El libro de las ilusiones (23 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: El libro de las ilusiones
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Intentó suicidarse al día siguiente en Montana, contó Alma, y tres días después volvió a intentarlo en Chicago.

La primera vez, se metió el revólver en la boca; la segunda, apoyó el cañón contra el ojo izquierdo. Pero en ninguna de ambas ocasiones fue capaz de llevarlo a término.

Se había alojado en un hotel de South Wabash, en la periferia del Barrio Chino, y después del segundo intento fallido salió a la sofocante noche de junio, buscando un sitio para emborracharse. Si podía meterse el alcohol suficiente en las venas, quizá tuviera valor para saltar al río y ahogarse antes de que acabara la noche. Ese era su plan, en cualquier caso, pero no mucho después de salir en busca de la botella, dio por casualidad con algo mejor que la muerte, mejor que la simple condenación que andaba buscando. Se llamaba Sylvia Meers, y bajo su dirección Hector aprendió que podía continuar suicidándose sin tener que concluir la tarea. Fue ella quien le enseñó a beber su propia sangre, quien le instruyó en los placeres de devorar su propio corazón.

La encontró en un tugurio de la calle Rush, de pie frente a la barra cuando él fue a pedir la segunda copa.

No era gran cosa, pero el precio que pedía era tan insignificante que Hector se sorprendió aceptando sus condiciones. De todas formas estaría muerto antes de que acabara la noche, ¿y qué podía ser más apropiado que pasar sus últimas horas de vida con una puta?

Lo llevó a una habitación del White House, un hotel de la acera de enfrente, y cuando concluyeron su asunto en la cama, ella le preguntó si quería hacerlo otra vez.

Hector declinó la invitación, explicando que no tenía dinero para otra ronda, pero cuando ella le dijo que no le cobraría, Hector se encogió de hombros y dijo por qué no, antes de proceder a montarla por segunda vez. El bis acabó pronto con otra eyaculación, y Sylvia Meers sonrió.

Felicitó a Hector por su hazaña, y luego le preguntó si creía que era capaz de repetirla. No inmediatamente, repuso Hector, pero si le daba media hora, probablemente no habría dificultad. Eso no me satisface, dijo ella. Si podía lograrlo en veinte minutos, le invitaría otra vez, pero se le tenía que volver a enderezar en diez. Echó un vistazo al reloj de la mesilla de noche. Diez minutos a partir de ahora, anunció, desde el momento en que el segundero pasara de las doce. Ese era el trato. Diez minutos para ponerse a funcionar, y luego otros diez para terminar la tarea. Pero si se le aflojaba en cualquier momento de la operación, tendría que pagarle la vez anterior. Esa era la multa. Tres veces por el precio de una, o si no apoquinaba por la sesión entera. ¿Qué iba a hacer? ¿Quería marcharse ya, o creía que era capaz de lograrlo aunque lo presionaran de aquella forma?

Si no hubiera sonreído mientras le hacía la pregunta, Hector habría pensado que estaba loca. Las putas no iban ofreciendo sus servicios gratis, y no lanzaban desafíos a la virilidad de sus clientes. Eso correspondía a las especialistas del látigo y a las que odiaban secretamente a los hombres, a las que traficaban con el sufrimiento y las humillaciones estrafalarias, pero Meers tenía aspecto de chica corriente y desenfadada, y antes que burlarse de él lo que pretendía era convencerle para que se prestara a un juego.

No, no a un juego exactamente, sino a un experimento, a una investigación científica sobre la capacidad copulativa de un miembro por dos veces agotado. ¿Podía resucitarse a un muerto?, parecía preguntarle. Y en caso afirmativo, ¿cuántas veces? No se admitían conjeturas. Con objeto de llegar a resultados concluyentes, el estudio debía llevarse a cabo en estrictas condiciones de laboratorio.

Hector le devolvió la sonrisa. Meers estaba despatarrada en la cama con un cigarrillo en la mano: confiada, tranquila, enteramente a gusto con su desnudez. ¿Qué ganaría ella con eso?, quiso saber Hector. Dinero, contestó ella. Montones de dinero. Ésa sí que era buena, observó Hector. De modo que estaba ofreciéndoselo por nada, y al mismo tiempo hablaba de enriquecerse. ¿No era de tontos? De tontos no, replicó ella, de listos. Se podía ganar dinero, y si en los próximos nueve minutos se le empinaba otra vez, él también podía ganárselo.

Apagó el cigarrillo y empezó a pasarse las manos por el cuerpo, acariciándose los pechos y alisándose el vientre con la palma de las manos, deslizándose la punta de los dedos por el interior de los muslos, tocándose el vello púbico, la vulva y el clítoris, abriéndose a él mientras le enseñaba la lengua entre los labios separados. Hector no era inmune a aquellas clásicas provocaciones. Lenta pero firmemente, el muerto iba saliendo de su tumba, y cuando observó lo que pasaba, Meers emitió un leve y obsceno plañido gutural, una sola nota prolongada que parecía aunar la aprobación y el estímulo. Lázaro respiraba de nuevo. Se puso boca abajo, murmurando una retahíla de indecencias y gimiendo de fingida excitación, y luego levantó el culo en el aire y le dijo que se metiera dentro de ella. Hector no estaba preparado del todo, pero cuando apretó el pene contra los rojizos pliegues de sus labios, se le endureció lo suficiente para penetrarla. No le quedaba mucho, al final, pero algo le salió además de sudor, lo bastante para hacer una demostración válida, en cualquier caso, y cuando se apartó de ella y se derrumbó entre las sábanas, ella se volvió hacia él y lo besó en los labios. Diecisiete minutos, anunció. Lo había hecho tres veces en menos de una hora, y eso era justo lo que ella andaba buscando. Si quería entrar en el negocio, lo aceptaba como pareja.

Hector no tenía idea de lo que estaba hablando.

Meers se lo explicó, y como seguía sin entender lo que intentaba decirle, se lo volvió a explicar. Había hombres, le dijo, millonarios de Chicago, ricachones de todo el Medio Oeste que estaban dispuestos a pagar buen dinero por ver follar a la gente. Ah, repuso Hector, te refieres a películas verdes, a cine porno. No, replicó Meers, nada de trucos de ésos. Números en vivo. Polvos de verdad delante de un público de verdad.

Llevaba un tiempo haciendo eso, le informó, pero el mes pasado habían detenido a su pareja por un robo con escalo que terminó en chapuza. Pobre Al. De todos modos, bebía demasiado y le costaba trabajo empalmarse.

Aunque no lo hubieran puesto fuera de servicio, probablemente habría sido hora de buscarle un sustituto. En los últimos quince días, tres o cuatro candidatos habían sobrevivido a la prueba, pero ninguno de aquellos tipos podía compararse con Hector. Le gustaba su cuerpo, le dijo, le gustaba sentir su polla, y pensaba que los rasgos de su cara eran tremendamente atractivos.

Ah, no, replicó Hector. No enseñaría la cara. Si quería que trabajase con ella, tendría que llevar una máscara.

No era por escrúpulos. Sus películas habían tenido éxito en Chicago, y no podía correr el riesgo de que lo reconociesen. Ya iba a ser bastante difícil cumplir su parte del trato, y no veía cómo podría hacerlo si estaba muerto de miedo, si cada vez que se presentara delante del público temiese que alguien dijera su nombre en voz alta.

Aquélla era su única condición, concluyó. Si le dejaba taparse la cara, podía contar con él.

Meers no estaba convencida. ¿Por qué iba a enseñar la minina a todo el mundo y no dejar que nadie le viese la cara? Si ella fuese hombre, le aseguró, estaría orgullosa de tener lo que él tenía. Querría que todo el mundo supiese que era suyo.

Pero el público no iría a verlo a él, arguyó Hector. La estrella era Meers, y cuanto menos pensara el público en quién era él, más excitante resultaría su espectáculo. Si se tapaba con una máscara, ya no tendría personalidad, ni rasgos característicos, nada que se interpusiera en las fantasías de los hombres que acudieran a verlos. No querían verle joder a él, afirmó Hector, sino imaginar que eran ellos quienes se la estaban follando a ella. Convertido en un personaje anónimo, sólo sería el motor del deseo masculino, el representante de todos los hombres del público.

Don Semental, el de rígida planta, tirándose sin parar a la insaciable Doña Coño. Todos los hombres, y por tanto, cualquier hombre. Pero sólo una mujer, concluyó Hector, una sola mujer por siempre jamás, que se llamaba Sylvia Meers.

A Meers le convenció el argumento. Era su primera lección de táctica del espectáculo, y aunque no entendía todo lo que Hector le explicaba, le gustaba el tono de su discurso, le encantaba que quisiera dejarle el papel de estrella. Para cuando la llamó Doña Coño, se estaba riendo a carcajadas. ¿Dónde había aprendido a hablar así?, le preguntó. Nunca había conocido a un hombre capaz de hacer que algo pareciese tan sucio y tan bonito a la vez.

Lo sórdido tiene sus compensaciones, repuso Hector, utilizando deliberadamente un lenguaje superior. Si un hombre decide alojarse en su propia tumba, ¿qué mejor compañía podría tener que una mujer de sangre ardiente?

Así morirá más despacio, y mientras esté unido carnalmente a ella, podrá vivir del olor de su propia corrupción.

Meers volvió a reír, incapaz de comprender el significado de las palabras de Hector. Le parecían sacadas de la Biblia, como las que utilizaban los predicadores y los evangelistas itinerantes, pero el pequeño poema de Hector sobre muerte y degeneración fue recitado con tanta calma, con una sonrisa tan amable y simpática en el rostro, que supuso que le estaba gastando una broma. Ni por un momento comprendió que acababa de confesarle sus secretos más íntimos, que tenía delante a un hombre que cuatro horas antes estaba sentado en la cama de la habitación de su hotel apoyándose en los sesos un revólver cargado por segunda vez en aquella semana. Hector se alegró. Cuando vio la falta de comprensión en sus ojos, se sintió afortunado por haber caído con una fulana tan lerda, tan corta de luces. Por mucho tiempo que pasara con ella, sabía que siempre estaría solo cuando estuvieran juntos.

Meers tenía poco más de veinte años y era una campesina de Dakota del Sur que, tras escaparse de casa a los dieciséis años, aterrizó en Chicago un año después y empezó a hacer la calle el mismo mes que Lindbergh atravesó el Atlántico. No tenía nada que cautivase, nada que la distinguiera de las mil putas que en aquel momento hubiera en otras tantas habitaciones de hotel. Rubia teñida, de cara redonda, ojos grises sin brillo y mejillas salpicadas de cicatrices de acné, se comportaba con cierta desenvoltura de mujer fácil, pero no tenía magia alguna, ni encanto que mantuviera vivo durante algún tiempo el interés de nadie. Tenía el cuello demasiado corto en relación con el cuerpo, los senos menudos, un tanto caídos, y ya una leve acumulación de grasa en nalgas y caderas. Mientras establecían los términos del acuerdo (un reparto a sesenta y cuarenta, que a él le pareció más que generoso), Hector le dio de pronto la espalda, pensando que le resultaría, imposible seguir adelante si continuaba mirándola.

¿Qué ocurre, Herm?, le preguntó ella. ¿No te encuentras bien? Estoy perfectamente, repuso Hector, con los ojos todavía fijos en un trozo de escayola descascarillada en el otro extremo de la habitación. Nunca me he sentido mejor en la vida. Estoy tan contento, que me dan ganas de abrir la ventana y ponerme a gritar como un loco. Fíjate lo bien que me siento, cariño. Estoy verdaderamente loco, loco de alegría.

Seis días después, Hector y Sylvia dieron su primera representación pública. Entre su compromiso inicial a primeros de junio y su último espectáculo a mediados de diciembre, Alma calculaba que habían aparecido juntos unas cuarenta y siete veces. La mayor parte del tiempo trabajaban en Chicago y sus alrededores, pero a veces les llegaban reservas de sitios tan lejanos como Minneapolis, Detroit y Cleveland. Los locales iban desde clubs nocturnos a suites de hotel, de almacenes y burdeles a edificios de oficinas y casas particulares. Su público más numeroso se compuso de unos cien espectadores (en la fiesta de una asociación estudiantil de Normal, en Illinois), y el más reducido consistió en uno solo (en diez ocasiones distintas, repetidas para el mismo hombre). La actuación variaba en función de los deseos de los clientes. Unas veces, Hector y Sylvia montaban pequeñas obras, con vestuario, diálogo y todo; y otras, se limitaban a aparecer desnudos y a joder en silencio. Las escenas se basaban en las más elementales ensoñaciones eróticas, y solían dar mejor resultado frente a un público reducido o medio. El número más famoso era el de enfermera y paciente. Parecía que a la gente le gustaba ver cómo Sylvia se despojaba del blanco uniforme almidonado, y nunca dejaba de aplaudir cuando empezaba a quitar las vendas de gasa del cuerpo de Hector. También estaba el Escándalo del Confesionario (que terminaba con el cura violando a la monja) y, más elaborada, la historia de los dos libertinos que se conocían en un baile de máscaras en la Francia prerrevolucionaria. En casi todos los casos, los espectadores eran exclusivamente masculinos. Las sesiones más concurridas solían ser más escandalosas (fiestas de solteros, celebraciones de aniversario), mientras que los pequeños grupos rara vez hacían ruido.

Banqueros y abogados, políticos y hombres de negocios, atletas, corredores de bolsa y representantes de la riqueza ociosa: todos miraban con embelesada fascinación. La mayoría de las veces, al menos dos o tres se desabrochaban los pantalones y empezaban a masturbarse. Un matrimonio de Fort Wayne, en Indiana, que contrató los servicios del dúo para una representación privada en su casa, llegó a desnudarse y a hacer el amor durante la representación. Meers no se había equivocado, descubrió Hector.

Podía ganarse mucho dinero si uno se atrevía a dar a la gente lo que quería.

Alquiló un apartamento pequeño en el North Side y, por cada dólar ganado, daba setenta y cinco centavos para fines benéficos. Introducía billetes de diez y veinte dólares en el cepillo de la iglesia Saint–Anthony, enviaba donaciones anónimas a la congregación B'nai Avraham, y repartía incalculables cantidades de monedas entre los mendigos ciegos y tullidos que encontraba por las aceras de su barrio. Cuarenta y siete representaciones hacían un promedio de dos funciones a la semana. Lo que dejaba cinco días libres, que en su mayor parte Hector pasaba recluido, encerrado en su apartamento, leyendo libros. Su mundo se había escindido en dos, observó Alma, y su mente y su cuerpo ya no se hablaban. Era exhibicionista y ermitaño, depravado furibundo y monje solitario, y si logró sobrevivir durante tanto tiempo a esas contradicciones internas, sólo fue porque adormeció voluntariamente su conciencia. Se acabó la lucha por ser bueno, se terminó la farsa de creer en las virtudes de la renunciación. Su cuerpo había tomado ahora el mando, y cuanto menos pensaba en lo que hacía su cuerpo, más satisfactoriamente lograba hacerlo. Alma observó que durante ese periodo dejó de escribir en su diario. Las únicas anotaciones eran breves y escuetas indicaciones de la hora y el lugar de sus trabajos con Sylvia: página y media en seis meses. Ella lo interpretaba como una señal del miedo que tenía a mirarse a sí mismo, el comportamiento de alguien que hubiera tapado todos los espejos de su casa.

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