–Sé que vio algo en Xai-Xai que lo hizo cambiar.
–Bueno, pese a que me lo prometió, nunca volvió a visitarme. El doctor Raúl tampoco sabía qué había sido de él.
–Huyó porque tenía miedo.
–Podía haberme escrito, podría haber utilizado esos maravillosos recursos electrónicos para advertir al doctor Raúl.
–Ya, pero lo asesinaron.
Tanto Louise como el hombre que tenía frente a sí supieron en el mismo instante lo que aquello significaba. No había ya motivo para dudar; Louise presentía que se aproximaba a un punto en el que tal vez hallase la explicación de la muerte de Henrik.
–Lo más probable es que hubiese tenido acceso a cierta información, que él supiese algo –dijo Adelinho–. Y comprendió que ellos sabían que él lo sabía. Y por eso huyó.
–¿Quiénes son «ellos»? –quiso saber Louise.
Él negó con un gesto.
–No lo sé.
–¿Xai-Xai? ¿Ese hombre llamado Christian Holloway?
–No lo sé.
El ruido de un motor se oyó cada vez más próximo hasta que el coronel Ricardo apareció en la explanada con su
jeep
. Justo cuando estaban a punto de salir de la choza, Adelinho posó la mano sobre el hombro de Louise.
–¿Cuántos saben que eres la madre de Henrik?
–¿En este país? No mucha gente.
–Pues quizá sea lo mejor que sigas así.
–¿Es eso una advertencia?
–No creo que haga falta que te ponga sobre aviso de nada.
El coronel Ricardo tocó el claxon con impaciencia. Mientras se alejaban, Louise miró hacia atrás y vio a Adelinho de pie a la entrada de su choza.
Ya lo echaba de menos, pues intuía que jamás volvería a verlo.
Regresó a Maputo en el mismo avión, con los mismos pilotos, poco después de las dos de la tarde. En esta ocasión, el pasajero del libro no iba a bordo. En cambio, había subido un joven en un estado de debilidad tal que apenas se sostenía en pie. Le ayudaban dos mujeres, tal vez su madre y su hermana. Aunque no podía saberlo con certeza, supuso que el hombre tenía el sida, que no sólo estaba contagiado por el virus, sino que la enfermedad había hecho presa en él y estaba arrebatándole la vida.
Esa visión la conmovió. Si Henrik hubiese seguido con vida, habría podido llegar a encontrarse en aquel estado. Ella lo habría apoyado, pero ¿quién la habría apoyado a ella? Sintió que la pena la invadía como una ingente ola. Cuando el avión despegó, deseó que se estrellase, deseó desaparecer en la oscuridad. Pero el color turquesa de las aguas no tardó en extenderse a sus pies. Ya no podía retroceder.
Cuando el avión aterrizó sobre la ardiente pista, ya había tomado una decisión. En Xai-Xai, Henrik se había mostrado con total claridad, allí había sentido ella su presencia con toda su fuerza.
Ni se molestó en ir a la casa de Lars Håkansson para cambiarse de ropa. Tampoco llamó a Lucinda. Necesitaba estar sola. Se dirigió a la compañía de alquiler de coches que había en el aeropuerto, firmó un contrato y supo que podría disponer de su coche en media hora. Si salía de Maputo a las tres, llegaría a Xai-Xai antes del anochecer. Mientras esperaba, se sentó a consultar una guía de teléfonos. Encontró en ella a varios médicos llamados Raúl, pero ninguno aparecía como ginecólogo.
De camino a Xai-Xai, estuvo a punto de atropellar a una cabra que se le cruzó de repente en la calzada. Dio un volantazo que estuvo a punto de hacerle perder el control. Por fortuna, una de las ruedas traseras quedó empotrada en un bache, lo que impidió que el coche se saliese de la carretera. Tuvo que parar para recobrar la calma.
Poco faltó para que la muerte se hubiese hecho con ella.
Halló un desvío hacia la playa de Xai-Xai y encontró alojamiento en el hotel. Le dieron una habitación en la segunda planta. Tuvo que forcejear largo rato con la ducha antes de conseguir que saliese agua. Su ropa olía a sudor. Bajó a la playa y se compró una
capulana
como las que las mujeres africanas llevaban anudadas en torno al cuerpo. Después bajó a la playa y repasó mentalmente cuanto el Pintor de delfines le había dicho bajo la lluvia.
Desapareció el sol. Las sombras crecían y regresó al hotel para comer algo en el restaurante. En un rincón del local, un negro albino tocaba un instrumento parecido a un xilófono. Pidió una botella de vino que sabía a moho, como si lo hubiesen aguado. Apartó la botella y pidió cerveza. La luna rielaba en el mar. Sintió deseos de bañarse en su estela. De nuevo en su habitación, movió una mesa y dispuso con ella una barricada en la puerta antes de dormirse con los pies enredados en una mosquitera agujereada.
Unos caballos que galopaban por un paisaje invernal poblaron sus sueños. Artur señalaba el horizonte con la nariz congelada. Pero ella no alcanzaba a comprender qué quería mostrarle.
Despertó a hora muy temprana y bajó a la playa. El sol surgía por encima del mar. Hubo un instante en que pensó que Aron y Henrik estaban allí, junto a ella, los tres con la mirada fija en el sol, hasta que la luz cobró demasiada intensidad.
Louise volvió al poblado de Christian Holloway, donde reinaba la misma calma que en la ocasión anterior. Tuvo la sensación de estar visitando un cementerio. Permaneció un buen rato en el coche, esperando que apareciese alguien. Un perro negro y solitario, de pelaje enmarañado, vagaba por la explanada. Un animal, tal vez una rata de enormes proporciones, asomó junto a una de las fachadas.
Pero ni un solo ser humano. Reinaba una calma opresiva. Salió del coche, se acercó a una de las casas y abrió la puerta. Enseguida accedió a otro mundo, el mundo de los enfermos y los agonizantes.
Percibió el olor agrio con más claridad que en la primera visita.
La muerte huele como un fuerte ácido. El hedor de los cadáveres; después, la putrefacción.
Las salas estaban llenas de basura, de suciedad, de angustia. La mayoría de los enfermos yacían encogidos en posición fetal sobre las camillas o en el suelo; tan sólo los niños estaban tumbados boca arriba. Avanzó despacio por entre los enfermos intentando ver en la penumbra. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Por qué estaban allí? Se habían contagiado del virus del sida y estaban condenados a morir. Exactamente el mismo aspecto debieron de tener los albergues para los opiómanos. Pero ¿por qué permitía Christian Holloway que viviesen en aquella miseria? ¿Acaso creía que bastaba con ofrecerles un techo? De repente, no entendía en absoluto cuál había sido la intención de aquel hombre al construir sus poblados para pobres y enfermos.
Se detuvo a observar a un hombre que yacía ante ella en una camilla. La miraba con ojos acuosos. Louise se inclinó y le puso la mano sobre la frente, pero no tenía fiebre. La sensación de que se hallaba en un albergue para drogadictos más que en una antesala de la muerte se intensificó. De improviso, el hombre empezó a mover los labios. Ella se inclinó para oír lo que intentaba decirle. De su boca emanaba un hedor repugnante, pero ella se obligó a permanecer cerca. El hombre repetía sin cesar una frase en inglés. Louise no comprendía lo que le decía, pese a que el hombre insistía una y otra vez en lo mismo, como un mantra. Tan sólo captó unas sílabas, algo que empezaba por
in…
., y tal vez también la palabra
they
, «ellos».
Una puerta se abrió a cierta distancia. El hombre de la camilla reaccionó como si lo hubiesen golpeado. Volvió el rostro y se encogió. Cuando ella le tocó el hombro, se sobresaltó y se apartó aterrado.
De repente, Louise se percató de que había alguien a su espalda. Se dio la vuelta, como si temiese un ataque, pero se encontró con el rostro de una mujer que tendría su misma edad, con el cabello gris y los ojos miopes.
–No sabía que tuviésemos visita.
La mujer hablaba un inglés que le recordó el viaje que emprendió a Escocia cuando conoció a Aron.
–Ya había estado aquí con anterioridad y me aseguraron que todos son bienvenidos.
–Así es. Pero preferimos abrirles las puertas a nuestros huéspedes nosotros mismos. Las salas son oscuras, hay peldaños y es fácil tropezar. Estamos encantados de guiar a los visitantes.
–Yo tenía un hijo que trabajó aquí. Se llamaba Henrik. ¿Lo conocía?
–No, yo no estaba aquí entonces. Pero todos hablan bien de él.
–Me gustaría saber lo que hacía aquí, exactamente.
–Nosotros nos dedicamos a cuidar enfermos. Velamos por aquellos por los que nadie se preocupa: por los más desprotegidos.
La mujer, que aún no se había presentado, tomó a Louise del brazo y la condujo amablemente hacia la salida. «Me lleva con miramiento, pero siento sus garras», se dijo.
Las dos mujeres salieron a la intensa luz del sol. El perro negro jadeaba echado a la sombra de un árbol.
–Me gustaría conocer a Christian Holloway. Mi hijo sentía un gran respeto por él. Lo adoraba.
Louise sintió un profundo malestar al mentir en nombre de Henrik. Pero debía hacerlo si quería seguir avanzando.
–Estoy convencida de que él se pondrá en contacto con usted.
–Pero ¿cuándo? Yo no puedo quedarme aquí para siempre. ¿No tiene teléfono?
–Jamás he oído que nadie se haya puesto en contacto con él por teléfono. En fin, tengo que irme ya.
–¿No podría quedarme para ver vuestro trabajo?
La mujer negó con el gesto.
–Hoy no es un buen día. Es día de tratamiento.
–Pues por eso, precisamente.
–Somos responsables de personas en estado crítico y no podemos permitir que cualquiera esté presente mientras las cuidamos.
Louise comprendió que no valía la pena insistir.
–Usted es de Escocia, ¿me equivoco?
–De las Highlands.
–¿Y cómo llegó aquí?
La mujer sonrió.
–Los caminos no siempre nos conducen a donde pretendíamos llegar.
Dicho esto, le tendió la mano y se despidió. La conversación había tocado a su fin. Louise regresó al coche. El perro negro la miró anhelante, como si también desease marcharse de allí. Por el espejo retrovisor vio que la mujer de cabello gris estaba dispuesta a esperar hasta que Louise hubiese partido.
Volvió al hotel. El albino seguía sentado en el restaurante desierto, tocando su xilófono. Unos niños jugaban en la arena con los restos de un cubo de basura, golpeándolo como si estuviesen castigándolo.
El hombre de la recepción le sonrió. Estaba leyendo una Biblia bastante manoseada. Se sentía mareada, todo se le antojaba irreal. Subió a su habitación y se tendió en la cama.
El estómago se le rebelaba. Sintió náuseas y pudo llegar al baño antes de que el vómito saliese a chorros por su boca. Aún no había regresado a la cama cuando tuvo que volver corriendo al baño una vez más. Una hora después notó que le subía la fiebre. Cuando vino la mujer de la limpieza, se las arregló para explicarle que estaba enferma, que no quería que la molestasen y que necesitaba una botella de agua. Al cabo de una hora, apareció un camarero del restaurante con una botella pequeña de agua mineral.
Pasó el resto del día entre la cama y el baño. Al atardecer, estaba totalmente exhausta. Pero el ataque parecía estar remitiendo. Se levantó a duras penas para tomarse un té en el restaurante.
Estaba a punto de salir de la habitación, cuando los susurros del hombre al que había visto en la oscura sala emergieron de nuevo a su conciencia.
Ese hombre quería hablarme. Quería que lo escuchase. Estaba enfermo, pero estaba aún más aterrado que enfermo. Volvió la cara como para fingir que no había hablado conmigo.
Pero quería hablarme. Tras aquellos ojos encendidos se ocultaba algo más.
De repente supo lo que el hombre había intentado decirle. Inyecciones. Ésa era la palabra que el enfermo había querido susurrarle.
Injections
. Pero las inyecciones eran uno de los remedios que se les administraban a los enfermos, una parte de los cuidados que se les procuraban, ¿no?
El hombre tenía miedo. Quería hablarme de unas inyecciones que lo asustaban.
Aquel hombre buscaba ayuda. Sus susurros eran un grito de socorro.
Se acercó a la ventana y se puso a contemplar el mar. La estela de la luna había desaparecido. El océano estaba a oscuras. Una única farola iluminaba la explanada de arena que se extendía ante el hotel.
Intentó vislumbrar algo en las sombras. Igual que había hecho Henrik. ¿Qué habría descubierto él?
¿Un hombre susurrante en la antesala de la muerte, tal vez?
A la mañana siguiente, de nuevo muy temprano, Louise se envolvió en el trozo de tela y bajó a la playa. Algunos pequeños pesqueros regresaban ya con su captura. Mujeres y niños ayudaban a sacar el pescado y ponerlo en cubos de plástico llenos de hielo que luego colocaban sobre sus cabezas. Un niño le dedicó una amplia sonrisa al tiempo que le mostraba un cangrejo enorme. Ella le sonrió a su vez.
Al entrar en el agua, el tejido de su vestimenta se le pegó al cuerpo. Dio algunas brazadas y se sumergió en el mar. Cuando volvió a salir a la superficie, lo hizo con una firme resolución. Acudiría de nuevo junto al enfermo que, desde su camilla, había intentado decirle algo en susurros. No se rendiría hasta saber qué deseaba transmitirle aquel hombre.
Se dio una ducha para quitarse la sal. El albino aún tocaba su xilofón. El sonido penetraba por la ventana del cuarto de baño. Parecía estar allí con su instrumento permanentemente. Louise se había percatado de que tenía la coronilla y las mejillas llenas de heridas causadas por el intenso sol.
Bajó al comedor, donde el camarero la recibió con una sonrisa y una taza de café. Ella le hizo al músico una señal a modo de saludo.
–¿Siempre está aquí? –le preguntó al camarero.
–Le gusta tocar. Por las noches se va tarde y, por las mañanas, llega muy temprano. Su mujer lo despierta pronto.
–¡Ah! ¿De modo que tiene familia?
El camarero la miró perplejo.
–¿Y por qué no iba a tenerla? Tiene nueve hijos y más nietos de los que él mismo sabe que tiene.
Pues yo no. Yo no tengo familia. Henrik no pudo darme descendencia.
Sintió un arrebato de ira, del todo estéril; ante el hecho de que Henrik hubiese dejado de existir.
Se levantó de la mesa mientras el monótono desconsuelo de la música le martilleaba la mente.
Subió al coche y se dirigió al poblado de Christian Holloway. El calor, aún más intenso que la víspera, retumbaba en su cabeza como pugnando por sustituir a la monotonía de la música.