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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (27 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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—A mí también me parece justo —dijo Tortosa—. ¿Y qué piensas que debes ofrecerme en juramento?

—¿Mi ayuda para cuando la necesite?

Tortosa se quedó pensando.

—Eso es muy generoso, muchacho bobal…, Adiel…, demasiado generoso. ¿Puedo sugerirte yo algo? A fin de cuentas…, es muy genérico lo de «mi ayuda para cuando la necesite», ¿no crees?

No pude meditarlo ni un solo segundo. Su mirada me hizo contestar al instante.

—¿Qué sugiere?

—Debes jurarme que, si logras encontrar ese tesoro, nunca desvelarás lo que en él pone sobre mí.

En mi imaginación creo que me santigüé.

—¿Cómo sabe lo del tesoro si yo no le he dicho nada?

—Me lo dijo el Francés…, pero eso no importa.

—Hace un momento me ha dicho que no le importaba qué es lo que buscaba…

—Hace un momento…, ¡un momento!… —Tortosa me interrumpió dando una palmada—, dos días…, ¡y eso es un santiamén!…, hace dos días unos asesinos casi te matan…, ¡casi te matan! No creo que tenga la mayor importancia lo que yo te haya podido decir hace un momento. ¡Y no me llames más de usted!

Me dio la impresión de que todo lo que me había mencionado Tortosa sobre el juramento era un mero alegato en contra de la sensatez.

Lo siguiente que dije lo hice como si mis palabras cayeran al vacío sin querer, tenues, escapando de mi garganta:

—Hice un trato con Mía.

El cocinero se acercó tanto a mi nariz que pude oler el miedo arrastrándose por todo su cuerpo.

—¿Mía?… ¿Qui… quién es Mía?

Tortosa levantó los hombros y alzó un poco más la barbilla. Su mirada era inteligente.

—No sé mucho sobre ella…, nada en realidad… —respondí—, únicamente lo que quiso contarme…

—¿Y?… —el cocinero abrió tanto los ojos que temí salieran de sus cuencas—, ¿qué es lo que quiso… contarte… sobre ella misma?

Dejé pasar unos segundos antes de contestar:

—Insinuó que ella era la dueña del tiempo en La Capital, la única que dispara…, la única que puede pensar en voz alta y matar callada… —Tortosa se alejó dos palmos de mí y mi discurso dejó de sonar fanfarrón—. Me dijo que ella era quien dice ser y a quien todos debían temer…, que ella no posee nombre, que todos saben que está…, pero a la que nadie querría encontrarse de frente si no es bien hallado…

El cocinero dibujó en su rostro una ladina sonrisa.

—¿Y cuál fue el trato que cerraste con semejante… mujer?

—Yo le daba el tesoro —me apresuré a decir—, y ella me devolvía mi vida. No tuve elección. Realmente…, realmente solo quiero que me devuelvan mi vida anterior, no me interesa nada de esa información. Mi único deseo es volver al pueblo y retomar mi vida por donde la dejé…

Al ver la cara de perplejidad que se le quedó a Tortosa, temí que se enfadara y continué chachareando durante unos segundos.

—Hice un trato con ella…, con Mía…, le di…, le di mi palabra…, ¿no es eso un juramento?… ¿No es…, no es un juramento quizá?

Se rio.

—¡No, no lo es! —exclamó Tortosa, cambiando totalmente el tono de su voz—. ¿Prometiste rotundamente cumplir ese trato poniendo por testigo a Jesucristo, a Dios, o a alguien querido?

—Eso no lo hice…, pero le di mi palabra.

—Y no cometerás perjurio…, estate tranquilo.

Encogí los hombros.

—Júrame que nunca desvelarás lo que en el tesoro pone sobre mí, y que harás lo posible para que Mía tampoco lo desvele.

—Lo juro.

—Debes jurarlo poniendo por testigo a alguien.

—Juro por Dios que nunca desvelaré lo que en el tesoro pone sobre Tortosa, y que haré lo posible para que Mía tampoco lo desvele.

En el porche del cementerio de la Alegría no había un alma. Con aquel viento era imposible escuchar nada a menos de dos pasos. Se acababa de levantar un aire pesado y fresco. Vimos cómo los dos esbirros de Tortosa se acercaban desde una arboleda de detrás de las bodegas. Allí era precisamente donde olía tanto a vinagre.

—¿Qué tal ha ido la cosa, Fred?

Urría, el pinche del parche en el ojo derecho y la pata de palo, sonrió.

—Pañitos nos ha contado que el otro día, cuando se fueron todos, un auto recogió al Francés medio muerto y se lo llevó.

—¿Y os ha dicho quién se lo llevó?

—No lo sabía.

—¿No ha soltado nada más?

—No.

—¿Seguro?

—No sabía nada más, jefe. Lo hubiese escupido.

Urría emitió lo que parecía un gruñido. Su compañero le dio un codazo.

—Buen trabajo, chicos. Vayamos al restaurante, hay que preparar la cena para los clientes.

Tortosa me miró tranquilamente. Al cabo de un rato me dio una palmada en la espalda.

—Encontraremos al bueno del Francés —dijo guiñándome un ojo—. Por cierto, ¿has visto cómo ese bobalicón sabía más de lo que decía?

En algunos pensamientos de ternura solía invadirme una emoción de gratitud que se traducía en aspavientos y retorcijones, en una gran necesidad de sentirme arropado por algo, en demandadas caricias que supieran a cariño. Tal era mi falta de juicio en aquellos momentos, que cerré los ojos con fuerza y vi un enorme pasillo de luz que me invitaba a corretear libre por sus empiedres.

El cocinero sonreía radiante al final de ese reguero de claridad.

Después de tres días en el restaurante de Tortosa ya nunca más una comida me supo insípida. Todos los platos que allí se servían tenían el mantecoso sabor del cabrito cebado con pasto seco. Ninguna de sus recetas, decía el peculiar cocinero, podía dejar de contener una suculenta ración de sebo con la que aromatizar el regusto del paladar de sus barriobajeros comensales. Cuestión de cultura gastronómica, deduje.

Fueron unos días en los que trabajé codo con codo con los dos compinches de Tortosa en la cocina. Me habitué al olor sarraceno que desprendían los guisos y las cazuelas requemadas al fuego intenso de una lumbre exagerada y siempre encendida. Envejecí veinte años en setenta y pocas horas, pero no solo lo notaba mi piel reseca, también mi espíritu y mi picardía renacieron de entre la inocencia para volverse un poco más marrulleros y cautelosos.

Tortosa llevaba todo el día fuera, cosa que, según Fred, solo ocurría cuando tenía algún asunto del restaurante que resolver, como el pago a los proveedores o la compra de vino a las bodegas, de lo que siempre se encargaba él personalmente. Pero no era el caso. Cuando llegó, ya éramos los únicos en el restaurante. Las cuatro o cinco mesas destartaladas del comedor habían sido despejadas de los manteles de papel y de las paneras vacías, ahora lo único que quedaba eran las sillas encima de ellas a modo de coronas.

—Adiel, ponme un chato de vino y siéntate aquí conmigo. —Tortosa bajó dos sillas de una mesa y se desabrochó tres botones de su camisa. Yo me acerqué con el vaso de tinto y me senté a su lado.

—Buenas noches —saludé.

—Buenas, pequeño botarate. Hoy he estado viajando por el sur de la ciudad.

—¿Y qué tal el viaje? —pregunté al poco de darme cuenta de que quería que lo hiciera.

—Pachín, pachán. Demasiado bochorno en esta ciudad de locos. ¿Habéis tenido un buen día sin mí?

—Pachín, pachán.

Tortosa se rio de mi ocurrencia. Nunca había utilizado esas palabras para asentir, y se me notaba en el tono cierta burla improcedente, carente de sentido.

—¿Recuerdas lo que me dijiste sobre lo que te recomendó Mía? —Tortosa me clavó la mirada—, ¿lo recuerdas?

—Me dijo muchas cosas.

—¡No seas asno! De las víctimas de tu padre…

—Dijo algo como que buscara a través de las víctimas —repuse.

—Que era la única manera que tendrías para avanzar en todo este asunto. ¿No es así?

No hizo falta que respondiera. Tortosa se bebió de un buche el vino y carraspeó durante un buen rato antes de continuar hablando.

—Pues bien, he hecho tus deberes y he conseguido dar con un extorsionado de don Antonio Grádalo Garcilaso, el juez del Tribunal Serenísimo, alias Señoría de la Muerte.

Me quedé boquiabierto. No sé cómo sabía que yo conocía esa historia. No recordaba habérselo dicho.

—No te sorprendas, bobo —dijo leyéndome el pensamiento—, si sabías del cementerio de la Alegría es obvio que debes conocer las tribulaciones del bueno de don Antonio. Estoy seguro de que Pierre te puso al corriente de todo…, ¿o me equivoco?

—No, no te equivocas —contesté.

—Víctimas del tribunal hay muchas, pero pocas son las que están dispuestas a reconocer que lo son, y menos aún las que pueden hacerlo sin arriesgarse a sentir aún hoy sus pesadas y peligrosas garras.

—¿Y cómo has dado con esa persona?

—¡Pobre besugo mío! —Tortosa se levantó de la silla y se sirvió otro chato del vino que estaba encima del mostrador él mismo. Regresó a su asiento—. Tirando de la lengua de desgraciados y maleantes se consigue información mucho más fiable que la que te puedan dar otros que presumen de ser amigos tuyos. ¿O qué te pensabas?, ¿que por ir de honesto y honrado por la vida se tiene todo ganado? A veces hay que ser el mayor sinvergüenza del mundo para poder avanzar un poquito en esta bobalicona existencia.

—¿Conoció a mi padre esa… persona?

—Espera a mañana, muchacho. Yo solo sé que existe. —Tortosa empezó a reírse a carcajadas—. Estoy seguro de que será toda una revelación.

Volví a levantar mi mirada hacia él después de tenerla posada en la mesa durante casi todo el tiempo que estuvimos sentados. Tortosa se sorprendió. La mirada que vio ya no era la de un muchachillo indefenso, la de un joven extremadamente delgado y pecoso que necesitaba ayuda para sobrevivir. Definitivamente, no era la mirada que él había esperado ver. Mis ojos se encontraban atrozmente rojizos, sentía mis pupilas dilatarse de rabia y furia reprimidas, como si algo terrible y poderoso me hubiera cambiado, aun en contra de mi voluntad.

—Tendremos que levantarnos temprano —dijo Tortosa saliendo de su sorpresa—. La casa de ese viejo está un poco apartada.

—¿Y nos podrá ayudar… ese viejo?

—Míralo de esta manera, si no nos ayuda tampoco puede desayudarnos, lo único que podemos perder son unos céntimos en gasolina, y un poco de nuestro tiempo.

Tortosa me sonrió, me cogió de la mano, se puso de pie y me ayudó a levantarme. Le seguí hasta la puerta que separaba el local de la vivienda. Antes de apagar la luz y subir las estrechas escaleras, se acercó tanto a mí que pude sentir su aliento en mi rostro. Me habló despacio, muy despacio:

—Ve a la cama y descansa. Mañana te libras de fregar los cacharros.

20

¡PAYAPOYO!

Si hay algo que tengo claro de la vida es que esta no tiene explicación. Yo he sido un mero espectador que no fue capaz de aprender nada de ella. Nunca he creído que los años vividos sean el vademécum de la existencia, ni el sereno fruto de la experiencia.

La vida es a la vez muy complicada y muy sencilla, profunda y liviana como el aire.

Hasta aquel momento solo había conocido a dos clases de loco, a aquel que por naturaleza había nacido con poco juicio, o a aquel al que una enfermedad, o el cruel destino, había querido arrebatar la cordura.

Nunca había visto a uno como el que conocería ese día, extravagante y extrañamente tierno.

—Si les parece, yo les traduciré. Mi abuelo está un poco sordo…, y un poco loco —nos susurró el joven que nos abrió la puerta—. Él no habla si no es con ese idioma suyo.

Pasamos a una sala llena de luz. Unos ventanales enormes dejaban chorrear de la habitación un resplandor cálido que contagiaba a toda la casa.

—Él es mi abuelo.

Un hombre estaba tumbado en una hamaca de cáñamo, le tapaba una manta de color verde pistacho con tantos remiendos como flecos poseía el gorro que a modo de capucha tenía en la cabeza. En un principio no distinguí bien lo que había pintado en su cara, pero al abrir los ojos el anciano pude ver cómo el dibujo de una araña gigante de color negro resaltaba de entre un montón de rayas blancas y amarillas repartidas por todo el rostro. Parecía uno de esos caníbales que salían en las crónicas de viajes de aventuras.

—¡Yayo!, unos señores preguntan por usted.

Tortosa me miró, rojo como un tomate. Creo que contuvo tanto las ganas de reírse que la sangre se le agolpó toda en la cabeza. Le tendió la mano con energía.

—¿Qué tal te encuentras? —dijo el cocinero.

El viejo enarcó las cejas, ignorando el saludo. Se dirigió a su nieto indignado y con un tono de voz agrio.

—¡Pulupiipisipoto, pidipele paa peepese pesepoñor peque piquipeen pele paha padapodo peperpimiposo papapara putupetepaarpeme!

El nieto miró al abuelo como si no diera crédito a lo que le había dicho. Se llevó una mano al pecho y contestó con la misma aspereza.

—¡Payapoyo!, ¿pocopomo pees puuspeted patan pedespocorpetés pocon paalpiguipeen peque paha pevepinipodo paa peverpele?

—¡Peme pada piipugupaal! ¡Pidipeles peque poson puuponos pamalpeepudupacapodos!

—¡Pono pipipeenposo pedepicirpeles peeposo!

—¡Pulupiipisipoto!…

—¡Payapoyo!

El joven dejó de señalar con el dedo al anciano y se quedó mirando cómo nosotros, bastante perplejos, nos dábamos la vuelta, agachábamos la cabeza, nos tapábamos la boca y no podíamos evitar romper a llorar de risa. El viejo seguía con el semblante irritado y las cejas enarcadas, en la misma postura en la que le vimos cuando entramos, cosa que hacía aún más ridícula la situación.

—Deben disculparnos —dijo bastante incómodo el zagal—. Vayamos un momento ahí fuera…, debería haberles avisado.

Salimos de allí intentando parecer serios. Nuestro «traductor» parecía estar lejísimos de nosotros, se hizo pequeñito en un rincón del pasillo, a solo un par de metros de distancia de donde Tortosa y yo estábamos.

—El abuelo es un hombre extraordinario, pero un día decidió volverse loco y parece que lo ha conseguido. Lo que pasa es que es muy suyo con sus cosas…, muy antiguo…

—¿Qué idioma es ese que habla? —le preguntó el cocinero—. ¿Qué diablos ha dicho?

El joven no contestó de inmediato. Se le oía el corazón latiendo rítmicamente, eran unos gimoteos que aumentaban hasta convertirse en un rugido para después disminuir poco a poco y cesar del todo.

—En realidad no es un idioma —contestó—. Es un lenguaje que nos enseñó cuando éramos críos, un juego. Cuesta al principio entenderlo, pero es bastante fácil…, y estúpido.

Abrimos los ojos como platos. La claridad de la casa hizo que pronto los cerráramos levemente de nuevo.

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