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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (22 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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Hector descolló en las tareas de gerente de facto de la tienda de deportes. Tras el año de aislamiento en la fábrica de barriles de Portland y del confinamiento solitario en la trastienda de O'Fallon, acogió con agrado la ocasión de volver a vivir entre la gente. La tienda era como un pequeño teatro, y el papel que le habían asignado era esencialmente el mismo que había desempeñado en sus películas: Hector, el concienzudo subalterno, el elegante empleado con pajarita. La única diferencia consistía en que ahora se llamaba Herman Loesser, y en que era un papel serio. Nada de payasadas ni batacazos, nada de darse golpes en la cabeza o en la punta del pie. Su trabajo consistía en persuadir, en supervisar las cuentas y en exaltar las virtudes del deporte. Pero nadie dijo que debía hacerlo con una expresión sombría en el rostro. Volvía a tener un auditorio frente a él y toda la utilería que pudiera desear, y una vez que entendió cómo funcionaba todo, rápidamente le volvieron sus viejos instintos de actor. Seducía a los clientes con sus locuaces peroratas, los cautivaba con sus demostraciones de guantes de béisbol y técnicas de la pesca con mosca, se ganaba su fidelidad con su disposición a rebajarles el cinco, el diez y hasta el quince por ciento de la lista de precios. Las carteras no abultaban mucho en 1931, pero el deporte era una distracción barata, un buen modo de no pensar en lo que uno no podía permitirse, y la tienda del Pelirrojo siguió siendo un negocio decente. Los niños jugarían al balón con independencia de las circunstancias, y los hombres nunca dejarían de lanzar el sedal al río ni de disparar las escopetas contra los animales del bosque. Y eso, sin olvidar la cuestión del vestuario. No sólo para los equipos de los institutos y facultades de la región, sino también para los doscientos miembros de la federación de bolos del Club Rotary, las diez agrupaciones de la asociación de baloncesto de Auxilio Católico, y las alineaciones de las tres docenas de conjuntos de softball aficionado. Unos quince años antes, O'Fallon había acaparado ese mercado y cada temporada le seguían llegando los pedidos, de forma tan precisa y regular como las fases de la luna.

Una noche de mediados de abril, mientras Hector y Nora llegaban al final de su clase del martes, Nora se volvió hacia él y le anunció que acababa de recibir una proposición de matrimonio. Aquella observación se formuló de improviso, sin relación alguna con nada de lo que estaban diciendo, y durante unos momentos Hector no estuvo seguro de haber entendido bien. Un anuncio de aquella clase solía ir acompañado de una sonrisa, incluso de ruidosas expresiones de alegría, pero Nora no sonreía, y no parecía contenta en absoluto de comunicarle la noticia. Hector le preguntó el nombre del afortunado joven.

Nora sacudió la cabeza, fijó la vista en el suelo y se puso a manosear su vestido de algodón azul. Cuando volvió a levantar la cabeza, había lágrimas brillando en sus ojos.

Empezó a mover los labios, pero antes de que lograra decir algo, se levantó bruscamente del sofá, se llevó la mano a la boca y salió corriendo del salón.

Desapareció antes de que él comprendiese lo que había pasado. Ni siquiera tuvo tiempo de llamarla, y cuando oyó que Nora subía corriendo las escaleras y luego cerraba de golpe la puerta de su habitación, comprendió que aquella noche no volvería a bajar. La clase había terminado. Debía marcharse, dijo para sí, pero pasaron unos minutos y no se movió del sofá. Finalmente, O'Fallon entró en el salón. Eran poco más de las nueve, y el Pelirrojo se encontraba en su habitual condición nocturna, pero no hasta el punto de perder el equilibrio. Clavó los ojos en Hector, y pasó largo rato observando a su empleado, mirándolo de arriba abajo mientras una pequeña y retorcida sonrisa se insinuaba en la parte inferior de su boca. Hector no habría sabido decir si era una sonrisa de lástima o de burla. Parecía las dos cosas, en cierto modo, una especie de compasivo desdén, si es que era posible algo así, y Hector lo encontró inquietante, una señal de enconada hostilidad que O'Fallon no mostraba desde hacía meses.

Hector se levantó al fin y preguntó: ¿Es que va a casarse Nora? Su jefe dejó escapar una risita sarcástica. ¿Cómo coño voy a saberlo yo?, replicó. ¿Por qué no se lo pregunta usted? Y entonces, gruñendo en respuesta a su propia carcajada, O'Fallon dio media vuelta y salió de la habitación.

Dos noches después, Nora se disculpó por su arrebato.

Ya se encontraba mejor, aseguró, y la crisis había pasado. Lo había rechazado, y eso era todo. Asunto concluido; nada de que preocuparse. Aunque buena persona, Albert Sweeney no era más que un crío, y estaba cansada de salir con críos, sobre todo con los que vivían a costa del dinero de su padre.

Si se casaba alguna vez, sería con un hombre, con alguien que conociera el mundo y fuese capaz de abrirse paso en la vida por sí solo. Hector dijo que no podía reprocharse nada a Sweeney por el hecho de tener un padre rico. No era culpa suya, y, además, ¿qué había de malo en ser rico, de todos modos? Nada, contestó Nora. Sólo que no quería casarse con él, eso era todo. El matrimonio era para siempre, y ella no daría el sí hasta que se presentara el hombre adecuado.

Nora pronto recobró su buen humor, pero las relaciones de Hector con O'Fallon parecieron haber entrado en una fase nueva e inquietante. El momento decisivo había sido el enfrentamiento en el salón, con la larga mirada y la risita desdeñosa y burlona, y a partir de aquella noche Hector se sintió vigilado. Cuando O'Fallon pasaba ahora por la tienda, no participaba en las transacciones ni en los tratos con los clientes. En vez de echar una mano o ponerse detrás de la caja registradora cuando había mucho movimiento, se instalaba en una butaca junto al expositor de raquetas de tenis y guantes de golf y se ponía a leer tranquilamente la prensa de la mañana, alzando la vista de cuando en cuando con aquella sonrisa cáustica que esbozaba con el labio inferior. Era como si considerase al subgerente como un divertido animal de compañía o un juguete mecánico. Hector le hacía ganar buen dinero, trabajando diez y once horas diarias para que él llevara prácticamente una vida de jubilado, pero todos sus esfuerzos sólo servían para que O'Fallon se mostrase más escéptico, más condescendiente. Sin abandonar su actitud cautelosa, Hector fingía no darse cuenta. No le venía mal que le tomaran por un bobo entusiasmado con el trabajo, razonaba él, y quizá tampoco que le llamasen muchacho o
el señor
, pero no podía sentirse mucho apego por un tipo así, y siempre que aparecía en la habitación, había que asegurarse de tener la espalda vuelta a la pared.

Pero cuando te invitaba a su club de campo, proponiéndote que le acompañaras para hacer dieciocho hoyos en una radiante mañana de domingo de primeros de mayo, no se podía declinar la invitación. Y tampoco se le decía que no cuando te invitaba a comer en el Bluebell Inn, no ya una sino dos veces en el espacio de una sola semana, insistiendo en ambas ocasiones en que escogieras los platos más caros de la carta. Mientras siguiera sin conocer tu secreto, mientras no sospechara lo que estabas haciendo en Spokane, podías soportar la tensión de su continua vigilancia. La tolerabas precisamente porque te resultaba insoportable estar con él, porque te compadecías del ruinoso estado al que había llegado, porque cada vez que oías la cínica desolación que destilaba su voz, sabías que tú eras en parte responsable de todo aquello.

Su segundo almuerzo en el Bluebell Inn se produjo un miércoles de finales de mayo. Si Hector hubiese estado preparado para lo que iba a suceder, probablemente habría reaccionado de distinta manera, pero al cabo de veinticinco minutos de conversación insustancial, la pregunta de O'Fallon le cogió desprevenido. Aquella noche, cuando Hector volvió a su pensión, al otro extremo de la ciudad, escribió en su diario que, para él, el universo había cambiado de forma en un solo instante.
Me lo he perdido todo. Todo lo he entendido mal. La tierra es el cielo, el sol es la luna, los ríos son montañas. Miraba al mundo al revés.
Y seguidamente, con los acontecimientos de aquella tarde aún frescos en su memoria, escribió una transcripción literal de su conversación con O'Fallon.

Bueno, Loesser, le dijo súbitamente O'Fallon, explícame cuáles son tus intenciones.

No entiendo esa expresión, repuso Hector. Tengo un espléndido filete delante de mí y desde luego voy a comérmelo. ¿Es a eso a lo que se refiere?

Eres un tipo listo,
chico
. Ya sabes lo que quiero decir.

Discúlpeme usted, señor, pero esas intenciones me confunden. No entiendo.

Intenciones a largo plazo.

Ah sí, ya entiendo. Se refiere al futuro, a mis planes para el futuro. Puedo decirle tranquilamente que mis únicas intenciones consisten en seguir como hasta ahora. Seguir trabajando para usted. Hacer todo lo que pueda por la tienda.

¿Y que más?

No hay más, señor O'Fallon. Se lo digo de corazón.

Me ha dado usted una gran oportunidad, y estoy decidido a aprovecharla al máximo.

¿Y quién crees que me convenció para que te diera esa oportunidad?

No sé. Siempre pensé que era decisión suya, que era usted quien me la había dado.

Fue Nora.

¿La señorita O'Fallon? Nunca me ha dicho nada. No tenía ni idea de que fuese obra suya. Con tantas cosas como ya le debo, y ahora resulta que estoy aún más en deuda con ella. Me inclino humildemente ante lo que me acaba de decir.

¿Y te gusta verla sufrir?

¿Es que la señorita Nora sufre? ¿Y por qué habría de sufrir? Es una muchacha extraordinaria, llena de vida, y todo el mundo la admira. Sé que hay penas de familia que pesan en su corazón (tanto como en el suyo, señor), pero aparte de las lágrimas que de vez en cuando vierte por su hermana ausente, nunca la he visto de otro modo que alegre y optimista.

Es fuerte. Pone buena fachada.

Me duele oír eso.

Albert Sweeney le propuso matrimonio el mes pasado, y ella lo rechazó. ¿Por qué cree usted que lo hizo? El padre de ese chico es Hiram Sweeney, el senador del Estado, el republicano más influyente del condado. Habría podido vivir de las rentas durante los próximos cincuenta años, y dijo que no. ¿Qué te parece, Loesser?

Me dijo que no le quería.

Exacto, porque quiere a otro. ¿Y quién crees que es ese otro?

Me resulta imposible contestar a esa pregunta. No sé nada sobre los sentimientos de la señorita Nora, señor.

No serás mariquita, ¿verdad, Herman?

¿Cómo dice, señor?

Mariquita. Sarasa. Homosexual.

Por supuesto que no.

¿Por qué no haces algo, entonces?

Habla usted en clave, señor O'Fallon. No comprendo.

Estoy cansado, hijo. Ya no tengo motivos para vivir, aparte de una cosa, y cuando ese asunto esté arreglado, lo único que quiero es estirar tranquilamente la pata. Ayúdame, y estoy dispuesto a hacer un trato contigo. No tienes más que decir una palabra,
amigo
, y todo será tuyo.

La tienda, el negocio, todo el tinglado.

¿Me está proponiendo venderme su negocio? No tengo dinero. No estoy en situación de hacer tales tratos.

El verano pasado te presentaste en la tienda pidiendo trabajo, y ahora estás llevando la tienda. Se te da bien, Loesser. Nora no se equivocaba contigo, y no voy a interponerme en su camino. Ya he dejado de interponerme en el camino de nadie. Lo que quiera, lo tendrá.

¿Por qué no hace más que hablar de la señorita Nora?

Creía que me estaba proponiendo un trato de negocios.

Así es. Pero a condición de que estés dispuesto a hacerme ese favor. Y no es que te pida algo que no quieras hacer. Me doy perfectamente cuenta de la forma en que os miráis los dos. Lo único que tienes que hacer es dar el paso.

Pero ¿qué está diciendo, señor O'Fallon?

Contéstate tú mismo.

No puedo, señor. No puedo, es la verdad.

Nora, estúpido. Es de ti de quien está enamorada.

Pero yo no soy nada, nada en absoluto. Nora no puede quererme.

Puede que tú creas eso, y que yo también lo crea, pero los dos nos equivocamos. La chica tiene el corazón destrozado, y maldita sea si voy a quedarme de brazos cruzados viéndola sufrir. Ya he perdido a dos hijas, y eso no va a pasarme más.

Pero yo no debo casarme con Nora. Soy judío, y esas cosas no están permitidas.

¿Qué clase de judío?

Un judío. Sólo hay una clase de judío.

¿Crees en Dios?

¿Y qué más da? No soy como usted. Vengo de otro mundo.

Contesta a la pregunta. ¿Crees en Dios?

No, no creo en Dios. Creo que el hombre es la medida de todas las cosas. Las buenas y las malas.

Entonces somos de la misma religión. Somos iguales, Loesser. La única diferencia es que tú entiendes el dinero mejor que yo. Lo que significa que serás capaz de ocuparte de ella. Eso es lo único que quiero. Ocúpate de Nora, y luego podré morirme en paz.

Me pone en una situación difícil, señor.

Tú no sabes lo que es difícil, hombre. Le haces la proposición antes de fin de mes o te despido. ¿Entiendes? Te pongo de patitas en la calle y luego te mando fuera del estado de una patada en el culo.

Hector le ahorró la molestia. Cuatro horas después de salir del Bluebell Inn, cerró la tienda por última vez, volvió a su habitación y se puso a hacer la maleta. En un determinado momento de la noche, pidió prestada la Underwood a su patrona y escribió una carta a Nora, firmando al pie de la página con las iniciales H. L. No podía correr el riesgo de dejarle una muestra de su escritura, pero tampoco podía marcharse sin una explicación, sin inventarse alguna historia que justificase su repentina y misteriosa marcha.

Le dijo que estaba casado. Era la mentira más grande que se le ocurrió, pero en el fondo era menos cruel de lo que habría sido un rechazo total y absoluto. Su mujer había caído enferma en Nueva York, y tenía que volver corriendo para atender la emergencia. Nora se quedaría pasmada, desde luego, pero una vez que comprendiera que nunca había habido la menor esperanza para ellos, que Hector no era libre desde el principio, sería capaz de rehacerse de la decepción sin que le quedaran cicatrices duraderas. O'Fallon quizá percibiese el engaño, pero aun cuando el viejo comprendiera la verdad, no era probable que se la comunicase a Nora. Su preocupación consistía en proteger los sentimientos de su hija, ¿y por qué iba a poner objeciones a la supresión de aquel incómodo
Don Nadie
que se había metido como un gusano en su corazón? Se alegraría de librarse de Hector, y poco a poco, a medida que se fuera asentando la polvareda, el joven Sweeney empezaría a volver por allí, y Nora recobraría el sentido común. En la carta, Hector le agradecía todas las amabilidades que había tenido para con él. Jamás la olvidaría, afirmaba. Era un espíritu luminoso, una mujer que sobresalía entre todas las demás, y sólo el hecho de conocerla en el breve tiempo que había pasado en Spokane había cambiado su vida para siempre. Todo cierto, y a la vez, todo falso. Cada frase una mentira, pese a la convicción con que estaba escrita cada palabra. Esperó hasta las tres de la mañana, y entonces volvió a la casa y metió la carta por debajo de la puerta principal: igual que su hermana muerta, Brigid, en un gesto similar dos años y medio antes, había deslizado una carta bajo la puerta de su casa.

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