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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (30 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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Al bajar pasamos frente a la habitación de Hector, y cuando miré al interior vi que la gente menuda estaba quitando las sábanas de la cama. La habitación estaba ahora completamente vacía. Habían desaparecido los objetos que abarrotaban la superficie de la cómoda y de la mesilla de noche (frascos de pastillas, vasos, libros, termómetros, toallas), y salvo por las mantas y almohadas tiradas por el suelo, nada sugería que un hombre acababa de morir allí sólo siete horas antes. Los vi en el momento en que quitaban la sábana de abajo. Estaba cada uno a un lado de la cama, las manos flotando en el aire, a punto de doblar la sábana por las dos esquinas al mismo tiempo. Tenían que coordinar los movimientos debido a su pequeña estatura (la cabeza apenas les sobresalía del colchón), y mientras la sábana se hinchaba momentáneamente sobre la cama, vi que estaba sucia de manchas y señales diversas, los últimos vestigios íntimos de la presencia de Hector en el mundo. Todos morimos soltando sangre y meados, cagándonos como niños recién nacidos, ahogándonos en nuestros propios mocos. Un segundo después, la sábana volvió a alisarse, y los criados sordomudos empezaron a caminar a lo largo de la cama, moviéndose de la cabecera a los pies mientras la sábana se plegaba sobre sí misma y luego caía silenciosamente al suelo.

Alma había preparado bocadillos y bebidas para llevarlos a la sala de proyección. Mientras ella iba a la cocina a ponerlo todo en una cesta, deambulé por la planta baja mirando las obras de arte que colgaban de las paredes.

Debía de haber tres docenas de cuadros y dibujos sólo en el cuarto de estar, y otra docena en el pasillo: abstracciones luminosas y ondulantes, paisajes, retratos, apuntes a lápiz y plumilla. Ninguno llevaba firma, pero todos parecían obra de una misma persona, lo que significaba que Frieda debía de ser la autora. Me detuve frente a un pequeño dibujo que colgaba sobre el mueble del tocadiscos.

No iba a tener tiempo de mirarlo todo, así que decidí concentrarme en aquél y no fijarme en el resto. Era un niño pequeño visto desde arriba: una criatura de unos dos años, tumbada de espaldas con las piernas abiertas y los ojos cerrados, evidentemente dormida en su cuna. El papel se había puesto amarillo y empezaba a desmigajarse un poco por los bordes, y cuando vi lo antiguo que era, tuve la certidumbre de que el niño del dibujo era Tad, el hijo muerto de Hector y Frieda. Brazos y piernas al aire, doblados de cualquier manera; torso desnudo; pañal de algodón, fruncido y sujeto con un imperdible; sugerencia de barrotes en la cuna, justo detrás de la coronilla del niño. Las líneas daban una impresión de rapidez, de espontaneidad: un remolino de trazos vibrantes, seguros, probablemente ejecutados en menos de cinco minutos.

Traté de imaginarme la escena, remontarme al momento en que el lápiz se apoyó por primera vez en el papel. Una madre sentada frente a su hijo, que duerme su siesta de media tarde. Ella lee un libro, pero cuando alza la vista y lo observa en aquella postura indefensa —cabeza atrás y echada hacia un lado—, saca un lapicero del bolsillo y empieza a dibujarlo. Como no tiene papel, utiliza la última hoja del libro, que por casualidad es blanca. Cuando acaba el dibujo, arranca la hoja y la guarda; o la deja en el libro y se olvida del dibujo. Y si se olvida, pasan años antes de que vuelva a abrir ese libro y descubra el dibujo perdido. Sólo entonces separa la quebradiza hoja de su encuadernación, la enmarca y la cuelga en la pared. Era imposible saber cuándo podía haber pasado eso. Cuarenta años atrás, quizá, o el mes pasado, pero cuando encontró ese dibujo de su hijo, el niño ya estaba muerto; tal vez llevara muerto mucho tiempo, puede que más años de los que yo llevaba viviendo.

Cuando Alma volvió de la cocina, me tomó de la mano, me sacó del cuarto de estar y me llevó a un pasillo adyacente, de muros encalados y suelo de baldosas rojas.

Quiero que veas una cosa, me anunció. Sé que andamos faltos de tiempo, pero sólo será un momento.

Fuimos hasta el fondo del pasillo, pasando frente a dos o tres puertas, y nos detuvimos frente a la última.

Alma dejó en el suelo la cesta del almuerzo y sacó un llavero del bolsillo. Debía de haber unas quince o veinte llaves, pero encontró enseguida la que quería y la introdujo en la cerradura. El estudio de Hector, explicó. Aquí pasaba más tiempo que en ningún otro sitio. El rancho era su mundo, pero éste era el centro de ese mundo.

La estancia estaba llena de libros. Fue lo primero que observé al entrar: la cantidad de libros que había. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías del suelo al techo, y hasta el último centímetro de aquellos estantes estaba atestado de libros. Los había también amontonados y apilados en sillas y mesas, en la alfombra, en el escritorio. En tapa dura y ediciones de bolsillo, nuevos y viejos, en inglés, español, francés e italiano. El escritorio era una larga mesa de madera en medio de la habitación —gemela de la que había en la cocina— y entre los títulos que vi recuerdo Mi último suspiro, de Luis Buñuel. Como el libro estaba abierto y boca abajo frente a la butaca, me pregunté si Hector no habría estado leyéndolo el día que se cayó y se rompió la pierna: la última vez que estuvo en el estudio. Estaba a punto de cogerlo para ver dónde se había quedado, cuando Alma volvió a tomarme de la mano y me condujo frente a una estantería al fondo del estudio. Creo que esto te va a interesar, me dijo. Señaló una hilera de libros que había a varios centímetros por encima de su cabeza (pero exactamente a la altura de mis ojos), y vi que todos eran de autores franceses: Baudelaire, Balzac, Proust, La Fontaine. Un poco más a la izquierda, dijo Alma, y al mover los ojos en aquella dirección, escudriñando el lomo de los libros para ver lo que quería enseñarme, me encontré de pronto con el verde y dorado de la familiar edición en dos volúmenes de La Pléiade de las Mémoires d'outre–tombe de Chateaubriand.

No debería haberme afectado, pero lo hizo. Chateaubriand no era un autor desconocido, pero me conmovió saber que Hector había leído aquel libro, entrando en el mismo laberinto de recuerdos por el que yo erraba desde hacía dieciocho meses. Era otro punto de contacto, en cierto modo, otro eslabón en la cadena de encuentros fortuitos y afinidades curiosas que me habían atraído hacia él desde el principio. Saqué el primer volumen del estante y lo abrí. Sabía que Alma y yo debíamos darnos prisa, pero no pude resistir el impulso de pasar la mano por un par de páginas, de tocar algunas de las palabras que Hector había leído en el sosiego de aquella habitación. El libro se abrió por la mitad y vi que había una frase subrayada con un tenue trazo a lápiz.
Les moments de crise produisent un redoublement de vie chez les hommes. Los momentos de crisis producen una vitalidad redoblaba en los hombres.
O más sucintamente, quizá: los hombres sólo empiezan a vivir plenamente cuando se ven entre la espada y la pared.

A toda prisa, salimos al calor de aquella mañana de verano con nuestros bocadillos y bebidas frías. La mañana anterior, habíamos viajado entre los vestigios de un temporal de Nueva Inglaterra. Ahora estábamos en el desierto, caminando bajo un cielo sin nubes, respirando un aire suave que olía a enebro. A la derecha veía los árboles de Hector, y mientras bordeábamos la sinuosa línea del jardín, oíamos cantar a las cigarras entre la alta hierba. Destellos de milenrama, coniza y galio. Me sentía sumamente alerta, lleno de una especie de demencial resolución, en un estado donde se mezclaban el miedo, la expectación y la felicidad; como si tuviera tres intelectos, diferentes pero que funcionaran todos a la vez. Un gigantesco lienzo de montañas se extendía a lo lejos; un cuervo volaba en círculos sobre nuestras cabezas; una mariposa azul se posó en una piedra, A menos de cien metros de la casa, ya notaba que el sudor se me adensaba en la frente. Alma señaló un edificio rectangular de una planta, de adobe, con unos escalones de cemento resquebrajado donde crecían unos hierbajos. Los actores y los técnicos dormían allí durante la realización de las películas, me informó, pero ahora las ventanas estaban cerradas con tablones y no había agua ni luz. Los locales de posproducción se encontraban a otros cincuenta metros de allí, pero el edificio que me llamó la atención fue el que estaba más lejos.

El estudio de sonido era una construcción descomunal, deslumbrante a pleno sol, un enorme cubo blanco que allí resultaba raro, más semejante a un hangar de avión o un garaje de camiones que a un estudio cinematográfico.

Impulsivamente, apreté la mano de Alma y luego deslicé mis dedos entre los suyos, entrelazándolos. ¿Qué vamos a ver primero?, le pregunté.

La vida interior de Martin Frost
.

¿Por qué ésa y no otra?

Porque es la más corta. Podremos verla desde el principio hasta el final, y si Frieda no ha vuelto cuando hayamos terminado de verla, pondremos la más corta después de ésa. No se me ha ocurrido otra manera de hacerlo.

Es culpa mía. Tenía que haber venido aquí hace un mes. No te imaginas lo estúpido que me siento.

Las cartas de Frieda no eran muy amables. De haber estado en tu situación, yo también habría dudado.

No podía admitir que Hector estuviera vivo. Y luego, una vez que lo acepté, me negué a admitir que se estaba muriendo. Esas películas llevan años ahí. Si hubiera reaccionado enseguida, habría podido verlas todas. Podría haberlas visto dos o tres veces, aprendérmelas de memoria, asimilarlas. Y ahora tenemos que darnos prisa para ver sólo una. Es absurdo.

No te mortifiques, David. Yo tardé un año entero en convencerlos de que tenías que venir al rancho. Si alguien tiene la culpa, soy yo. Soy yo quien no ha estado muy despabilada. Soy yo quien se siente como una estúpida.

Alma abrió la puerta con otra de sus llaves, y en el momento en que franqueamos el umbral y entramos en el edificio, la temperatura bajó diez grados. Estaba puesto el aire acondicionado, y a menos que estuviera funcionando todo el tiempo (cosa que dudaba), aquello suponía que Alma había pasado por allí a primera hora de la mañana.

Parecía un hecho insignificante, pero cuando pensé en ello unos momentos, sentí una enorme oleada de lástima por ella. Había visto cómo Frieda se marchaba con el cadáver de Hector a las siete o siete y media, y entonces, en vez de subir a despertarme, se dirigió al edificio de posproducción para poner en marcha el aire acondicionado.

Durante las dos horas y media siguientes, había estado allí sola, llorando a Hector mientras el edificio se refrescaba, incapaz de verme frente a frente hasta que se le hubieran acabado las lágrimas. Podríamos haber pasado ese tiempo viendo una película, pero como ella no se había sentido preparada para empezar, una parte del día se nos había escapado entre los dedos. Alma no era dura. Era más valiente de lo que yo pensaba, pero no era dura, y mientras la seguía por el fresco corredor hacia la sala de proyección, acabé comprendiendo lo terrible que iba a ser aquel día para ella, lo terrible que ya había sido.

Puertas a la izquierda, puertas a la derecha, pero sin tiempo para abrir ninguna, sin tiempo para entrar y echar un vistazo a la sala de montaje o al estudio de mezcla de sonido, ni siquiera para preguntar si el equipo seguía allí.

Al final del corredor, torcimos a la izquierda, fuimos por otro pasillo con paredes de bloques de hormigón (azul claro, lo recuerdo), y luego pasamos por unas puertas dobles a la pequeña sala de proyección. Había tres filas de butacas tapizadas, de asiento abatible —aproximadamente de ocho a diez por fila—, y el suelo descendía suavemente hacia delante. La pantalla estaba fija en la pared, sin escenario ni telón: un rectángulo opaco de plástico blanco con diminutas perforaciones y un lustroso brillo oxidado.

Las luces estaban encendidas, y cuando me di la vuelta para echar una mirada, lo primero en que me fijé fue en que había dos proyectores, cada uno de ellos cargado con un rollo de película.

Salvo por unas cuantas fechas y cifras, Alma no me había dicho mucho de la película.
La vida interior de Martin Frost
era la cuarta película que Hector había hecho en el rancho, me explicó, y cuando terminó el rodaje, en marzo de 1946, trabajó en ella otros cinco meses antes de proyectar la versión definitiva en una sesión privada el doce de agosto. Duraba cuarenta y un minutos. Igual que todas las películas de Hector, se había filmado en blanco y negro, pero
Martin Frost
era algo diferente de las demás en el sentido de que podía describirse como una comedia (o como una película con elementos cómicos) y, por tanto, era la única obra del último periodo que guardaba alguna relación con los cortometrajes cómicos de los años veinte. Alma la eligió por su duración, según había dicho, pero eso no significaba que no fuese una buena muestra para empezar. Su madre había interpretado el papel protagonista, y si no era la obra más ambiciosa que Hector y ella hicieron juntos, probablemente era la más encantadora. Alma apartó un momento la vista. Luego, tras respirar hondo, se volvió de nuevo hacia mí y dijo: Faye estaba tan viva entonces, tan llena de vitalidad... Nunca me canso de verla.

Esperé que prosiguiera, pero aquel fue el único comentario que hizo, la única observación que se parecía a la manifestación de una opinión subjetiva. Después de otro breve silencio, abrió la cesta del almuerzo y sacó un cuaderno y un bolígrafo, que estaba provisto de una luz para escribir en la oscuridad. Por si quieres hacer alguna anotación, me dijo. Cuando me los dio, se inclinó un poco y me besó en la mejilla —un besito, un beso de colegiala—, y luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

Veinte segundos después, oí unos golpecitos. Alcé la vista y allí estaba otra vez, saludándome con la mano tras el cristal de la cabina de proyección. Le devolví el saludo —quizá hasta le lancé un beso— y entonces, justo cuando me estaba sentando en medio de la primera fila, Alma fue atenuando las luces. No volvió a bajar hasta que se acabó la película.

Tardé un tiempo en entrar en el asunto, en enterarme de lo que pasaba. La acción estaba filmada con un realismo tan inexpresivo, con una atención tan escrupulosa a los detalles de la vida cotidiana, que no percibí la magia que rodeaba el meollo de la trama. La película empezaba como cualquier otra comedia sentimental, y durante los primeros doce o quince minutos Hector se apegaba a las trilladas convenciones del género: el encuentro accidental entre el galán y la chica, el malentendido que los empuja a separarse, el cambio súbito y el estallido de deseo, la zambullida en el delirio, el surgimiento de dificultades, el enfrentamiento con la duda y su superación; todo lo cual conduciría (o eso creía yo) a un desenlace triunfal. Pero entonces, transcurrida más o menos la tercera parte de la narración, me di cuenta de que no lo había entendido bien. Pese a todas las apariencias, el escenario de la película no era Tierra del Sueño ni el territorio del Rancho Piedra Azul, sino el interior de la cabeza de un hombre; y la mujer que había entrado en aquella cabeza no era una mujer de carne y hueso, sino un espíritu, una criatura nacida de la imaginación del hombre, un ser efímero enviado para servirle de musa.

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