que lo vi acostado allí, en su cama, no estoy seguro de haber creído en él plenamente alguna vez. No como una persona auténtica, en cualquier caso, no de la manera en que creía en Alma o en mí mismo, no del modo en que creía en Helen o incluso en Chateaubriand. Me quedé atónito al comprobar que Hector tenía manos y ojos, uñas y hombros, cuello y oreja izquierda: que era tangible, que no era un ser imaginario.

Lo había tenido durante tanto tiempo en la cabeza, que parecía imposible que pudiera existir en otra parte.

Las manos huesudas, cubiertas de manchas de vejez; los dedos nudosos y las venas gruesas, prominentes; piel replegada bajo el mentón; la boca entreabierta. Cuando entré en la habitación estaba tumbado de espaldas, los brazos encima de la colcha, despierto pero inmóvil, mirando al techo en una especie de trance. Pero cuando se volvió hacia mí, vi que sus ojos eran los ojos de Hector.

Mejillas apergaminadas, frente marchita, cuello arrugado, cabeza canosa, de pelo apelmazado; y sin embargo en aquella cara reconocí la cara de Hector. Habían pasado sesenta años desde que se quitó el bigote y la camisa blanca, pero aún conservaba un aire. Había envejecido, se había hecho infinitamente viejo, pero una parte de él seguía estando allí.

Zimmer, me saludó. Siéntese a mi lado, Zimmer, y apague la luz.

Tenía la voz débil y enredada en flemas, un sordo murmullo de suspiros y semiarticulaciones, pero lo bastante sonora para distinguir lo que decía. La r al final de mi nombre vibraba un poco, y cuando alargué la mano para apagar la luz de la mesilla, me pregunté si no le resultaría más fácil que siguiéramos en español. Después de apagar, sin embargo, vi que había más luz al otro extremo de la habitación —una lámpara de pie con una amplia pantalla de vitela—, donde una mujer estaba sentada en una butaca. Se levantó en el mismo momento en que la miré, y entonces debí de sobresaltarme un poco; no sólo por la sorpresa, sino porque era minúscula, tan diminuta como el hombre que nos había abierto la puerta. Ninguno de los dos podría medir más de un metro veinte. Creí oír que Hector se reía a mi espalda (un silbido, un susurro, la más tenue carcajada), y luego la mujer me saludó con una inclinación de cabeza y salió de la habitación.

¿Quién es?, pregunté.

No se alarme, contestó Hector. Se llama Conchita. Es como de la familia.

Es que no la había visto, eso es todo. Me sorprendió.

Su hermano Juan también vive aquí. Son gente menuda. Extraña gente menuda que no puede hablar. Son de toda confianza.

¿Quiere que apague la otra lámpara?

No, así está bien. No me hace daño a los ojos. Estoy cómodo.

Me senté en la silla que había junto a la cama y me incliné hacia delante, tratando de ponerme lo más cerca posible de sus labios. La lámpara del otro extremo de la habitación no iluminaba más que una vela, pero había luz suficiente para ver la cara de Hector, para mirarlo a los ojos. Un pálido destello flotaba sobre la cama, un aire amarillento mezclado con sombras y oscuridad.

Siempre llega demasiado pronto, declaró Hector, pero no tengo miedo. Un hombre como yo tiene que estar machacado. Gracias por haber venido, Zimmer. No esperaba verlo por aquí.

Alma fue muy convincente. Hace tiempo que debía haberla mandado a buscarme.

Me ha causado usted una gran impresión, señor mío.

Al principio, no podía aceptar lo que había hecho. Ahora creo que me alegro.

Yo no he hecho nada.

Ha escrito un libro. He leído y releído ese libro, y cada vez me hacía la misma pregunta: ¿por qué se habrá fijado en mí? ¿Qué propósito le movía, Zimmer?

Usted me hizo reír. Eso fue todo. Rompió la cáscara que me envolvía, y después se convirtió en mi pretexto para seguir viviendo.

Su libro no trata de eso. Hace honor a mi antiguo trabajo con el bigote, pero no habla de usted.

No tengo costumbre de hablar de mí mismo. Me pone incómodo.

Alma ha mencionado una gran tristeza, un dolor indescriptible. Si le he ayudado a sobrellevar ese dolor, quizá sea lo mejor que haya hecho en la vida.

Quería morirme. Después de escuchar lo que Alma me ha dicho esta tarde, deduzco que usted también ha pasado por eso.

Alma ha hecho bien en contarle esas cosas. Soy un hombre ridículo. Dios me ha gastado muchas bromas, y cuanto más las conozca usted, mejor entenderá mis películas. Estoy ansioso por escuchar lo que tenga usted que decir sobre ellas. Su opinión es muy importante para mí, Zimmer.

Yo no sé nada de cine.

Pero estudia la obra de los demás. También he leído esos libros. Sus traducciones, sus escritos sobre los poetas.

No es casualidad que haya dedicado años a la cuestión de Rimbaud. Usted comprende lo que significa volver la espalda a algo. Admiro a alguien que sea capaz de pensar así. Eso hace que su opinión sea esencial para mí.

Pues hasta ahora se las ha arreglado sin la opinión de nadie. ¿A qué viene esa súbita necesidad de saber lo que piensan los demás?

Porque no estoy solo. Hay otros que también viven aquí, y no debo pensar sólo en mí mismo.

Por lo que me han dicho, su mujer y usted siempre han trabajado juntos.

Sí, eso es cierto. Pero también tenemos que contar a Alma.

¿La biografía?

Sí, el libro que está escribiendo. Tras la muerte de su madre, comprendí que le debía eso. Alma tiene tan poco, que me pareció conveniente renunciar a ciertas ideas mías para darle una oportunidad en la vida. He empezado a comportarme como un padre. No es lo peor que podría haberme pasado.

Creía que Charlie Grund era su padre.

Lo era. Pero yo también lo soy. Alma es la hija de esta casa. Si consigue hacer un libro con mi vida, entonces a lo mejor empiezan a irle bien las cosas. Aunque sólo fuera por eso, es una historia interesante. Una historia estúpida, quizá, pero no sin algunos momentos de interés.

¿Me está diciendo que ya no se preocupa de sí mismo, que ha abandonado?

Nunca me he preocupado de mí mismo, ¿Por qué habría de molestarme en servir de ejemplo a los demás? Puede que eso haga reír. Sería un buen desenlace, hacer reír a la gente otra vez. Usted se ha reído, Zimmer. A lo mejor se ríen otros, como usted.

Sólo estábamos calentándonos, apenas empezando a coger el ritmo de la conversación, pero antes de que se me ocurriera una respuesta a la última observación de Hector, Frieda entró en la habitación y me tocó en el hombro.

Creo que debemos dejarlo descansar ya, dijo. Podrán seguir hablando por la mañana.

Desmoralizaba que le cortaran así a uno, pero no me encontraba en situación de poner objeciones. Frieda me había dejado menos de cinco minutos con él, y ya me había conquistado, ya se había ganado mi simpatía más allá de lo que yo había considerado posible. Si un moribundo puede ejercer ese poder, pensé para mí, imagínate lo que debió de ser con plenas facultades.

Sé que me dijo algo antes de que saliera de la habitación, pero no me acuerdo de lo que era. Una despedida sencilla y cortés, pero ahora se me escapan las palabras exactas. Continuará, creo que fue; o si no, Hasta mañana, Zimmer, una frase trivial que no significaba nada importante; salvo, quizá, que seguía creyendo que tenía un futuro, por breve que pudiera ser. Cuando me levanté de la silla, alzó la mano y me cogió del brazo. De eso sí me acuerdo. Recuerdo su contacto frío, como de garra, y recuerdo que pensé para mí: esto es de verdad. Hector Mann está vivo, y su mano me está tocando en este momento. Recuerdo que entonces me dije que debía acordarme de aquel contacto. Si no sobrevivía hasta la mañana, sería la única prueba de que lo había visto vivo.

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