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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (5 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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El traje blanco convierte a Hector en un desvalido. Pone al público de su parte, y en cuanto un actor logra eso, ya puede hacer lo que le dé la gana.

Era demasiado alto para hacer simplemente de payaso, demasiado atractivo para interpretar el papel de ingenuo apocado, como tantos otros cómicos. Con sus expresivos ojos negros y su elegante nariz, Hector tenía aspecto de un primer actor mediocre, un personaje romántico y resultón que se había metido por equivocación en el plató donde se rodaba otra película. Era plenamente adulto, y la presencia misma de una persona así parecía ser contraria a las normas establecidas de la comedia. Los actores graciosos tenían que ser bajitos, contrahechos o gordos.

Eran pillines y bufones, necios y parias, niños disfrazados de mayores o adultos con mentalidad infantil. No hay más que pensar en la juvenil redondez de Arbuckle, su timidez, la sonrisa tonta en los labios pintados, feminizados. Recordad el dedo índice que se lleva a la boca cada vez que le mira una chica. Repasad la lista de objetos de utilería y vestuario que forjaron la carrera de reconocidos maestros: el vagabundo de Chaplin, con los desmadejados zapatos y la harapienta ropa; el tímido de Lloyd, con sus gafas de montura de concha; el atontado de Keaton, de sombrero chato y facciones inertes; el imbécil de Langdon, de piel blanca como la tiza. Todos son inadaptados sociales, y como esos personajes no pueden ni amenazarnos ni ser merecedores de envidia, les deseamos suerte para que triunfen sobre sus enemigos y conquisten el corazón de la chica. El único problema es que no saben qué hacer con la chica una vez que se quedan a solas con ella.

Con Hector nunca nos asaltan esas dudas. Cuando guiña el ojo a la chica, lo más probable es que ella se lo guiñe a su vez. Y en ese momento está claro que ninguno de los dos está pensando en boda.

La risa, sin embargo, no está ni mucho menos garantizada. Hector no es lo que pudiera llamarse un personaje encantador, y tampoco alguien que necesariamente inspire compasión. Si logra conquistar la simpatía del espectador es porque nunca sabe cuándo renunciar. Trabajador y sociable, perfecta encarnación de
l'homme moyen sensuel
, no está en desacuerdo con el mundo, sino que es más bien una víctima de las circunstancias, un hombre con una inagotable habilidad para atraer la mala suerte. Hector siempre tiene un plan en la cabeza, un motivo que justifica sus actos, pero siempre ocurre algo que le impide realizar su objetivo. Sus películas están erizadas de extraños incidentes físicos, descabelladas averías mecánicas, objetos que se niegan a comportarse como deberían. Una persona con menos confianza en sí misma se dejaría derrotar por esos inconvenientes, pero aparte de algún que otro estallido de exasperación (limitado a los monólogos del bigote), Hector nunca se queja. Hay puertas que le pillan los dedos al cerrarse de golpe, abejas que le pican en el cuello, estatuas que le caen en la punta del pie, pero una y otra vez se sobrepone a sus infortunios y continúa su camino. Se le empieza a admirar por su perseverancia, por la tranquilidad de espíritu que se apodera de él frente a la adversidad, pero lo que mantiene la atención del espectador es la forma en que se mueve. Hector es capaz de cautivar a cualquiera con un solo gesto entre mil. Vivaracho y ágil, desenfadado hasta rozar la indiferencia, se abre paso en la carrera de obstáculos de la vida sin la menor muestra de torpeza ni miedo, deslumbrando al espectador con sus cabriolas y regates, sus súbitas piruetas y convulsas pavanas, sus reacciones tardías, triples saltos y contoneos de bailarín de rumba. No hay más que observar el tamborileo, la impaciencia de los dedos, los suspiros, tan hábilmente calculados, la leve inclinación de cabeza cuando algo inesperado le llama la atención. Esas diminutas acrobacias caracterizan al personaje, pero también se disfrutan por sí solas. Incluso cuando el papel matamoscas le sobresale bajo la suela del zapato y el niño de la casa acaba inmovilizándolo con un lazo (amarrándole los brazos a los costados), Hector se mueve con insólita gracia y compostura, no dudando ni un momento de que pronto podrá salir del apuro; aunque le esté esperando el siguiente en la habitación de al lado. Mala suerte para Hector, desde luego, pero así son las cosas. Lo que importa no es la habilidad para evitar los problemas, sino la manera en que se enfrenta uno a ellos cuando se presentan.

La mayoría de las veces, Hector se encuentra en lo más bajo de la escala social. Sólo está casado en dos de sus películas (
Casa y hogar
y
Don Nadie
), y salvo por el detective privado que interpreta en El fisgón y el papel de mago ambulante en Vaqueros, es un patán contratado para realizar trabajos ingratos, modestos y mal retribuidos. Camarero en
El Jockey Club
, chófer en
Fin de semana en el campo
, vendedor a domicilio en
Peleles
, profesor de baile en
El lío del tango
, empleado de banca en
La cuenta del contable
, Hector suele presentarse como un joven que empieza a abrirse camino en la vida. Sus perspectivas distan mucho de ser prometedoras, pero nunca da la impresión de ser un fracasado. Se comporta con demasiado orgullo para eso, y al verle trabajar, con ese aire de seguridad y competencia de quien tiene confianza en sus propios conocimientos, se comprende que es una persona destinada al éxito. En consecuencia, la mayoría de las películas de Hector termina de dos maneras; o conquista a la chica o realiza un acto de heroísmo que llama la atención de su jefe. Y si su jefe es demasiado burro para darse cuenta (los ricos y las personas influyentes quedan casi siempre como estúpidos), la chica verá lo que ha pasado y eso será recompensa suficiente. Siempre que debe elegirse entre el amor y el dinero, el amor tendrá la última palabra. Trabajando de camarero en
El Jockey Club
, por ejemplo, Hector consigue pescar a un ladrón de joyas mientras sirve varias mesas de borrachos que asisten a un banquete en honor de una campeona de aviación, Wanda McNoon. Con la mano izquierda, deja sin sentido al ladrón con una botella de champán; con la derecha, sirve el postre en la mesa al mismo tiempo, y como el corcho sale disparado de la botella y el jefe de camareros recibe una ducha con un litro más o menos de Veuve Clicquot, Hector se queda sin trabajo. Pero no importa. La chispeante Wanda es testigo presencial de la hazaña de Hector. Le pasa con disimulo su número de teléfono, y en la escena final suben los dos al avión de ella y salen volando hacia las nubes.

De conducta imprevisible, lleno de impulsos y deseos contradictorios, el personaje de Hector está trazado con demasiada complejidad para que nos sintamos enteramente cómodos en su compañía. No es un personaje de repertorio ni un tipo normal, y por cada una de sus acciones que nos parezca lógica, siempre hay otra que nos confunde y nos deja desconcertados. Hace gala de la esforzada ambición de un inmigrante curtido, de una persona resuelta a superar todos los obstáculos y abrirse paso en la jungla norteamericana, pero la simple visión de una mujer hermosa es suficiente para apartarlo completamente de su camino, dispersando a los cuatro vientos sus bien trazados planes. Hector tiene la misma personalidad en todas sus películas, pero sus preferencias no tienen una jerarquía fija, no hay manera de saber cuál será su próximo capricho. A la vez hombre del pueblo y aristócrata, materialista y romántico, es un hombre de modales precisos, puntillosos, que nunca vacila en hacer grandes gestos. Entregará la última moneda que le quede a un mendigo de la calle, pero no le moverá tanto la caridad o la compasión como la poesía del acto mismo. Por mucho que trabaje, sea cual sea la diligencia que aplique a la realización de las ínfimas y a menudo absurdas tareas que le asignan, Hector transmite una sensación de distanciamiento, como si en cierto modo se estuviera burlando de sí mismo y felicitándose a la vez. Parece vivir en un estado de irónico desconcierto, participando en el mundo al tiempo que lo observa desde muy lejos. En la que quizá sea su mejor obra,
El utilero
, convierte esos dos puntos de vista opuestos en un principio unificado del caos. Era el noveno cortometraje de la serie, y Hector interpreta al director de escena de un pequeño y zarrapastroso grupo de teatro. La compañía recala en un pueblo llamado Wishbone Falls para representar durante tres días
A caballo regalado no se le mira el diente
, comedia de enredo del conocido dramaturgo francés Jean–Pierre Saint–Jean de la Pierre. Cuando abren el camión para descargar los decorados y meterlos en el teatro, descubren que han desaparecido. ¿Qué hacer? Sin ellos no pueden representar la obra. Hay que amueblar toda una sala de estar, por no mencionar la falta de otros accesorios importantes: una pistola, un collar de diamantes y un cerdo asado. A las ocho de la tarde del día siguiente se levantará el telón, y a menos que puedan crear un decorado de la nada, la compañía dejará de existir. El director del grupo, un presuntuoso fanfarrón con un pañuelo al cuello y un monóculo en el ojo izquierdo, mira en la parte de atrás del camión, le da un soponcio y se queda como muerto. El asunto pasa a las manos de Hector. Después de unas breves pero incisivas observaciones de su bigote, sopesa la situación con calma, se alisa la pechera de su inmaculado traje blanco y se dispone resueltamente a ocuparse del asunto. Durante los siguientes nueve minutos y medio, la película se convierte en una ilustración de la famosa consigna anarquista de Proudhon:
toda propiedad es un robo
. En una serie de breves y frenéticos episodios, Hector corre de un lado para otro y roba la utilería. Vemos cómo intercepta una entrega de muebles al almacén de una galería comercial y se apodera de mesas, sillas y lámparas, que carga en su propio camión y conduce rápidamente al teatro. Roba cubiertos de plata, copas y un servicio completo de porcelana en la cocina de un hotel. Logra pasar a la trastienda de una carnicería con una falsa hoja de pedido de un restaurante de la ciudad y sale con la canal de un cerdo cargada al hombro. Por la noche, en una fiesta que dan a los actores los ciudadanos más importantes de la localidad, le quita al sheriff el revólver de la cartuchera. Poco después, abre hábilmente el pasador de un collar que lleva una mujer rechoncha de mediana edad, extasiada bajo los efectos de su encanto seductor. Nunca se muestra tan zalamero como en esta escena. Despreciable en sus simulaciones, odioso en la hipocresía de su ardor, también aparece como un bandido heroico, un idealista dispuesto a sacrificarse por el bien de la causa. Nos repelen sus tácticas, pero al mismo tiempo rezamos para que le salga bien el robo. El espectáculo tiene que proseguir, y si Hector no logra embolsarse las alhajas, se acabó la función. Para complicar la intriga aún más, Hector acaba de ver a la guapa de la ciudad (hija del sheriff, para más casualidad), e incluso sin interrumpir su asalto amoroso a la rolliza matrona, empieza a hacerle ojitos a escondidas a la joven belleza. Afortunadamente, Hector y su víctima se encuentran detrás de una cortina de terciopelo. Está echada hasta la mitad, tapando el hueco que separa el vestíbulo del salón, y como Hector está situado a este lado de la mujer y no al otro, puede mirar al salón con sólo inclinar un poco la cabeza a la izquierda. Pero la mujer permanece oculta a la vista, y aun cuando Hector alcanza a ver a la chica y la chica puede ver a Hector, ella no sabe que la mujer está allí. Eso permite a Hector perseguir sus dos objetivos a la vez —la falsa y la verdadera seducción—, y cómo juega con ambos elementos al mismo tiempo, contraponiéndolos en una sabia mezcla de planos y ángulos de cámara, cada uno de ellos hace que el otro resulte más cómico de lo que habría sido por sí solo. Ésa es la esencia del estilo de Hector.

Nunca se conforma con una sola gracia. En cuanto se ha establecido una situación, hay que añadir otro toque de humor, y luego un tercero y posiblemente hasta un cuarto.

Los gags de Hector se despliegan como composiciones musicales, formando una confluencia de líneas y voces contrastantes, y cuantas más voces interactúan en el Conjunto, más precario e inestable resulta el mundo. En
El utilero
, Hector hace cosquillas en la nuca a la mujer detrás de la cortina, juega al cucú–trastrás con la chica en la otra habitación, y acaba escamoteando el collar cuando pasa un camarero y tropieza con el borde del vestido de la mujer, vertiéndole en la espalda toda una bandeja de bebidas, lo que da a Hector el tiempo preciso para desabrochar el cierre. Ha logrado lo que se proponía; pero sólo por casualidad, salvado una vez más por la imprevisible rebeldía de lo material.

A la tarde siguiente se levanta el telón, y la representación es un éxito clamoroso. El carnicero, el dueño de los grandes almacenes, el sheriff y la gorda están, sin embargo, entre el público y justo cuando los actores salen a saludar y a lanzar besos a la entusiasta multitud, un agente de policía le pone a Hector las esposas para llevárselo a la cárcel. Pero Hector está feliz, y no da la más mínima muestra de arrepentimiento. Ha salvado la función, y ni siquiera la amenaza de perder la libertad hace mella en su triunfo. A cualquiera que conozca las dificultades con que Hector se encontraba mientras rodaba sus películas, le resulta imposible no interpretar
El utilero
como una parábola de su vida, marcada por el contrato con Seymour Hunt y las batallas libradas en Kaleidoscope Pictures para realizar su obra. Cuando se lleva todas las de perder, la única manera de ganar es rompiendo las reglas. Se ponen todos los medios en práctica, como suele decirse, y si a uno le terminan cogiendo con las manos en la masa, al menos se pierde luchando por una buena causa.

Ese jubiloso desdén hacia las consecuencias cobra un matiz sombrío en el undécimo film de Hector,
Don Nadie
. Ya se le estaba acabando el tiempo, y debía de saber que, una vez vencido el contrato, su carrera tocaría a su fin. Estaba llegando el sonoro. Eran cosas de la vida, un hecho inevitable que sin duda acabaría con todo lo realizado anteriormente, y el arte que Hector tanto se había esforzado en dominar dejaría de existir. Aunque hubiese sido capaz de transformar sus ideas para adaptarse al nuevo estilo, no le habría servido de nada. Hector hablaba con marcado acento español, y en cuanto abriera la boca, el público norteamericano lo rechazaría. En
Don Nadie
se permite un toque de amargura. El futuro era sombrío, y el presente estaba empañado por los crecientes problemas financieros de Hunt. De un mes a otro, los estragos se extendían a todas las actividades de Kaleidoscope. Se recortaban los presupuestos, no se pagaban los salarios y los elevados intereses de los préstamos a corto plazo dejaban a Hunt en una continua necesidad de liquidez. Pedía prestado a las distribuidoras con la garantía de los futuros ingresos de taquilla, y cuando incumplió varios de esos compromisos, los cines se negaron a proyectar sus películas En aquellos momentos Hector estaba realizando sus mejores obras, pero lo triste del caso era que cada vez llegaban a un público más reducido.

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