El cerebro de Kennedy (31 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–¿Y para qué necesitaban hacer aquello?

–Para producir un medicamento especial del laboratorio, era preciso que los órganos utilizados se hubiesen extirpado de animales vivos. Y si difundía aquella práctica más allá de los muros del laboratorio, perdería mi trabajo. El doctor Levansky decía que las personas que llevaban batas blancas siempre guardaban sus secretos. Me sentí como si hubiese caído en una trampa, como si yo mismo fuese uno de aquellos chimpancés y todo el laboratorio fuese mi jaula. Pero eso no lo descubrí ni lo comprendí hasta más tarde.

La lluvia tamborileó sobre el techo con más intensidad. Había empezado a soplar el viento. Aguardaron hasta que la lluvia volvió a remitir.

–¿Una trampa?

–Una trampa. Que no me aferraba el pie ni la mano. Sino que me envolvía silenciosamente la garganta. Al principio, no noté nada. Me acostumbré a matar a mis chimpancés mientras gritaban, les extraía los órganos y dejaba éstos en cubos llenos de hielo antes de llevarlos al laboratorio, adonde yo nunca tuve acceso. Algunos días no había que matar a ningún chimpancé. Entonces, mi tarea consistía en cuidarlos y ver si alguno había caído enfermo. Era como pasearse entre prisioneros condenados a muerte fingiendo que nada ocurría. Esos días se me hacían eternos. Empecé a curiosear por allí, pese a que tenía prohibido ir a otro lugar que no fuese la sala donde los monos estaban enjaulados. Un día, dos meses más tarde, fui a la planta baja.

En este punto del relato, Adelinho guardó silencio. El tamborileo sobre el tejado había cesado casi por completo.

–¿Y qué viste allí?

–A otros chimpancés. Pero con una diferencia en la dotación genética de más del tres por ciento. Por entonces yo no tenía la menor idea de lo que era la dotación genética. Pero ahora sí lo sé. Fue algo que aprendí.

–A ver, no te entiendo, ¿otros monos?

–Monos sin jaulas. Sobre camillas.

–¿Monos muertos?

–Eran seres humanos. Pero no estaban muertos. Aún no. Entré en una habitación en la que yacían muy cerca unos de otros. Niños, ancianos, mujeres, hombres. Todos estaban enfermos. El hedor era insoportable y salí huyendo de la sala. Pero no pude evitar volver allí en ocasiones posteriores. ¿Por qué los tenían allí? Entonces comprendí que había caído en la peor de las trampas que pueden amenazar a una persona. Una trampa en la que uno no debe ver lo que ve ni reaccionar ante lo que hace. Regresé para intentar comprender por qué mantenían a enfermos ocultos en un sótano. Cuando me acerqué, oí gritos desgarradores que procedían de una habitación contigua. No sabía qué hacer. ¿Qué estaba sucediendo? Jamás en mi vida había oído gritos como aquéllos. De repente, cesaron. Se oyó cerrar una puerta en algún lugar. Me escondí debajo de una mesa, desde donde vi pasar varios pares de piernas y algunas batas blancas. Después, busqué la habitación de la que procedían los gritos. Había en ella una persona muerta tendida sobre una camilla. Era una joven, de unos veinte años. La habían seccionado del mismo modo en que yo cortaba a mis monos. Enseguida comprendí que le habían extirpado el hígado y los riñones mientras estaba viva. Salí de allí corriendo y estuve una semana en casa, sin aparecer por el laboratorio. Un día un hombre me trajo una carta del doctor Levansky en la que éste me amenazaba si no volvía. Así que no osé desobedecer. El doctor Levansky no estaba enfadado, fue amable conmigo, y eso me desconcertó. Me preguntó por qué había estado fuera tantos días y le dije la verdad, que había visto a los enfermos y a la mujer a la que habían seccionado viva. El doctor Levansky me explicó que la habían anestesiado y que no había sentido ningún dolor. Pero yo había oído los gritos. El doctor estaba mintiéndome en mi cara, su amabilidad no era sincera. Me contó que, con ayuda de los enfermos, estaban elaborando nuevas medicinas, y todo lo que sucedía en el laboratorio debía mantenerse en secreto, pues eran muchos los que buscaban obtener los nuevos fármacos. Cuando le pregunté cuáles eran las enfermedades que querían curar y cuáles las que padecían los enfermos, me dijo que se trataba de las mismas enfermedades, una fiebre provocada por una infección en el estómago. Entonces supe que me mentía por segunda vez. En efecto, cuando estuve en aquella sala llena de camillas, comprendí perfectamente que todos sufrían enfermedades distintas. Yo creo que los contagiaron a propósito, que los envenenaron, para intentar curarlos después. Y que luego los utilizaban como a los chimpancés.

–¿Y qué fue de ti después de aquello?

–Nada. El doctor Levansky continuó siendo amable. Pese a todo, no me quitaba los ojos de encima. Yo había visto algo que no debía haber visto. Después empezaron a correr rumores de que, por los alrededores de Leopoldville, secuestraban a gente y se la llevaban al laboratorio. Corría el año 1957, y nadie sabía en realidad qué iba a ser del país. Sin haberlo planeado, me desperté una mañana y decidí que debía marcharme de allí. Estaba convencido de que llegaría el momento en que yo mismo acabaría en aquel sótano, amarrado con correas a una de las camillas, y de que me sacarían los órganos mientras aún estaba vivo. No podía quedarme. Y me marché. Primero me fui a Sudáfrica y después vine aquí. Pero ahora sé que yo tenía razón. El laboratorio utilizaba tanto chimpancés como personas vivas para sus experimentos. Entre la dotación genética de un chimpancé y una persona sólo hay un tres por ciento de diferencia. Pero ya en los años cincuenta querían ir un paso más allá o, mejor dicho, tres pasos más allá, alcanzar el último paso y erradicar las diferencias. –Adelinho guardó silencio. El viento azotaba las planchas del tejado y un hedor a corrupción emanaba de la tierra mojada–. Así que vine aquí. Y, durante muchos años, trabajé en la pequeña enfermería de la aldea. Hoy tengo mis tierras, mis esposas, mis hijos. Y me dedico a pintar. Pero he seguido el curso de los acontecimientos: mi amigo Raúl, un médico cubano, me guarda todas las revistas médicas que recibe. Las leo y sé que también hoy se utiliza a seres humanos como conejillos de Indias. Incluso puede que esté sucediendo en este país. Desde luego que la mayoría negarían tal cosa. Pero yo sé lo que sé. Aunque soy un hombre sencillo, he aprendido muchas cosas.

Los nubarrones desaparecieron y el sol empezó a brillar. Louise lo miró estremecida.

–¿Tienes frío?

–No, estaba pensando en lo que me has contado.

–Los medicamentos pueden alcanzar tanto valor como los metales raros o las piedras preciosas. De ahí que no haya límite para lo que la gente es capaz de hacer por codicia.

–Quisiera saber todo lo que has oído.

–No sé más de lo que ya te he contado. Aunque hay rumores.

No confía en mí. Aún tiene miedo de aquella trampa que estuvo a punto de acabar con el, allá por los años cincuenta, cuando todavía era joven.

Adelinho se levantó. Estiró las piernas e hizo un mohín.

–La vejez no trae más que padecimientos. La sangre duda en fluir por las venas, los sueños nocturnos son de repente en blanco y negro. ¿Quieres ver otros cuadros? También retrato a los que vienen a visitarme, como esas fotos de grupo que se tomaban antiguamente. ¿Me equivoco si digo que eres maestra?

–Soy arqueóloga.

–¡Ah! ¿Y encuentras lo que buscas?

–A veces. En ocasiones encuentro cosas que ni siquiera sabía que estaba buscando.

Louise tomó algunos cuadros y los llevó hasta la entrada de la choza para apreciarlos a la luz del exterior.

Lo vio enseguida. Allí estaba su rostro, en la última fila. No estaba muy bien retratado, pero no le cabía la menor duda. Era Henrik. Él también había estado allí y había escuchado lo que Adelinho tenía que contar. Observó los demás rostros. ¿Habría otros semblantes que le resultasen familiares? Rostros jóvenes, europeos, algunos asiáticos. Chicos, y también chicas.

Devolvió el cuadro a su lugar e intentó ordenar sus pensamientos. El haber descubierto el rostro de Henrik en aquel retrato la había conmocionado.

–Mi hijo Henrik estuvo aquí. ¿Lo recuerdas?

Sostuvo el cuadro ante Adelinho y le señaló la figura de su hijo. Él entornó los ojos antes de asentir.

–Sí, lo recuerdo. Un joven muy amable. ¿Qué tal le va?

–Ha muerto. –Louise se decidió. Allí, en Inhaca, en la casa de aquel hombre extraño, podía permitirse hablar abiertamente–. Fue asesinado en su apartamento.

–¿En Barcelona?

Los celos hicieron presa en Louise. ¿Por qué lo sabían todos menos ella? Después de todo, era su madre y lo había criado hasta que pudo levantarse y caminar para enfrentarse a su propia vida.

Tuvo una intuición.
Henrik siempre decía que, pasara lo que pasase, el la protegería. ¿No sería eso lo que pretendía al ocultarle la existencia del pequeño apartamento situado en el Pasaje de Cristo?

–Nadie sabe lo que sucedió. Y yo intento averiguarlo siguiendo su rastro.

–¿Y su rastro te trajo hasta aquí?

–Sí, puesto que él estuvo aquí. Tú pintaste su rostro y creo que le contaste lo mismo que a mí.

–Él me preguntó.

–¿Y cómo sabía que tú poseías esa información?

–Rumores.

–Alguien debió de hablarle de ti. Y tú, a su vez, le hablarías de él a alguien. La difusión de rumores es una habilidad humana que exige paciencia y audacia.

Al ver que el hombre no contestaba, Louise prosiguió. No necesitaba pensar mucho las preguntas; éstas se formulaban solas.

–¿Cuándo vino a verte?

–No hace mucho. Pinté el cuadro poco después. Antes de que empezasen las lluvias, si no recuerdo mal.

–¿Y cómo vino?

–Como tú. En el
jeep
del coronel.

–¿Estaba solo?

–Sí, vino solo.

¿Sería aquello cierto? Louise no estaba convencida. ¿No habría otra figura imperceptible junto a Henrik?

Adelinho pareció comprender el porqué de su silencio.

–Te digo que vino solo. De no ser así, ¿para qué iba yo a ocultártelo? No se honra la memoria de los muertos mintiendo junto a su tumba.

–¿Cómo supo de ti?

–Por mi amigo, el doctor Raúl. Él está muy orgulloso de su nombre. Su padre, que también se llamaba Raúl, fue a bordo de aquel barco, como quiera que se llamara, el que llevó a Cuba a Fidel y a sus amigos cuando iniciaron la lucha por la libertad.

–El
Granma
.

El hombre asintió.

–Exacto, así se llamaba. Hacía aguas y amenazaba con hundirse, y los jóvenes, mareados, no paraban de vomitar… Debió de ser un espectáculo terrible. Pero engañoso. Poco después, ya habían puesto en fuga a Batista y a los americanos. Aunque ellos no los llamaban americanos, sino
yanquees
.
Yankees go home
. Se convirtió en un grito de guerra que recorrió el mundo entero. En la actualidad, nuestro gobierno está a los pies de ese país. Pero algún día lograremos que la verdad salga a la luz y revelaremos cómo ayudó a los belgas e incluso a los portugueses a mantenernos oprimidos.

–¿Cómo conoció Henrik al doctor Raúl?

–El doctor Raúl no es sólo un buen ginecólogo, al que las mujeres adoran a causa del profundo respeto con que las trata. Es, además, un espíritu apasionado que detesta las grandes compañías farmacéuticas y sus laboratorios de investigación. No todas, ni en todas partes; también en el mundo de la medicina se da la brutal oposición entre la buena voluntad y la codicia. Es una lucha que no cesa. Pero el doctor Raúl asegura que la codicia está ganando terreno: constantemente, a cada segundo, adelanta posiciones. En una época en que miles de millones de dólares y de
meticais
circulan a placer siempre a la caza de la hierba más fresca, está abonado el terreno para que la codicia alcance la hegemonía mundial. Éstas son palabras complejas que he aprendido ya de viejo. El caso es que ahora la codicia tiene como objetivo ese pequeño virus que se extiende por el mundo como una plaga. Nadie sabe aún cómo surgió, aunque se supone que se trata de un virus de los simios que logró superar las barreras de la inmunidad y acceder al ser humano. No para destruirlo, sino para hacer lo mismo que hacemos tú y yo.

–¿Es decir?

–Sobrevivir. Ese pequeño y débil virus no desea otra cosa. Los virus carecen de conciencia y no se les puede pedir que comprendan la diferencia entre la vida y la muerte; tan sólo hacen aquello para lo que están programados. Sobrevivir, crear nuevas generaciones de virus con idéntico objetivo: la supervivencia. El doctor Raúl sostiene que ese pequeño virus y el ser humano deberían, en realidad, mantenerse cada uno en una orilla del río de la vida. Y las banderas que ondeasen al viento en ambas orillas hablarían el mismo idioma: el de la supervivencia. Pero no son así las cosas. El virus está generando el caos, como un vehículo que avanzara sin conductor por una carretera transitada. El doctor Raúl dice que eso se debe a que anda suelto otro virus al que él llama «virus de la codicia tipo 1». Se extiende tan rápido y es tan mortal como la enfermedad. Él se esfuerza por oponer resistencia a la codicia, por acosar a ese virus que circula a hurtadillas por las vías de la sangre de un número cada vez mayor de seres humanos. A las personas en las que él confía las envía para que vengan a visitarme, pues desea que sepan que existe una «historia de la crueldad». Así, la gente viene a verme y yo les cuento cómo, ya en los años cincuenta, extraían los órganos de personas vivas a las que secuestraban de sus hogares antes de inocularles diversas enfermedades para después utilizarlas como ratas o como monos de prueba. Y eso no sólo ocurrió durante el gobierno de un régimen político enfermo, como el alemán en la época de Hitler. Siguió sucediendo después de la guerra y aun hoy.

–¿En Xai-Xai?

–Eso nadie lo sabe.

–¿Cabe la posibilidad de que Henrik hubiese descubierto algo?

–Sí, creo que sí. Le dije que se anduviese con cautela. Hay gente dispuesta a hacer cualquier cosa para ocultar la verdad.

–¿Lo oíste mencionar algo acerca de John Kennedy?

–¿El presidente asesinado cuyo cerebro desapareció? Sí, había leído muchísimo sobre ese asunto.

–¿Llegó a explicarte por qué lo obsesionaba aquel suceso?

–No era el suceso en sí. Ha habido más presidentes asesinados en la historia. Y seguirá habiéndolos. Cada nuevo presidente americano es consciente de que hay una gran cantidad de armas invisibles dirigidas contra él. A Henrik no le interesaba el cerebro. Sólo quería saber cómo se produjeron los hechos. Intentaba entender cómo se conduce uno cuando desea esconder algo. Retrocedía para aprender cómo avanzar. Según él, si lograba comprender cómo se ocultaba un hecho en la más alta esfera política, le sería fácil aprender a desvelar las verdades ocultas.

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