¿Y por qué no me ha llamado por teléfono, simplemente?
No quise arriesgarme. Le habría sido muy fácil colgarme.
¿Y a usted qué más le da? Esa es mi siguiente pregunta. ¿Quién es usted, y por qué está metida en todo esto?
Los conozco de toda la vida. Son personas muy cercanas a mí.
No irá a decirme que es su hija, ¿verdad?
Soy hija de Charlie Grund. Quizá no recuerde ese nombre, pero estoy segura de que lo ha oído alguna vez.
Probablemente lo haya oído docenas de veces.
El cámara.
Exacto. Él filmó todas las películas de Hector en Kaleidoscope. Cuando Hector y Frieda decidieron volver a hacer cine, se marchó de California y se fue a vivir al rancho. Eso fue en 1940. Se casó con mi madre en 1946. Yo nací allí, y allí me crié. Es un sitio importante para mí, señor Zimmer. Todo lo que soy se lo debo a ese lugar.
¿Y nunca ha salido de allí?
A los quince años fui a un internado. Luego, a la universidad. Después he vivido en diversas ciudades. Nueva York, Londres, Los Angeles. He estado casada. Me divorcié, tuve varios trabajos. He hecho muchas cosas.
Pero ahora vive en el rancho.
Volví hace siete años. Mi madre murió y fui a casa al entierro. Después, decidí quedarme. Charlie murió dos años después, pero allí sigo.
¿Y a qué se dedica?
A escribir la biografía de Hector. Me ha costado seis años y medio, pero ya la tengo casi terminada.
Poco a poco, esto empieza a tener sentido.
Pues claro que tiene sentido. No habría recorrido tres mil quinientos kilómetros para ocultarle cosas, ¿no cree?
Esta es la siguiente pregunta. ¿Por qué yo? Entre todas las personas que hay en el mundo, ¿por qué me ha escogido a mí?
Porque necesito un testigo. En ese libro hablo de cosas que nadie más ha visto, y mis afirmaciones no tendrán credibilidad a menos que otra persona las avale.
Pero yo no tengo que ser necesariamente esa persona.
Podría ser cualquiera. A su manera indirecta y cautelosa, acaba usted de decirme que esas últimas películas existen.
Si están por descubrir otras obras de Hector, debería usted ponerse en contacto con un estudioso del cine y proponerle que las viera. Le hace falta una autoridad que responda por usted, alguien que tenga una reputación en ese ámbito. Yo sólo soy un aficionado.
Puede que no sea un crítico profesional, pero es usted un experto en las comedias de Hector Mann. Ha escrito un libro extraordinario, señor Zimmer. Nadie va a escribir nunca nada mejor sobre esas películas. Es la obra definitiva.
Hasta aquel momento, me había prestado toda su atención. Paseando de un lado a otro frente a ella, sentada en el sofá, me había sentido como un fiscal que interroga a un testigo de la defensa. Yo jugaba con ventaja, y ella me miraba directamente a los ojos mientras contestaba mis preguntas. Ahora, de pronto, bajó la vista para consultar su reloj y empezó a removerse en el asiento. Noté que la atmósfera había cambiado.
Es tarde, declaró.
Interpreté mal su observación, en el sentido de que empezaba a cansarse. Y me pareció absurdo, un comentario completamente ridículo dadas las circunstancias. Esto lo ha empezado usted, le dije. No irá a dejarme ahora con un palmo de narices, ¿verdad? Sólo estamos entrando en materia.
Es la una y media. El avión sale de Boston a las siete y cuarto. Si nos marchamos dentro de una hora, probablemente lo alcanzaremos.
¿De qué está usted hablando?
No pensará que he venido a Vermont sólo para charlar un rato con usted, ¿verdad? Me lo llevo conmigo a Nuevo México. Creía que lo había entendido.
Tiene que estar de broma.
Es un viaje largo. Si tiene que hacerme más preguntas, se las contestaré con mucho gusto por el camino. Cuando lleguemos, sabrá usted tanto como yo. Se lo prometo.
Es usted demasiado inteligente para pensar que voy a hacer una cosa así. Ahora, no. En plena noche, no.
No tiene otro remedio. Veinticuatro horas después de la muerte de Hector, esas películas serán destruidas. Y puede que haya muerto ya. Podría haber fallecido hoy mismo, mientras yo venía hacia aquí. ¿Es que no lo entiende, señor Zimmer? Si no nos marchamos ya, a lo mejor llegamos tarde.
Se olvida de lo que le dije a Frieda en mi última carta.
No viajo en avión. Va en contra de mi religión.
Sin decir palabra, Alma Grund abrió el bolso y sacó un sobrecito blanco. Llevaba un logotipo azul y verde, y debajo de la figura había unas líneas escritas. Desde donde yo estaba sólo podía leer una palabra, pero era la única que necesitaba para adivinar lo que había dentro del sobre. Farmacia.
No se me ha olvidado, repuso ella. He traído Xanax para facilitarle las cosas. Es eso lo que suele utilizar, ¿no?
¿Cómo lo sabe?
Ha escrito un libro magnífico, pero eso no significa que pudiéramos confiar en usted. He tenido que hurgar un poco por ahí e informarme acerca de usted. Hice ciertas llamadas, escribí algunas cartas, leí sus otros libros. Sé por lo que ha pasado usted, y lo siento mucho; lamento enormemente lo ocurrido a su mujer y sus hijos. Debe de haber sido terrible para usted.
No tiene ningún derecho. Es repugnante entrometerse así en la vida de una persona. ¿Tiene usted la cara de colarse en mi casa para pedirme ayuda y luego me sale con ésas?
¿Por qué iba a ayudarla? Me da usted ganas de vomitar.
Frieda y Hector no me habrían dejado invitarlo sin saber quién era usted. Tuve que hacerlo por ellos.
Eso no lo admito. No acepto ni una puta palabra de lo que acaba de decir.
Estamos en el mismo bando, señor Zimmer. No deberíamos gritarnos el uno al otro. Debemos trabajar juntos, como amigos.
Yo no soy su amigo. No soy nada suyo. Usted es un fantasma que ha surgido de la noche, y allí es donde quiero que vuelva ahora y me deje en paz.
No puedo hacer eso. Tengo que llevarlo conmigo, y debernos marcharnos ya. Por favor, no me obligue a amenazarlo. Es una forma muy absurda de resolver la cuestión.
No tenía la menor idea de lo que quería decir. Yo era veinte centímetros más alto que ella y por lo menos pesaba veinticinco kilos más —un hombre de respetable corpulencia a punto de perder los estribos, un desconocido que podía tener un estallido de violencia en cualquier momento—, y allí estaba ella hablándome de amenazas. Me quedé donde estaba, de pie tras la estufa de leña, observándola. Estábamos a tres o cuatro metros de distancia, y justo cuando se levantaba del sofá, un nuevo chaparrón se precipitó sobre el tejado, restallando en las tejas como una pedrea. Se sobresaltó ante el ruido, lanzando a su alrededor una mirada asustadiza y perpleja, y en aquel preciso momento supe lo que iba a pasar. No puedo explicar de dónde vino aquella certidumbre, pero cualquiera que fuese la premonición o percepción extrasensorial que me invadió al ver aquella expresión en sus ojos, supe que llevaba una pistola y que dentro de tres o cuatro segundos iba a meter la mano derecha en el bolso para sacarla.
Fue uno de los momentos más sublimes y excitantes de mi vida. Me encontraba medio paso por delante de la realidad, unos centímetros más allá de los confines de mi propio cuerpo, y cuando sucedió aquello, exactamente de la misma manera en que lo había previsto, sentí como si la piel se me hubiera vuelto transparente. Ya no ocupaba espacio, me fundía en él. Lo que me rodeaba también estaba dentro de mí, y para ver el mundo sólo tenía que mirar en mi interior.
Ya empuñaba el arma. Era un pequeño revólver plateado con la culata de nácar, la mitad de grande que las pistolas de fulminantes con las que jugaba de niño. Cuando se volvió hacia mí levantó el brazo y, al final de aquel brazo, vi que le temblaba la mano.
No soy yo, dijo ella. Yo no hago cosas así. Pídame que la guarde y lo haré. Pero tenemos que irnos ya.
Era la primera vez que me apuntaban con una pistola, y me maravillé de lo cómodo que me sentía y con qué naturalidad aceptaba las posibilidades del momento. Un movimiento en falso, una palabra equívoca, y podía morir sin motivo alguno. Esa idea tendría que haberme aterrorizado. Debería haberme impulsado a salir corriendo, pero no sentí deseos de hacerlo, ninguna inclinación de interrumpir el flujo de los acontecimientos. Una inmensa y horripilante belleza se había abierto ante mí, y lo único que quería era contemplarla, seguir mirando a los ojos de aquella mujer con aquella extraña doble cara, en aquella habitación, escuchando la lluvia que batía sobre nuestras cabezas como diez mil tambores encargados de ahuyentar los demonios de la noche.
Vamos, dispare, le dije. Me haría un gran favor.
Las palabras salieron de mis labios antes de que supiera que iba a pronunciarlas. Me sonaron duras y terribles, de esas que sólo pronunciaría una persona desquiciada, pero una vez que las oí, me di cuenta de que no tenía intención de retirarlas. Me gustaban. Me agradaba su brusquedad y su franqueza, con su enfoque decisivo y pragmático del dilema al que me enfrentaba. Pese a todo el valor que me infundieron sigo ignorando, sin embargo, su verdadero significado. ¿Estaba pidiéndole realmente que me matara, o buscando la manera de disuadirla y evitar que lo hiciera? ¿Quería realmente que apretase el gatillo, o intentaba forzarle la mano y confundirla para que soltara el revólver? En los últimos once años me he planteado muchas veces esas preguntas, pero nunca he sido capaz de dar con una respuesta concluyente. Lo único que sé es que no tenía miedo. Cuando Alma Grund sacó el revólver y me apuntó al pecho, llegué a sentir menos miedo que fascinación. Comprendí que las balas de aquella arma contenían una idea que nunca se me había ocurrido. El mundo estaba lleno de pequeñas cavidades, aberturas sin sentido, vacíos microscópicos que la mente podía cruzar, y una vez que se estaba al otro lado de esos huecos, uno se liberaba de sí mismo, se liberaba de la vida, se liberaba de la muerte, se liberaba de todo lo que le pertenecía. Por casualidad, yo me había encontrado con uno de ellos aquella noche en mi cuarto de estar. Apareció en forma de revólver, y ahora que yo estaba dentro de aquel revólver, me daba igual salir de él o no. Me sentía enteramente tranquilo y absolutamente enloquecido, totalmente preparado para aceptar lo que ofrecía el momento. Es rara una indiferencia de tal magnitud, y como sólo puede lograrla alguien que esté dispuesto a dejar de ser lo que es, exige respeto. Inspira un temor reverente en quienes la contemplan.
Me acuerdo de todo hasta ese momento, de todo hasta el instante en que pronuncié aquellas palabras y de algo más, pero después la secuencia se vuelve borrosa. Sé que grité, golpeándome el pecho y conminándola a apretar el gatillo, pero no puedo asegurar si lo hice antes o después de que se echara a llorar. Tampoco recuerdo nada de lo que me dijo. Eso quiere decir que no paré de hablar, aunque las palabras fluyeran de mis labios con tal rapidez que apenas sabía lo que estaba diciendo. Lo más importante es que ella tenía miedo. No contaba con que se cambiaran así las tornas, y cuando aparté la vista del revólver y volví a mirarla a los ojos, vi que no tenía valor para matarme. No era más que fingimiento y desesperación infantil, y en cuanto di un paso hacia ella, dejó caer el brazo. Un sonido enigmático se le escapó de la garganta —un aliento largo, contenido y ahogado, un ruido no identificable, a medias entre el quejido y el sollozo—, y mientras seguía atacándola con mis sarcasmos e insultos provocadores, gritando que se diera prisa y acabara de una vez, supe —con absoluta certeza, más allá de cualquier sombra de duda— que el revólver no estaba cargado. Una vez más, no pretendo saber de dónde venía aquella seguridad, pero en el instante en que vi que bajaba el brazo, comprendí que no iba a pasarme nada, y quise castigarla por eso, hacer que pagara por hacerse pasar por algo que no era.
Estoy hablando de unos segundos, toda una vida reducida a una cuestión de segundos. Di un paso, luego otro y, de pronto, me lancé sobre ella, retorciéndole el brazo y arrancándole el revólver de la mano. Ella ya no era el ángel de la muerte, pero yo conocía entonces el sabor de la muerte, y en la locura de los siguientes momentos hice lo que sin duda es la cosa más disparatada y absurda que haya hecho nunca. Sólo para demostrar algo.
Únicamente para hacerle saber que era más fuerte que ella. Tras arrebatarle el revólver, retrocedí unos pasos y me apunté a la cabeza. Estaba descargado, desde luego, pero ella no sabía que yo lo sabía, y quería servirme de ese conocimiento para humillarla, para ofrecerle la imagen de un hombre que no tenía miedo a morir. Ella era quien había empezado todo, pero ahora iba a terminarlo yo.
Para entonces ella estaba gritando, lo recuerdo, aún puedo oír sus gritos y súplicas para que no lo hiciera, pero ya nada iba a detenerme.
Esperaba oír un chasquido, seguido quizá de un breve eco de percusión en la recámara vacía. Puse el dedo en torno al gatillo, dirigí a Alma Grund lo que debió de ser una grotesca y nauseabunda sonrisa, y empecé a apretar. Ay, Dios mío, gritó. Ay, Dios mío, no lo haga. Apreté, pero el gatillo no se movió. Volví a intentarlo, y una vez más no pasó nada. Supuse que el gatillo se había atascado, pero cuando bajé el revólver para mirarlo bien, vi al fin cuál era el problema. Estaba puesto el seguro. El revólver estaba cargado y tenía el seguro puesto. Se había olvidado de quitarlo. De no haber sido por ese error, una de aquellas balas se habría alojado en mi cabeza.
Se sentó en el sofá y siguió llorando con la cara entre las manos. Yo no sabía cuánto tiempo iba a durar aquello, pero suponía que en cuanto se tranquilizase se pondría en pie y se marcharía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo casi me había saltado la tapa de los sesos por su culpa, y ahora que había perdido nuestra desagradable pugna de voluntades, no me cabía en la cabeza que tuviera la cara dura de dirigirme siquiera la palabra.
Me guardé el revólver en el bolsillo. En cuanto dejé de tocarlo, sentí que la locura empezaba a abandonar mi cuerpo. Sólo quedaba el horror: una especie de secuela táctil, ardiente, el recuerdo de mi mano derecha apretando el gatillo, apoyando el rígido metal contra mi cráneo.
Si ahora no había un agujero en ese cráneo, sólo se debía a que era un imbécil y a la vez un tipo afortunado, porque por primera vez en mi vida la suerte había triunfado sobre mi propia estupidez. Me había faltado un pelo para matarme. Una serie de accidentes me había robado la vida para luego devolvérmela, y en ese intervalo, en el minúsculo vacío entre esos dos momentos, mi vida se había convertido en otra vida diferente.