—Hola, cielo.
—Hola.
Venía espectacular, con una camisa negra opalina y el cabello de nieve ondulado. Su sonrisa, en medio de su barba recortada, me hizo sentir más calor que la bebida. De repente comprendí que había sido buena idea reunimos allí.
Miguel hizo un rápido pedido, luego se dedicó a escuchar. Nos habían dado una mesa cerca de la cocina y se oían voces de camareros, pero estábamos más alejados de las risotadas de los clientes, y de todas formas el mundo desapareció para mí mientras narraba mi encuentro con Gens y las sospechas sobre la desaparición de Vera. Miguel me acariciaba la mano vendada, y recordé un gesto similar de Mario Valle en otro restaurante, parecía que siglos atrás. Cuando acabé, lanzó un suspiro.
—¿Quieres saber lo que pienso exactamente?
—Como si estuviéramos en «la habitación de la sinceridad» —dije.
—Pienso que te estás metiendo tú misma en un callejón sin salida, cielo.
—Vale. Ahora respóndeme a esto: ¿conocías la verdad sobre lo de Renard?
—No. —Yo lo miraba directamente a sus bellos ojos y solo veía franqueza, como espejos que reflejaran la mía propia—. No sabía nada, te lo juro. Pero te seré muy sincero, Diana, no me sorprende en absoluto. Se han hecho pruebas con cebos en todo el mundo... Espera, déjame hablar... Si vas a preguntarme cómo lo considero éticamente, te diré que reprobable, ¿vale? Ahora bien, ¿creo que hay que montar un escándalo, llamar a los periódicos, poner una denuncia? No, no lo creo. Y tampoco creo que lo sucedido con la pobre Claudia tenga nada que ver con la desaparición de tu hermana... ¿Datos de ordenador amañados? Perdona si te digo que la palabra de un
psico
al que estabas a punto de eliminar no me resulta del todo fiable...
Al principio me desconcertó tanto su opinión que no repliqué. Luego dije:
—Miguel, el profesor Gens fingió el secuestro de nuestra compañera Claudia y la torturó durante un mes debido a un experimento científico. ¿Eso es solo «reprobable»?
—Todos hemos pasado pruebas muy duras durante nuestra...
—¡Eso no era una
jodida
prueba!
Varias caras giraron hacia nosotros. Pensé con alegría feroz que quizá había gente del servicio secreto allí, y al día siguiente los titulares dirían: «Dos cebos son arrestados por hablar en voz alta de asuntos confidenciales ante un plato de nachos con guacamol». Me quedé mirando a una chica que me miraba asombrada mientras se probaba algún tipo de brazalete, y recordé que en aquel restaurante regalaban a las mujeres al final de la cena una baratija de presunto arte azteca. La chica desvió la vista.
Por fortuna, Miguel me conocía, y no respondió a mi exabrupto con un «no grites, por favor», «nos están mirando» o cualquier otra gilipollez semejante de las que solían animarme a gritar más. Se limitó a hacer una pausa mientras untaba otro nacho en abundante guacamol. Luego se secó con la servilleta y bebió un sorbo de vino.
—Diana, cielo, nada de lo que hacen los cebos es normal, ¿de acuerdo?
—No necesito que me lo recuerdes.
—Nuestro trabajo se basa en la ficción, el teatro, el engaño...
—Pero hay cosas reales. Los afectos que sentimos son reales. Lo nuestro es real.
—Sí, lo nuestro es real —admitió, mirándome.
—Y nuestra dignidad como personas, también.
—Disculpa, pero ¿pensaste en tu dignidad como persona cuando te preparabas para el Espectador? ¿No estabas deseando entregarte a él? —Y de pronto percibí una emoción distinta bajo su calma aparente: estaba soltándome todo su enfado—. ¿La chica a la que amo, la que había decidido dejar de una vez el trabajo para empezar una nueva vida conmigo? Y de repente, ¿qué hace? Correr hacia el matadero y poner el cuello en el tajo. —Meneó la cabeza—. Solo trato de decirte que lo que hacemos es completamente anormal, pero lo aceptamos. Incluso nos gusta. Y cuando deja de gustarnos, como me ha pasado a mí, entonces adiós. Nos largamos. A nadie le obligan a quedarse.
—A Claudia la obligaron.
—No: solo le mintieron. Ella estaba dispuesta a entregarse a Renard, pero Gens la eligió para algo más que para detener a un solo loco: intentar descubrir cómo detenerlos a todos. Y si alguien podía dar a Gens la máscara Yorick, era ella. Claudia era uno de los mejores cebos, no solo de este país sino de toda Europa. Igual que tú.
Su última frase flotó en el aire como un olor intenso. Nos miramos.
—Pero Gens la eligió a ella —dije.
—De lo cual me alegro en el alma.
Me quedé sin palabras ante aquella simple, horrible declaración. Miguel añadió:
—Lo lamento por Claudia. Siento compasión por ella como podría sentirla por el soldado al que matan de un tiro mientras pelea junto a mí. Compasión... y también alivio de saber que no fuiste tú. «Gracias a Dios —pienso—, gracias a Dios que fue ella y no Diana.» —Se encogió de hombros—. Mi amor es así de egoísta.
Habían traído el segundo plato, pero yo permanecía inmóvil mirando el mantel.
—Por cierto, quería decirte otra cosa —continuó Miguel en tono anecdótico—. La búsqueda de Vera se encuentra en punto muerto, y ahora están investigando la posibilidad de que, simplemente, se haya marchado. —Levanté la vista, aturdida. Miguel explicó que Vera había usado una de sus previas identidades de cobertura para sacar un billete de avión a Londres. Las fechas concordaban, y habían empezado a llamar a los grandes entrenadores de ese país para saber si estaba con alguno de ellos—. Típico de tu hermana —agregó—: se enfadó contigo y decidió dejarnos plantados a todos...
—Dios mío. —El alivio que sentía era casi físico—. Dios, Dios mío...
—Quería ser yo quien te diera la buena noticia.
Le apreté la mano y decidí no mentirle.
—Me siento mejor. Mi amor también debe de ser egoísta...
Miguel se inclinó para besar mi frente mientras yo reprimía el llanto, y añadió en un suave murmullo, pero con tanta nitidez como si nos rodeara el silencio de un bosque:
—Quiero que te quede claro, cielo: decidas lo que decidas, te apoyaré. Si vas a tirar del mantel con lo de Claudia, adelante, lo haremos juntos.
—Te amo —dije.
—Te amo. Pero nuestros tacos de Jalisco se están enfriando.
A partir de ese punto la velada dio un vuelco completo para mí. No era que confiase del todo en que lo de Vera fuera a resolverse de forma tan simple, pero la sola posibilidad de que hubiese ocurrido así me relajaba. Y me parecía factible: mi hermana había expresado más de una vez su intención de ensayar en los teatros de Scotland Yard. Recordé que uno de sus proyectos consistía en recibir clases de Sophie Atanassio, una de las grandes especialistas en máscaras de relación inconsciente. Mi memoria me entregó una imagen vivida: Vera en Los Guardeses, vestida solo con unos guantes mientras ensayaba la técnica «Blush» para la Negociación, y diciendo: «Creo saber por qué fracasa en esta fase. Me gustaría explicárselo a la profesora Atanassio».
«Oh Dios mío, Dios mío, Vera —pensé sin poder evitar una sonrisa—. Maldita seas. Te vas a enterar cuando regreses... Te leeré la cartilla...»
La cena me resultó exquisita. Y aún más exquisito el momento en que, cuando el camarero nos recomendó tarta de frambuesa de postre, Miguel dijo, mirándome:
—No es aquí donde me gustaría tomar el postre.
Y hasta el camarero se echó a reír con nosotros. Miguel tenía esa forma de decir las cosas que encantaba a todo el mundo, y me di cuenta de que pasar la noche con él era justo lo que me apetecía tras aquel día espantoso. Propuso que fuéramos a mi apartamento, e hicimos el trayecto separados, porque ambos habíamos traído coche y él debía marcharse temprano a la mañana siguiente para ir a Los Guardeses. Eso me concedió un tiempo para pensar a solas mientras me movía por las grandes avenidas del centro y me aseguraba en el espejo retrovisor de que los faros de su coche me seguían fielmente. A ratos veía pasar a grupos de juerguistas enmascarados, como si Halloween se hubiese convertido en una especie de segundo carnaval para Madrid.
Pensé en lo que iba a hacer al respecto de Claudia, pero no se me ocurrió nada. No sería la primera vez, desde luego, que alguien relacionado con el mundo de los cebos denunciaba algo. Sin embargo, nunca se conseguían resultados concretos, por dos razones. En primer lugar, a todos nos interesaba callar, como nos callamos respecto de los pecados compartidos. Éramos conscientes de que la basura existía, pero también de que lo mejor que podía hacerse con ella era guardarla en cubos y reciclarla.
Y había otra razón: el psinoma era demasiado complejo para la mitología popular. Incluso psicólogos no especializados como Valle tenían problemas para admitir todas sus consecuencias. Que una droga te provoque alucinaciones es una cosa, y otra muy distinta que un gesto, un tono de voz o la visión fugaz de una parte del cuerpo puedan enloquecerte. Una noticia que implicara algo tan extraño tendría menos probabilidades de llamar la atención que denunciar que la CÍA ocultaba pruebas de la visita de extraterrestres.
¿Y qué ocurriría si, a pesar de todo, optaba por hablar? Gens estaba oficialmente muerto, y el escándalo no iba a devolverle la vida a Claudia. Me convertiría en una apestada, una delatora, y eso perjudicaría, como mínimo, la carrera de Miguel, por no mencionar nuestras vidas o la de Vera. Los cebos éramos un mundo delicado, pertenecíamos, por así decirlo, a la «genitalidad» del Sistema, cuyos puntos vitales resultan afectados con más facilidad que los sensibles: quizá puedas llevar a la cárcel a un ministro, hacer dimitir a un presidente o hasta derrocar a todo un gobierno, pero no le toques los cojones al Sistema.
Al llegar a casa seguía sumida en la duda, y decidí aparcar mis reflexiones junto con el coche. En aquel momento solo me importaba estar junto a Miguel. Me sentía relajada casi por primera vez desde que mi hermana había desaparecido y no quería desperdiciar ni un segundo. Sin preámbulos, pasamos de las caricias a la cama, y Miguel me hizo el amor mientras me dejaba contemplar su rostro embellecido por los jadeos y acariciar sus anchos hombros y los músculos de sus brazos. Sentí que con cada beso que nos dábamos se evaporaban nuestras diferencias y solo perduraban los buenos recuerdos, y gemí moviendo mi cuerpo bajo el suyo, en la angosta cama de mi apartamento, deseando que aquello no acabara nunca. Y cuando acabó fue como si aún persistiera, porque ambos seguíamos excitados y nos parecía que teníamos la noche para nosotros, de modo que podíamos permitirnos una pausa. Aunque quise convencerlo de que nos ducháramos juntos, me hizo gracia su manera de decir: «Ve primero tú, dame un respiro». Y me reí en el baño a solas pensando que lo amaba, que quería vivir con él, y seguí pensándolo al salir de la ducha, mientras me secaba con la toalla en el aire lleno de vapor, y aún lo pensaba cuando sentí la fría presión del cañón de la pistola apoyada en mi nuca y vi en el espejo, del que poco a poco desaparecía el vaho, a Miguel Laredo apuntándome cuidadosamente, preparado para disparar.
—No te muevas, Diana. Ni un solo gesto.
No me moví, por supuesto. No habría podido, aun sin amenazas. Me quedé mirando el espejo con la toalla en la mano y el cabello como un revoltijo húmedo.
—Ahora quiero que te eches la toalla sobre la cabeza.
—La toalla —murmuré estúpidamente.
—Sí. Sobre la cabeza. Y no hables. Hazlo con rapidez, sin volverte.
Me dieron ganas de reír, no sé bien por qué. Quizá por lo ridículo que parecía todo. Acabábamos de hacer el amor, besarnos, susurrarnos cosas cariñosas. El seguía siendo Miguel Laredo, y por mucho que sonara tensa, su voz era la misma que me tranquilizaba cuando, durmiendo juntos, yo despertaba bruscamente tras un sueño inquieto.
—Sobre la cabeza, Diana —repitió—. La toalla. O disparo.
Obedecí. El mundo, de improviso, se hizo húmedo y con olor a gel. Entonces sentí un brazo alrededor de la cintura tirando de mí y me dejé arrastrar como una bailarina ciega en un violento vals. Mi pie descalzo tropezó contra su zapato, y me percaté de que se había vestido del todo mientras yo me duchaba. Por fortuna, mi apartamento era diminuto y no había pasillos entre los cuartos, ni otros obstáculos que las puertas.
Al llegar al dormitorio me dio más instrucciones: me arrodillé frente a la cama, las manos en alto, la toalla aún por encima. Un fantasma salido de la ducha. Recordé un ensayo de
Cimbelino
en la granja, cubierta solo con una sábana.
De nuevo, el cañón contra mi sien. Y su voz pegada a mi oído. Al tiempo que hablaba, me aferró la cara sobre la toalla, sin tocarme directamente.
—Sé lo que eres
capaz
de hacer, Diana. Y tú sabes que lo sé. Ambos somos profesionales. Puedes engancharme con máscaras rápidas, pero te advierto que tendrás que ser
muy rápida.
Si lo intentas y no lo logras del todo, no podrás evitar que dispare. Créeme, esta toalla es más para protegerte a ti que a mí. ¿Entendido? Contesta sí o no.
Murmuré un «sí» rápido y neutro. Claro que entendía: la filia de Miguel era de Negociación, y su punto débil la relación entre cebo y presa. La máscara exigía que mi cuerpo, y sobre todo mi rostro, fuesen visibles, de modo que la toalla era una medida preventiva por si pretendía engancharlo. Eso me hizo pensar que todo aquello iba muy en serio. Estaba asustada.
Sus dedos me soltaron, pero la pistola no se apartó de mi cabeza. Me quedé quieta respirando mi propio aliento. No podía ver nada frente a mí, solo el resplandor de la luz de la mesilla filtrándose a través del tejido. Si miraba hacia abajo veía mis senos jadeantes y el inicio de los muslos separados. Mantenía los brazos a cierta altura, como me había ordenado. La mano vendada me dolía.
De repente volví a oírle.
—Ahora dime: ¿qué hiciste hoy después del funeral?
—Vi a Víctor Gens en el tanatorio y estuve hablando con él... Ya sabes... Luego vine a casa. Te llamé varias veces, pero no respondías. Luego me llamaste tú...
—¿Te quedaste aquí todo el tiempo?
—Sí.
—¿Puedes probarlo?
—¿Probarlo? —jadeé—. No... No lo sé... Estuve sola... ¿Qué sucede, Miguel...?
Hubo un silencio. Fue tan largo que pensé que Miguel se había marchado. Entonces escuché de nuevo su voz, átona, como si estuviera rezando:
—Padilla ha muerto. Este mediodía, después de regresar del funeral, en su casa. Cogió un cuchillo de cocina, degolló a la criada y a su hijo mayor, y violó a su hija paralítica de catorce años antes de matarla también. Luego se extirpó los ojos y acabó cortándose el cuello. Su mujer no estaba en casa, eso la salvó de participar en la juerga.