Sale de la tienda. Inexplicablemente, lo primero que hace es ir derecho a un cubo de basura que hay al borde de la acera. Mete bien el brazo entre los desperdicios y saca una bolsa de papel. Está claro que él mismo la ha metido allí, pero aunque está llena de algo, no sabemos lo que es. Cuando vuelve frente a la joyería, abre la bolsa y empieza a esparcir una sustancia pulverizada por la acera, nos quedamos completamente perplejos. Podría ser tierra, podría ser ceniza, podría ser pólvora; pero, sea lo que sea, no tiene sentido que Hector lo esté echando por el suelo.
En cuestión de segundos, una fina línea oscura se extiende desde la entrada de la joyería hasta el bordillo de la acera. Cuando termina, Hector se adentra en la calzada.
Sorteando coches, esquivando tranvías, dando saltos que alternativamente le libran del peligro y lo ponen en apuros, sigue vaciando la bolsa a medida que cruza la calle, como un campesino enloquecido que pretendiera plantar una hilera de semillas. La línea cruza ahora la avenida.
Cuando Hector se sube al bordillo de la acera de enfrente y sigue extendiendo la línea, caemos de pronto en la cuenta. Está dejando un rastro. Todavía no sabemos adonde llevará, pero cuando abre el portal del edificio que tiene delante y desaparece por el umbral, sospechamos que estamos a punto de ser víctimas de otra jugarreta. El portal se cierra tras él, y el ángulo cambia bruscamente.
Vemos un plano general del edificio donde Hector acaba de entrar: la sede de la Fizzy Pop Beverage.
A partir de entonces se acelera la acción. En una agitación de rápidas secuencias expositivas, el gerente de la joyería descubre que le han robado, sale corriendo a la acera, para a un policía, y entonces, con gestos precipitados, dictados por el pánico, explica lo que ha pasado. El policía baja la vista, advierte la línea negra en la acera y la sigue luego con los ojos hasta el edificio de la Fizzy Pop, al otro lado de la calle. Parece una pista, dice. Veamos adonde lleva, sugiere el gerente, y ambos echan a andar hacia el edificio.
Plano de Hector. Ahora va por un pasillo, dando con mucho esmero los últimos toques a su rastro. Llega a la puerta de un despacho y, mientras vacía los últimos granos de polvo en la parte exterior del umbral, la cámara se inclina hacia arriba para mostrarnos el letrero escrito en el dintel: C. LESTER CHASE, VICEPRESIDENTE. Justo entonces, con Hector aún en cuclillas, la puerta se abre de golpe y sale el propio Chase. Hector logra retroceder en el último segundo —antes de que Chase tropiece con él—, y entonces, cuando la puerta empieza a cerrarse, se introduce por la abertura y entra en el despacho andando como un pato. Incluso cuando el melodrama se acerca a su punto culminante, Hector sigue acumulando las situaciones cómicas. Solo en el despacho, ve las acciones esparcidas sobre la mesa de Chase. Las recoge, iguala los bordes con aire meticuloso y se las guarda en la chaqueta. Luego, con una serie de rápidos y entrecortados movimientos, se va metiendo las manos en los bolsillos para sacar las joyas, dejando sobre el cartapacio de Chase un cúmulo de artículos robados. En cuanto el último anillo pasa a engrosar la colección, vuelve Chase, frotándose las manos y con aspecto de estar sumamente satisfecho consigo mismo.
Hector retrocede. Ya ha terminado su tarea, y lo único que le queda es observar lo que se le viene encima a su enemigo.
Todo ocurre en un remolino de desconcierto y confusión, de justicia hecha y justicia burlada. Al principio, las joyas distraen a Chase, que no se da cuenta de que las acciones han desaparecido. Pierde tiempo sin hacer nada, y cuando por fin mete la mano bajo el reluciente montón y comprueba que las acciones no están allí, ya es demasiado tarde. La puerta se abre de golpe, y se precipitan en el despacho el policía y el gerente de la joyería. Las joyas se identifican, el delito queda resuelto y el ladrón es detenido. No importa que Chase sea inocente. El rastro ha llevado a su puerta, y lo han pillado in fraganti, con la mercancía en la mano. Protesta, desde luego, intenta escapar por la ventana, se pone a tirar botellas de Fizzy Pop a sus captores, pero después de unas desenfrenadas escenas en las que intervienen una porra y una bayoneta, terminan reduciéndolo. Hector se limita a mirar con sombría indiferencia. Incluso cuando esposan a Chase y se lo llevan del despacho, Hector no parece alegrarse mucho de su victoria. Su plan ha funcionado a la perfección, pero ¿de qué le ha servido? La jornada ya está tocando a su fin y él sigue siendo invisible.
Sale otra vez a la calle y se pone a caminar sin rumbo.
Los bulevares del centro están desiertos, y es como si Hector fuese la última persona que queda en la ciudad. ¿Qué ha pasado con la multitud y la conmoción que antes había a su alrededor? ¿Dónde están los coches y los tranvías, el gentío que abarrotaba las aceras? Por un momento nos preguntamos si no se ha invertido el maleficio. A lo mejor Hector ha vuelto a ser visible, pensamos, y todo lo demás ha desaparecido. Entonces, de pronto, aparece un camión a toda velocidad. Pasa sobre un charco y el agua salta de la calzada, salpicando todo lo que hay alrededor. Hector queda empapado, pero cuando la cámara se pone frente a él para mostrarnos los estragos causados en el traje, vemos que está impecable. Tendría que resultar un momento divertido, pero no lo es, y como Hector hace deliberadamente que no resulte divertido (una larga y compungida mirada al traje; la decepción cuando ve que no está salpicado de barro), ese simple truco cambia el tono de la película. Al caer la noche, lo vernos volver a casa. Entra, sube la escalera que lleva a la planta alta y entra en la habitación de sus hijos. La niña y el niño están dormidos, cada uno en una cama. Se sienta en la de la niña, observa su rostro un momento y alza la mano para acariciarle la cabeza. Pero justo cuando está a punto de tocarla se detiene de pronto, dándose cuenta de que su contacto puede despertarla, y si abre los ojos en el cuarto a oscuras y no ve a nadie se asustará. Es una secuencia conmovedora, y Hector la interpreta con sencillez y contención. Ha perdido el derecho a acariciar a su propia hija, e incluso cuando le vemos titubear y finalmente retirar la mano, nos damos plenamente cuenta de la maldición que pesa sobre él. En ese pequeño gesto —la mano quieta en el aire, la palma apenas a unos centímetros de la cabeza de la niña—, comprendemos que lo han reducido a la nada.
Como un fantasma, se pone en pie y sale del dormitorio. Sigue por el pasillo, abre una puerta y entra en una habitación. Es la suya, y ahí está su mujer, su esposa bienamada, dormida en la cama. Hector se detiene. Ella se revuelve en el lecho, cambiando bruscamente de postura y retirando las sábanas a patadas, presa de alguna horrible pesadilla. Hector se acerca a la cama y le coloca con cuidado las mantas, le ahueca la almohada y apaga la lámpara de la mesilla de noche. Empiezan a ceder los movimientos irregulares de su mujer, que al cabo de poco duerme con un sueño profundo y tranquilo. Hector retrocede, le lanza un beso con los dedos y se sienta en una butaca cerca de los pies de la cama. Parece que tenga intención de pasar allí la noche, vigilando su sueño como algún espíritu benevolente. Aunque no pueda tocarla ni hablar con ella, es capaz de protegerla y de sentir el influjo de su presencia. Pero los hombres invisibles no son inmunes al agotamiento. Tienen cuerpos igual que todo el mundo, y han de dormir como cualquier otro mortal. Le empiezan a pesar los párpados. Se le caen y se le cierran, los vuelve a abrir y, aunque se remueve un par de veces para mantenerse despierto, está claro que es una batalla perdida. Un momento después, sucumbe.
La escena se funde en negro. Cuando vuelve la imagen, ya es de día y la luz entra a raudales a través de los visillos. Plano de la mujer de Hector, que sigue durmiendo en la cama. Luego, corte a Hector, dormido en la butaca.
Lo vemos en una postura inconcebible, es un cómico enredo de miembros contorsionados y articulaciones dislocadas, y como no estamos preparados para el espectáculo que ofrece ese hombre dormido en forma de ocho, nos reímos, y con la risa el tono de la película cambia de nuevo.
Su adorada esposa se despierta primero, y cuando abre los ojos y se incorpora, su rostro —que pasa de la alegría a la incredulidad y a un cauteloso optimismo— nos lo dice todo. Salta de la cama y se precipita hacia Hector. Le toca la cabeza (echada hacia atrás sobre el brazo de la butaca) y el cuerpo de Hector parece sufrir una serie de descargas eléctricas de alto voltaje, que le agitan de forma incontrolada brazos y piernas hasta incorporarlo finalmente en el asiento. Entonces abre los ojos. Involuntariamente, sin recordar que debe de seguir siendo invisible, sonríe a su mujer. Se besan, y en el momento en que sus labios se juntan, Hector retrocede, confuso. ¿Está allí de verdad?
¿Se ha roto el maleficio, o sólo está soñando? Se toca la cara, se pasa la mano por el pecho y luego mira a su mujer a los ojos. ¿Me ves?, le pregunta. Pues claro que te veo, dice ella y, con los ojos llenos de lágrimas, se inclina hacia él y lo vuelve a besar. Pero Hector no está convencido. Se aparta de la butaca y se pone frente a un espejo colgado en la pared. Allí está la prueba: si logra ver su reflejo, sabrá sin duda que la pesadilla ha terminado. Damos por descontado que así será, pero lo bonito de esa escena es la lentitud de su reacción. Durante unos segundos, no se altera la expresión de su rostro, y cuando entorna los ojos frente al hombre que le mira fijamente desde la pared, es como si viese a un desconocido, como si contemplara el rostro de alguien que no hubiera visto en la vida. Entonces, mientras la cámara se va acercando para encuadrarlo en primer plano, Hector empieza a sonreír. Viniendo inmediatamente después de aquella escalofriante perplejidad, la sonrisa sugiere algo más que un simple redescubrimiento de sí mismo. Ya no está mirando al Hector de antes. Ahora es otra persona, y por mucho que se parezca a la anterior, lo han concebido de nuevo, lo han vuelto del revés y han producido un hombre nuevo. La sonrisa se ensancha, se hace más radiante, más satisfecha del rostro hallado en el espejo. Un círculo empieza a cerrarse en torno a ella, y al cabo de poco no vemos sino esos labios sonrientes, la boca y el bigote por encima. El bigote se agita unos instantes y el círculo se va haciendo cada vez más y más pequeño. Cuando por fin se cierra, se acaba la película, En efecto, la carrera de Hector concluye con esa sonrisa. Cumple los términos de su contrato realizando otra película, pero Doble o nada no puede considerarse una obra nueva. Kaleidoscope estaba por entonces a punto de la bancarrota, y no quedaba dinero suficiente para montar otra producción de envergadura. Por eso, Hector sacó fragmentos de material sobrante de otros films y con ellos confeccionó como pudo una antología de situaciones cómicas, batacazos e improvisadas astracanadas. Fue una ingeniosa operación de salvamento, pero no nos enseña nada nuevo aparte de revelarnos la pericia de Hector como montador. Para evaluar su obra con imparcialidad, tenemos que considerar
Don Nadie
como su última película. Es una reflexión sobre su propia desaparición, y pese a toda su ambigüedad y sus sesgadas insinuaciones, pese a todas las cuestiones morales que plantea y luego se niega a responder, se trata fundamentalmente de una película sobre la angustia de la propia identidad. Hector está buscando el modo de decirnos adiós, de despedirse del mundo, y para ello debe distanciarse de sí mismo. Se vuelve invisible, y cuando la magia se disipa finalmente y se hace visible de nuevo, no reconoce su propio rostro. Observamos cómo se mira, y en esa inquietante duplicación de perspectivas, le vemos afrontar el hecho de su propia aniquilación. Doble o nada. Así decidió titular su siguiente película. Esa expresión no guarda ni la más remota relación con nada de lo que ocurre en dieciocho minutos, en ese batiburrillo de cabriolas y proezas físicas. Hacen referencia a la escena del espejo de
Don Nadie
, y en el momento en que esa extraordinaria sonrisa se apodera del rostro de Hector, se nos ofrece un breve atisbo de lo que le reserva el futuro. Con esa sonrisa vuelve a nacer, pero ya no es el mismo, se acabó el Hector Mann que nos ha divertido y entretenido durante todo un año. Lo vemos transformado en alguien que ya no reconocemos, y antes de que podamos asimilar quién podría ser, el nuevo Hector desaparece. Un momento después, por primera y única vez en toda su filmografía, la palabra FIN aparece escrita en la pantalla, y eso fue lo último que llegó a verse de él.
Escribí el libro en menos de nueve meses. El manuscrito acabó teniendo más de trescientas páginas mecanografiadas, y cada una de ellas me costó una batalla. Si logré terminarlo, fue simplemente porque no hacía otra cosa. Trabajaba siete días a la semana, sentado a la mesa entre diez y doce horas dianas, y salvo por pequeñas excursiones a la calle Montague a hacer acopio de comida, papel, tinta y cintas para la máquina de escribir, rara vez salía del apartamento. No tenía teléfono, ni radio, ni televisión, ni vida social de especie alguna. Una vez en abril y otra en agosto fui en metro a Manhattan para consultar unos libros en la biblioteca pública, pero aparte de eso no me moví de Brooklyn. Aunque en realidad tampoco estaba en Brooklyn. Estaba en el libro, y el libro estaba en mi cabeza, y mientras siguiera allí dentro, podría seguir escribiéndolo. Era como vivir en una celda acolchada, pero de todas las vidas que podía haber llevado en aquel momento, era la única que tenía algún sentido para mí. No era capaz de relacionarme con el mundo, y sabía que si intentaba volver a él antes de que estuviera preparado, acabaría hecho trizas. Así que pasaba el tiempo encerrado en mi pequeño apartamento, escribiendo sobre Hector Mann.
Era un trabajo lento, y hasta absurdo, quizá, pero requirió toda mi atención durante nueve meses seguidos, y como estaba demasiado ocupado para pensar en otra cosa, probablemente me salvó de volverme loco.
A finales de abril, escribí a Smits para pedirle que me prolongara la excedencia durante el semestre de otoño.
Seguía estando indeciso sobre mis planes a largo plazo, le decía, pero a menos que las cosas cambiaran radicalmente en los meses siguientes, probablemente dejaría la enseñanza; si no para siempre, al menos durante una buena temporada. Esperaba que me perdonase. No era que hubiese perdido el interés. Simplemente no estaba seguro de que me sostuvieran las piernas cuando me levantara para hablar delante de los alumnos.
Poco a poco me iba acostumbrando a estar sin Helen y los niños, pero eso no quiere decir que adelantara mucho. No sabía quién era, ni tampoco lo que quería, y hasta que encontrara la manera de volver a vivir con los demás, sólo seguiría siendo medio humano. Mientras estuve escribiendo el libro, fui aplazando intencionadamente el momento de pensar en el futuro. Lo más sensato habría sido quedarse en Nueva York, comprar algunos muebles para el apartamento que tenía alquilado y empezar allí una nueva vida, pero cuando llegó la hora de dar el paso, me decidí en contra y volví a Vermont. Me encontraba entonces a punto de concluir la revisión, disponiéndome a mecanografiar la versión definitiva para presentarla a los editores, cuando de pronto se me ocurrió que Nueva York era el libro, y una vez que lo terminara tendría que irme de allí y marcharme a otra ciudad. Vermont era probablemente el sitio menos indicado, pero era territorio conocido, y sabía que al volver estaría otra vez cerca de Helen, que podría respirar el mismo aire que habíamos respirado juntos cuando ella vivía. Esa idea me confortaba. No podía volver a la vieja casa de Hampton, pero no faltarían más casas en otras ciudades, y mientras permaneciera aproximadamente por aquella zona podría continuar con mi delirante y solitaria vida sin tener que volver la espalda al pasado. Todavía no estaba preparado para abandonarlo.