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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (31 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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Aquella voz atravesó todas las dudas. Seguí la estela de sus movimientos al andar.

Todos vigilaban. Todos callaban. Las miradas se tornaron más pesadas; el énfasis de cada palabra no descubierta, escondida, aumentaba al ritmo de los latidos que escuchaban aquellas cuatro paredes. La monjita salió de la habitación.

Tuve miedo de que la cara angelical de la mujer del Francés se posara sobre mí.

—Adiel, por favor, ¿te importaría ir a alguna plaza, o barbería, a comprar jabón de brocha y unas cuchillas para afeitar a mi marido? Seguro que por aquí cerca hay alguna botica o algún otro establecimiento que puede venderte los bártulos. Puedes preguntarle a la hermana…

Tuve miedo de que la cara angelical…, tuve miedo, ¡y me sentí feliz de que esos ojos me encontraran!

—Claro que sí.

Le dirigí una mirada a Tortosa. Él asintió con vehemencia. Cogí los dineros que me tendía Clarisse, y sin más preámbulos salí del hospital, sin preguntar a nadie, en busca de esa plaza donde encontrar lo que me habían encomendado.

Por espacio de tres cuartos de hora deambulé entre el laberinto de calles que rodeaban el lugar. Aquel entresijo de monumentos olía a brujería y a crímenes sin resolver. Mi imaginación devoraba imágenes e improntas inexistentes a un ritmo de miles de historias por segundo. Dejé que fuese mi maltrecha intuición la que me guiase por las avenidas solitarias en busca de un tenderete, tal vez en un viejo mercado de abastos. Recorrí los mismos pasos alguna que otra vez, hasta que, tímidamente, vi aparecer a lo lejos lo que parecía una torreta de moros o cristianos muy antigua. Quizá fue el azar, quizá esa intuición de la que antes he hablado, o quizá el maldito destino, pero fuera lo que fuese, en aquel mismo lugar en el que fijé mi vista un segundo antes, distinguí, sin lugar a dudas, el perfil inconfundible de mi amada Dulce; y ¡me maldigo ahora!, porque me atacó, fruto de la sorpresa, una más que tonta parálisis por todo mi cuerpo que me hizo perder el empuje y el trote necesario para acercarme hasta donde ella. Para cuando reaccioné, ese perfil inmaculado había desaparecido.

No sé a ciencia cierta por qué nunca le dije nada a nadie de aquella visión. Lo más probable era que ninguna persona, ni aun yo mismo, podía ser merecedora de un sobresalto tan amable y encendido como el despertar de aquel sueño de enamorados. Cuando llegué al lugar donde creía haberla visto, una jauría de mujeres, viejas, jóvenes, guapas, feas y estropeadas las que más, aparecieron al torcer el costado de un edificio amarillo y empinado. Era un mercado, un tropel de idas y venidas, con las chanzas de los tenderos, las ofertas de dos melones a ojo de pobre, el peso de la carne apilada encima de la madera ennegrecida del mostrador. Toda una cuadrilla de personajes que se arremolinaban en torno a una circunferencia con forma de mirador prodigioso. Me puse a preguntar a diestro y siniestro a todos los vendedores y viandantes con los que tropezaba; les decía si habían visto a una joven hermosa, con la belleza ceñida en su rostro como la más pura de las rosas. Algunos me negaban con la cabeza, otros se mofaban de mí, y los había que señalaban a todas las mujeres sin la menor de las deferencias hacia el buen gusto.

Desistí.

Entré en una droguería y compré jabón, una brocha y una navaja afilada de una sola cuchilla. Volví sobre mis pasos, con el pensamiento truncado. Yo he procurado vivir en mis actos. Con las yemas de mis dedos he tomado el pulso al mundo, he arrancado las ganas de morir a la depresión, he intentado desenmascarar todas las emociones que me han embargado, he abrazado lo que no huía de mi presencia y estaba delante de mí, sin mentiras. Pero no siempre ha sido así. En aquel momento de mi vida me sentía profundamente humillado. Y lo estaba porque no tenía orgullo al que sobreponerme, desconocía realmente si estaba enamorado de Dulce, si los deseos que me empujaron a la envidia la noche que vi juntos a Tortosa y a Clarisse no eran sino celos de un arrepentido embustero. Todas esas ideas sobre la inocencia, la verdad, la fidelidad o el deseo, me tenían confuso.

Cuando regresé a la habitación, Tortosa estaba pegado a Clarisse y ambos al catre donde yacía el Francés. Era como entrar en la fría cueva de un ermitaño, sin un atisbo del ajetreado mundo exterior. Lo único que se escuchaba era el delicado zumbido en el aire del abanico que la sufrida esposa danzaba en los morros de su marido.

—Tranquilo, mi vida, tranquilo —le decía—. No te canses.

Al verme entrar, el cocinero me indicó mediante gestos que cogiera la silla que quedaba libre. Me senté al lado de ellos. El rostro de Pierre era como una sábana blanca encostrada de sangre vieja.

—Está intentando hablar —me susurró Tortosa—. Lleva un rato despierto.

El Francés permanecía muy erguido a lo largo de toda la cama. La respiración que se oía era tan débil que a veces tenía que buscar en su pecho una prueba que me convenciera de que no había dejado de inspirar oxígeno.

—Deja… el… abanico.

Un susurro.

—Deja el maldi… to abanico.

Los labios apenas se distinguían debajo de las vendas. Clarisse titubeó, acercó su cabeza y Pierre repitió lo mismo:

—¡Deja el maldi… to abanico!

La mujer cerró el aventador con manos temblorosas. Forzó una sonrisa y se apartó de la cama un poco como ofendida.

—¡Viejo cojo! ¡Amigo! —le dijo Tortosa a Pierre—. ¡Creía que te habíamos perdido!

—Hola —dije yo—, ¿cómo estás?

El Francés pareció encogerse de hombros.

—Mejor que nunca —bromeó—. Si no fue… ra por estos trapitos de la cara…, íbamos ahora mismo… a tomarnos unas papas bravas…

Reprimí el impulso de reírme a carcajadas. No era el momento oportuno para mostrarme pletórico.

—Por poco, viejo amigo, por poco…

—Se les fue… la mano…

—Habrá que desquitarse…

—Déjalo correr…, de momento…, Tortosa…

—¡Hijos de…!

—¡Calla, hombre!, ¡que hay una… señorita… aquí presente!

—¡Señora! —contestó Clarisse malhumorada—. Hasta que la muerte nos separe, ¿lo has olvidado?

Aquella podía ser muy bien una escena en la representación de una tragicomedia clásica, donde el héroe, tendido en su lecho de muerte, le pide al inseparable consejero que cuide de su damisela. El problema es que el final de esta obra estaba por desarrollar, y ni el tendido era tan héroe, ni la damisela tan damisela, ni el inseparable consejero tan consejero. Yo miraba desde la barrera, con la seguridad difusa del que no tiene todo tan claro.

—Yo cuido de tu muchacho, como te juré.

Pierre levantó su mano.

—¿Y estás bien?… —me preguntó.

—Muy bien, Tortosa es muy atento y un buen compañero de fatigas.

—¿Te llama… bobali… cón?

—Sí —le contesté sin poder evitar una risita—, continuamente.

—Entonces… te tiene cariño.

El Francés tosió un poco. Clarisse no dejaba de alisarse el pelo con los dedos, indiferente a todo. Tortosa me dio un codazo.

—Cuéntale a Pierre, cuéntale —me dijo.

Carraspeé todo lo que quisieron mis amígdalas. Empecé mi historia desde que ambos corríamos como alma que lleva el diablo por los naranjos del cementerio de la Alegría el día que la penumbra de la lluvia nos impedía ver con claridad más allá de unos pocos pasos. Le recordé cómo todo se paró de pronto, cómo la silueta de alguien le estrelló contra la cabeza una especie de pala, cómo le creía muerto, y cómo quedé hipnotizado por la visión de su sangre en el suelo mezclada con la lluvia y el barro. Le dije que intenté moverme, sin poder hacerlo, que quise correr, saltar, pero que no pude; le dije que cuando me quise dar cuenta, taparon mi boca, cubrieron mi ojos, ataron mis manos y me introdujeron en el maletero de un coche. Le hablé de Mía, de aquella que decía que «nada más soy y nada más seré»; le hablé de nuestro trato: «Encuentra tú el tesoro para mí y yo te devolveré tu vida, tal y como la dejaste antes de que todo esto comenzara». No faltó coma por poner en cuanto le conté, hasta le dicté de memoria mis idas y venidas por el menú del restaurante de Tortosa.

Pierre rio.

—En dos días estaré bien del todo, y… seguiremos nuestra lucha… juntos.

Tortosa y yo asentimos a la vez. Quedamos callados, esperando en un estupor profundo a que aquella figura maltrecha arrancara de nuevo a hablar. El Francés entendió lo que le estábamos pidiendo.

—Yo no seré tan preciso como tú, Adiel…, muchacho —le costaba hablar con claridad—. Lo último que recuerdo… del cementerio de la Alegría es que… había mucha lluvia y que corríamos hacia… el porche. No logro fijar… en mi mente el momento preciso en el que… me golpearon. Todo es un vacío. Hace…, hace ya más de dos semanas de eso, ¿no?

—Ocho días —le contesté.

Pierre resopló y aparentó hundirse en la cama.

—Ocho días…, pues parecen ocho meses.

Echó la cabeza hacia atrás e hinchó sus pulmones con una gran bocanada de aire fresco. Después de intentar sin éxito beber él solo un trago de agua, dejó que yo mismo le ayudara a mojarse los labios. Emitió un leve gemido de placer y continuó hablando.

—Después, lo siguiente que recuerdo es a mí mismo en una habitación… muy fría…, desnudo, con un terrible dolor de cabeza… Dos hombres a cada lado…, no los veía porque tenía los ojos vendados…, ¡pero los sentía!, eso se siente… sin necesidad de ver. —Descansó un segundo—. Me preguntaban una y otra vez qué es… lo que… sabía y también me preguntaron… por un… rosario, ¡por un rosario!…

En la habitación empezaba a entrar el calor de la calle. Tardaría poco en instalarse el sofoco. Yo me sentía lleno de fuego, lleno de temores.

—¿Un rosario? —preguntó extrañado el cocinero—, ¿te preguntaron por un rosario?

—Sí.

—¿Uno de esos que sirven para rezar?, ¿te refieres a eso?

Tortosa lo miraba con la boca abierta. Miré por encima de mi hombro y vi cómo Clarisse se mordisqueaba las uñas.

—¡Mira que eres simple!… —El Francés hizo una cómica contorsión con sus manos—. Dijeron que si les decía… dónde estaba el rosario que el
poeta
utilizaba para rezar… me dejarían de dar hostias en la cabeza y… a lo mejor… perdonarían mi vida.

—¿Y por qué buscan eso?

—¡Yo qué sé! —a Pierre casi se le cae el grito de sus asaduras—. ¿Crees… que estaba… en disposición… de preguntarles… algo?

Con un suspiro horrible en el que casi consumió todas sus energías, el Francés se precipitó en un sopor almibarado, con la boca apenas entreabierta, con su media sonrisa apagada y las piernas flexionadas, empitonadas hacia el cabecero.

—¿Por qué te dejaron entonces con vida? —preguntó Tortosa.

Pierre cerró los ojos.

—Y por qué no… —dijo antes de quedarse dormido—. Por qué…

Salimos los tres de la habitación. Fuimos a otra contigua que era igual de sobria, pero más fresca y con más luz. Un ventilador giraba sus aspas lentamente en el techo removiendo todo el aire caliente. El primero en hablar fue Tortosa.

—Es obvio que lo han dejado con vida porque piensan que les será más útil vivo que muerto. No tiene otra explicación.

—¿Piensas que creen que les llevará hasta lo que buscan? —pregunté.

—No ganan nada con no intentarlo.

Clarisse se apartó de nuestro lado. Se puso frente a la pared. La bella esposa se iluminó de una cínica sonrisa y la habitación se llenó de pronto de una luz plateada y radiante.

—¿Y tú, Adiel, sabes dónde está ese rosario? —dijo con una amabilidad demasiado socarrona—. Porque sabes de lo que hablan, ¿no?

Tortosa me examinó afilando mi sorpresa. Aquello me enfureció.

—¡Claro que no lo sé! —contesté—. ¡No y no!

—Pero algo sabrás —insistió.

—¡Te repito que no tengo ni idea!

El cocinero tropezó conmigo al girarse sobre sí mismo, al intentar esquivar una avispa que se había colado por la ventana.

—Deja al chico en paz, mujer…, dice la verdad. Los malos son otros. Esos chorizos casi matan a tu marido y también lo secuestraron a él…

—¿Piensas que son los mismos los que torturaron a Pierre y me secuestraron a mí? —dije nada entusiasmado.

—¡Pues claro, memo! Piensa: ellos tumbaron al Francés y después le raptaron, al igual que a ti… ¿Quién si no?

Callé solo un momento. Solo un momento. No me terminaba de convencer esa aparente certidumbre.

—Pero…, si es así, ¿por qué no preguntarme a mí también por ese rosario? ¿No es más lógico que lo hubiesen hecho en vez de no decirme nada?

Me ruboricé al sentirme observado: era evidente que no habían pensado en ello. Nos volvimos a juntar en un mismo coro. Tortosa se tocó el pelo, Clarisse no le quitaba ojo a las aspas del ventilador, y yo los miraba a ellos. Fue de nuevo el cocinero quien rompió el hielo:

—Clarisse, Adiel y yo necesitamos un baño con urgencia. Además tenemos cosas que hacer… Cuida del viejo cojo en nuestra ausencia.

—Descuida…, es mi marido. Sé cómo cuidarle.

Ella se quedó esperando una réplica a su tono de desafío, sin embargo el cocinero se limitó a mirarla con desprecio y a quitarme de las manos los enseres de barbero que yo había comprado hacía ya buen rato en el mercado.

—Adecenta a tu marido. Aquí tienes jabón. Estoy seguro de que sabes cómo se utiliza la navaja. ¿Verdad que sí?

Dormí agarrotado por culpa de unos malos sueños. En realidad me desperté cuando todavía era de noche. Tenía el corazón encogido. Sentía un dolor aprisionándome el pecho. No quería renunciar a la lucidez que dan los primeros minutos después de las pesadillas. Me senté en la orilla de mi cama e intenté ordenar un poco mis pensamientos. Estaba excitado. No me di cuenta hasta entonces. En aquel momento. En unos malos sueños. Y no era la primera vez: «A unos gritos de Nano, el padre Benito se convierte en un lobo, aferrando bajo sus zarpas un rosario y el librito que me había dado anteriormente el cura…».

Yo tenía ese rosario.

Rebusqué entre todas mis cosas: las apiladas en un saliente de la mesa escritorio y las perdidas sobre las repisas del vestidor del cuarto de baño. Lo encontré en el aseo, tirado en un polvoriento olvido, junto al librito de las tapas blancas y cuarteadas. Puse los dos objetos dentro de un calcetín y lo escondí debajo del ropero, entre una de las patas del pesado mueble y la pared. Allí nunca podrían encontrarlo.

De momento no diría nada a nadie.

24

EL TEJO

Mi impresión general acerca del miedo me dice que no existe terror más detestable para el ser humano que aquel que siente su muerte sin entenderla.

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