El cebo (51 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: El cebo
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Me alejé a rastras de ella y quedé durante un rato jadeando en el suelo. El retorno de sensaciones físicas no placenteras —el dolor del muñón, de los golpes— me hizo pensar que el control de Claudia sobre mí se disipaba. Seguía mareada, como bajo los efectos de una fuerte resaca, pero me hallaba libre.

Levanté la cabeza. Claudia continuaba en la misma postura: las piernas separadas, los brazos en alto. No parecía siquiera respirar. Era algo tan extraño, tan horrible, que aparté la vista tras unos instantes de intensa fascinación, evitando mirar su rostro.

En aquel momento no podía pensar en qué hacer con Claudia; otras personas reclamaban mi atención.

Corrí hacia Miguel y respiré aliviada al comprobar que aún tenía pulso, aunque débil. Até de nuevo el vendaje sobre mi mano para poder utilizar los dedos que me quedaban y restañar mi propio sangrado. Encendí la linterna de Miguel y bajo su luz le desabroché la camisa y examiné la herida. La bala había penetrado un poco por debajo de la clavícula izquierda. Seguía vivo de puro milagro. Por fortuna, había recibido un solo disparo, pero la frialdad y el brillo de sudor de su piel me hicieron pensar que estaba entrando en estado de
shock.
Me fijé en que él mismo había intentado detener la hemorragia con la mano, y lo ayudé usando mi cazadora. Saqué el teléfono móvil, aunque suponía que sería inútil porque Claudia habría conectado inhibidores de llamadas. Sin embargo, la pantalla me informó de que tenía cobertura. Quizá se había sentido muy segura de controlar la situación y había descuidado otras precauciones, o le había desconcertado el hecho de traernos a la granja. Llamé al departamento, que era más rápido que la policía, me identifiqué y expliqué que había un cebo malherido.

Cuando colgué, vi que Miguel giraba la cabeza para mirarme. Me incliné sobre él y le susurré que lo amaba. Lo abracé queriendo cerrar aquella herida con todo mi ser, impedir que su última sangre se perdiera, conservar al menos aquella sangre final. Cerró los ojos, y pareció caer en un sueño profundo. «No voy a dejarte morir», pensé.

Me volví hacia Claudia. No creí que se hubiese movido ni un milímetro. «Tiene que ser el Yorick», supuse. La máscara de Labor que estaba ejecutando nunca habría provocado aquel efecto en ella, pero recordé sus palabras cuando dijo que el Yorick era un «añadido» que aumentaba hasta extremos inconcebibles el placer de
cualquier
máscara. «Está contemplando el
reflejo
del Yorick en el espejo, y eso
la posee»,
deduje.

En ese instante oí un gemido desde otro sitio del escenario.

Recordé a mi hermana y apunté la linterna hacia ella: continuaba acurrucada en la tarima, aunque había alzado la cabeza y me miraba directamente. Fue tan maravilloso comprobar cómo sus ojos perdían el velo de confusión que los había cubierto que casi me olvidé de Miguel.

—¿Diana? —murmuró.

—Sí, soy yo. Calma, todo está bien. —Aparté la linterna para no cegarla.

Me observaba por encima del hombro, temerosa, como si esperase recibir un golpe, pero existía una clara diferencia entre el miedo y la posesión: Vera salía de su particular pozo cada vez más. La vi reaccionar con pánico al descubrir a Claudia.

—¿Qué... le ocurre?

—Intentó hacer una máscara —expliqué—. Creo que se ha poseído a sí misma.

—¡Es... es horrible!

—Lo sé. No la mires. Ayúdame a mantener esto apretado contra Miguel, por favor. —Le indiqué el bulto húmedo de mi cazadora. Vera se acercó y colaboró. Sentí que el hecho de poder ser útil la tranquilizaba de alguna forma. Nos miramos y ella empezó a sollozar.

—¡Claudia quería... quería hacerte daño...! ¡Yo la odiaba, pero debía obedecerla!

—Olvídalo —susurré.

—¡Yo quería parar! ¡Pero ella insistía y yo tenía que...!

—Ya basta, Vera. Estamos juntas, es lo que importa.

—¡Yo la odiaba, Diana! ¡La odiaba! ¡La...!

Sabía lo que intentaba: improvisaba burdas explicaciones con el fin de consolarse a sí misma. La única explicación real era el psinoma, pero su mente racional no podía admitir que el placer la hubiese llevado al extremo de perjudicarme.

—Vera. —Cogí su cara entre mis manos—. Mírame. Ya pasó todo, cariño. Claudia ya no es un peligro.

Como si mencionar su nombre hubiese sido una señal, ambas volvimos a mirarla. Desde donde estábamos, agachadas junto a Miguel, veíamos su figura de espaldas, las flacas piernas desnudas hasta el inicio de los leotardos negros, las nalgas como dos cúpulas de músculo a ambos lados del tanga, la espalda con los omoplatos pronunciados como alas atróficas y los brazos en alto. Era como la estatua de una bailarina, uno de aquellos monumentos al «dolor humano» del parque Zona Cero. Pero había
algo más
ahora. Cambios en su aspecto.

El más llamativo era la piel: la espalda y los muslos estaban como cubiertos por diminutas lentejuelas o escamas de reptil que brillaban a la luz de la linterna. Comprendí que se trataba de sudor. Clónicas, geométricas gotitas, como si todos sus poros hubiesen decidido abrirse al mismo tiempo y expulsar idéntica cantidad de líquido. Entonces me incliné y vi su rostro reflejado en el espejo.

Tuve que morderme el labio para no gritar.

Sus ojos eran dos bolas de piedra pintada sobresaliendo de las órbitas, y creí distinguir que el sudor resbalaba sobre ellos sin que los párpados se cerrasen. La boca, como otra órbita, se hallaba abierta y rígida, la lengua replegada sobre el paladar. Incluso el rostro parecía haberse hecho más afilado. Imaginé que, abrumado de placer, el psinoma, ese rey tirano, no le permitía perderse, siquiera una fracción de segundo, la visión que tanto goce le causaba y reclamaba más, con lo cual la figura se volvía más placentera y a la vez se desgastaba. Era una especie de cortocircuito. La imagen me recordó la de la figura flaca y asexuada del cuadro
El grito
de Munch. «Es el Yorick», pensé y sentí náuseas. El cráneo del bufón de Hamlet, aquella faz huesuda de boca y órbitas abiertas como fosos, mirando más allá de sí misma y de la realidad. Supuse que a Gens le habría gustado contemplar el resultado final de su horrible experimento.

Pensar en Gens me hizo volver la cabeza hacia la puerta. Alcancé a distinguirlo a la trémula luz del farol de camping en el escenario contiguo: sentado en el mismo sitio, su rostro convertido en una masa coagulada. Aunque en aquel momento lo odiaba más que nunca, deseé con todas mis fuerzas que hubiese muerto ya. Pensé que Víctor Gens había experimentado el infinito dolor, pero acaso el destino de Claudia merecía más compasión, por tratarse del placer infinito; el dolor había reclamado, y obtenido, la muerte como alivio final, pero el placer parecía prolongar la vida en un éxtasis vegetal, paralizado, insoportable. ¿Cómo podemos defendernos de la felicidad eterna? Claudia se equivocaba; el cielo es
mucho peor
que el infierno. Matarla habría sido un acto piadoso, y sin embargo preferí esperar a que llegara la ayuda.

—¿Miguel se pondrá bien? —preguntó Vera.

—Seguro que sí. —Despejé los cabellos sudorosos de la frente de Miguel y noté que reaccionaba a mi mano. Su piel estaba fría y pálida. El pulso persistía, pero era cada vez más débil—. Me salvaste la vida —le susurré—. Y ahora te vas a salvar tú, ¿me oyes? No vas a marcharte, no lo harás...

Maldije mentalmente la demora de la ambulancia, y de pronto me eché a llorar. La mano de Vera acarició mi hombro.

—Todo saldrá bien —susurró.

Una sensación inesperada me asaltó entonces al mirar a mi hermana, borrosa tras la pantalla de lágrimas. De súbito la vi como una mujer adulta. Ni siquiera como a mi hermana, como la niña de tímpanos rotos a la que yo había cuidado en el hospital tras la muerte de nuestros padres, sino como a una amiga, alguien a quien yo amaba pero a quien no por ello debía abrumar con mi amor. Una persona responsable, independiente, que debía seguir su propio camino, fuera el que fuese. Yo la había cuidado todo lo que había podido, pero quizá ya era hora de que ella continuara a solas.

—Sí —le dije, secándome los ojos, aún sorprendida por aquella idea repentina—. Todo saldrá... —Agucé el oído. El estrépito de las sirenas era remoto, pero inconfundible. Parte del malestar que sentía se esfumó de repente, y sonreí hacia Vera—. ¡Escucha! ¿Lo oyes? ¡Ya han llegado! ¡Ya...!

Un estallido descomunal hizo que me interrumpiera. Vera y yo gritamos a la vez.

Volví la cabeza y, por un momento, no pude entender lo que contemplaba.

Aquella criatura ensangrentada, erguida sobre un sudario de cristales rotos, era como un jeroglífico indescifrable.

Luego vi el espejo astillado y creí comprender.

De algún modo, Claudia había superado su inmovilidad y se había abalanzado sobre el espejo, haciéndolo pedazos, y con él su propia carne, la magra piel que la envolvía. Trozos de cristales sobresalían clavados a su cuerpo, la sangre la bañaba haciendo brillar su top negro. ¿Cómo lo había conseguido? No podía ser solo un triunfo de su voluntad. ¿Quizá su psinoma la había impulsado hacia el reflejo, con el fin de poseerlo por completo?

No lo sabía. Y en aquel momento solo me importó ver cómo aquel grupo de huesos, unidos por la nigromancia del deseo hasta formar una figura con apariencia humana, se agachaba a recoger uno de los puntiagudos trozos de cristal, del tamaño de un cuchillo de caza, y saltaba sobre nosotras.

Yo estaba segura de que ya no quedaba inteligencia alguna en ella que planeara la agresión: era su psinoma, erigido en monarca absoluto, en Enrique VIII sediento de sangre, que buscaba solo un cuerpo para obtenerla. Y por lo mismo, mientras me incorporaba y apartaba a mi hermana de un empujón, vi mi muerte reflejada en aquellos ojos.

Solo tuve tiempo de alargar los brazos. El impacto del ataque hizo que me estrellara contra la pared, y aullé de dolor. Con la mano derecha logré detener el émbolo que era el brazo de Claudia antes de que el picudo cristal se enterrara en mi garganta, pero apenas pude hacer otra cosa. Su otra mano atrapó mi pelo, tirando casi hasta arrancármelo, mientras la mano derecha derrotaba con inexorable facilidad el obstáculo que ejercían mis inútiles fuerzas. Mi campo visual se llenó de su rostro: una espantosa calavera con trozos de cristal asomando de los labios yermos, pómulos y cejas, incluso de los globos oculares, que seguían fijos en mí.

El silencio que provenía de su boca abierta era ensordecedor.

El pulso que manteníamos se inclinó a su favor y el cuchillo de cristal rozó mi cuello. Sabiendo que iba a morir, me asaltó un último pensamiento, fugaz pero intenso: quizá Claudia tenía razón y había justicia en su ciega venganza. A fin de cuentas, todos estábamos corrompidos por nuestro propio placer, todos éramos cebos de nosotros mismos. El psinoma no tenía escapatoria: éramos solo lo que deseábamos. Así que cerré los ojos y esperé la muerte liberadora, el placer final, el deseo último, y mientras lo hacía escuché la detonación y quedé manchada de Claudia, de los restos de sus pensamientos huecos, y, cuando pude mirar, contemplé cómo su esquelética figura se desplomaba con la sien izquierda rota y la expresión atrapada en la sorpresa, como si la dictadura del psinoma la hubiese abandonado justo en el instante de morir para permitirle ser la Claudia de siempre, y, junto a mí, el crispado pero decidido rostro de mi hermana, un poco por encima del ojo del cañón de la pistola de Miguel, que aún sostenía.

Recuerdo haber visto a un grupo de sanitarios rodeando el cuerpo de Miguel.

Recuerdo haber rogado en voz alta que lo salvaran.

Recuerdo la nada, la oscuridad, como un telón cayendo sobre mis ojos.

Epílogo

Madrid,

dos semanas después

—Hola, ¿puedo pasar?

—Claro. Qué pregunta. Me alegro de verte.

—Y yo a ti.

—Siéntate, por favor.

Sonreímos. Mario Valle se ajustaba las gafas en el puente de la nariz. La consulta estaba, como siempre, ordenada y elegante, aunque de forma excepcional las persianas se hallaban levantadas y la luz del mediodía penetraba por ellas.

Elegí el diván en vez del asiento frente al escritorio, lo cual pareció divertirle. Él eligió sentarse en la butaca de los pacientes, frente a mí.

—¿Vas a hacerme otra confesión?

—Un poco, sí —convine.

Su sonrisa persistía, pero era como si estuviera paralizada.

—¿Ha ocurrido algo?

—Nada especial. —Me quité la cazadora y la dejé a un lado—. Siento no haberte llamado en estos días.

—Supuse que estarías... trabajando —dijo.

—Bueno, me quedaban cosillas por resolver. Valle asintió.

—¿Ya están resueltas?

—Puede decirse que sí. Y lamento haber venido sin avisar. Pensé que a última hora de la mañana ya habrías terminado la consulta pero no te habrías ido aún...

—Por Dios, Diana, ¿acabaste con las disculpas? Me encanta verte, en serio.

—A mí también me agrada verte. —Me froté los brazos—. He estado pensando.

—Es un ejercicio muy sano que debería practicar la gente más a menudo. Además, te sienta bien pensar. —Me miraba la mano izquierda, con el pequeño muñón del dedo meñique—. ¿Cómo te encuentras?

—Bien. Las heridas van cerrándose.

—Me alegro. Estás guapísima.

—Gracias. Tú también estás muy guapo.

Me deleitó ver que Mario Valle reaccionaba ante el piropo como la mayoría de los hombres: quitándole importancia, como si se tratase de una verdad evidente. Al sonreír de nuevo noté que se hallaba más relajado.

—Y una vez que has sobornado al psicólogo elogiando su belleza, dime qué has estado pensando.

—Bueno, me pediste que tomara una decisión, ¿recuerdas?

Por un momento fue como si Valle sospechara padecer una enfermedad mortal y le hubiesen dicho que ya había llegado el resultado de los análisis.

—No quiero que me digas nada que no desees decirme. —Me detuvo con un gesto.

—Deseo decírtelo.

—No, no, Diana, no. De verdad.

—¿No quieres saberla?

—Ya la sé. Por favor, ya la sé. La supe en el mismo momento en que te pedí que la tomaras. —Hizo un vaivén con la mano—. Quieres a un... a uno de tus compañeros, ¿no es cierto? Estabas planeando retirarte y vivir con él. Oye, perfecto. Lo único que pretendo, lo único que he pretendido siempre, es que dejes ese trabajo. Te lo juro. Solo me importa tu felicidad, Diana. Que dejes de sufrir. No me mires así, hablo en serio...

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