Se fue directamente al hotel Polana, en el que se había alojado las primeras noches. Ella misma subió las maletas a su habitación, pese a las amables protestas del recepcionista, y una vez allí se sentó, temblorosa, en el borde de la cama.
Tal vez estuviese confundida y veía sombras donde debía haber visto personas, tramas donde no había más que coincidencias. Habían sido demasiadas emociones.
Permaneció sentada en la cama hasta que hubo recuperado el sosiego. Se informó en recepción de que el primer vuelo de Maputo a Johannesburgo salía a las siete de la mañana. Le ayudaron a reservar un billete. Después de cenar, regresó a su habitación y se colocó junto a la ventana, desde donde contempló la piscina vacía. «No sé qué es lo que veo», se dijo. «Me encuentro en medio de algo cuya naturaleza ignoro. Hasta que no me encuentre lejos, no seré capaz de comprender qué provocó la muerte de Henrik.»
Presa de la más absoluta desesperación, pensó que Aron tenía que estar vivo. Un día, volvería a presentarse ante ella.
Poco antes de las cinco de la mañana, partió rumbo al aeropuerto. Dejó las llaves del coche en el buzón de la compañía en la que alquiló el automóvil, fue a recoger su billete y, poco antes de pasar el control de seguridad, descubrió a una mujer que fumaba junto a la entrada del edificio de la terminal. Era una joven que trabajaba con Lucinda en el bar. Louise no sabía su nombre, pero estaba segura de que era ella.
Había estado a punto de abandonar el país sin despedirse siquiera de Lucinda y se sintió avergonzada.
Se acercó a la joven, que la reconoció enseguida, y le preguntó en inglés si podía transmitirle un mensaje a Lucinda. La chica asintió y Louise desprendió una hoja de su agenda y escribió: «Me marcho. Pero no soy de esas personas que desaparecen para siempre. Volveré a ponerme en contacto contigo».
Dobló la nota y se la entregó a la muchacha, que se quedó mirándose las uñas.
–¿Adónde va?
–A Johannesburgo.
–¡Ojalá estuviera en su lugar! Pero no lo estoy. Lucinda recibirá su mensaje esta noche.
Después, pasó el control de seguridad. A través de una ventana se veía el enorme artefacto en la pista de salida.
Creo que empiezo a intuir algo acerca de la realidad de este continente. En la pobreza, unas fuerzas brutales se extienden sin hallar resistencia. Los miserables campesinos chinos o sus igualmente miserables hermanos y hermanas africanos son tratados como ratas. ¿Qué vio Henrik? Aún ignoro lo que sucede en el mundo secreto creado por Christian Holloway. Pero ya dispongo de una serie de piezas. Y encontraré más. A menos que me dé por vencida. A menos que pierda el valor.
Se encontraba entre los últimos pasajeros que subieron a bordo. El avión cobró velocidad y despegó. Lo último que vio antes de atravesar las delgadas nubes fueron los pequeños pesqueros, con las velas hinchadas al viento, rumbo a tierra.
Veintitrés horas más tarde, Louise aterrizaba en el aeropuerto de Venizelos, en las afueras de Atenas. Sobrevolaron el mar; desde el aire, el Pireo y la ciudad de Atenas, con su caótico mosaico de casas y coches, se acercaban a ella a toda velocidad.
Cuando se marchó de allí, lo hizo llena de una inmensa alegría. Ahora regresaba con la existencia destrozada, agobiada por sucesos que no comprendía. Poblaba su mente un hormiguero de detalles que, hasta el momento, habían escapado a su capacidad de interpretación.
¿Qué la esperaba a su regreso? Una excavación de tumbas de la que había dejado de ser responsable. Tendría que pagarle a Mitsos las mensualidades pendientes, recoger sus escasas pertenencias y despedirse de aquellos que aún anduviesen por allí antes de que los trabajos de excavación quedasen clausurados para el invierno.
Tal vez incluso iría a hacerle a Vassilis una visita a su gestoría. Pero ¿acaso tenía algo que decirle? ¿Acaso tenía algo que decirle a alguien en el mundo?
Había volado con la compañía Olympic y se había permitido el lujo de pagarse un billete de primera clase. Así, pudo disponer de dos asientos para ella sola durante las largas horas de vuelo nocturno. Al igual que cuando volaba hacia el sur, creyó ver hogueras abajo, en la oscuridad lejana. Uno de ellos era el fuego de Umbi, el último que encendió. En esa misma oscuridad se ocultaban aquellos que lo habían hecho callar.
Ahora lo sabía, estaba convencida. Umbi había muerto porque ella había estado hablando con él. Jamás podría asumir ella sola la responsabilidad de lo ocurrido, pero si ella no hubiese aparecido en su vida, él quizá seguiría vivo.
¿Podía saberlo con certeza? Aquella pregunta la persiguió hasta en los sueños que tuvo mientras dormía en el cómodo asiento del avión de la Olympic. Umbi estaba muerto. Y su mirada se había clavado en lo desconocido, más allá de la mirada de Louise, que jamás volvería a tener la oportunidad de cruzarse con la de aquel hombre. Como tampoco llegaría nunca a saber lo que Umbi se disponía a contarle.
Una vez en el aeropuerto, tuvo el repentino deseo de dejar para más tarde las excavaciones de la Argólida, de alojarse en un hotel, el Grande Bretagne, tal vez, situado en la plaza de Syntagma, y simplemente perderse entre el gentío. Por un día, quizá dos, deseaba obligar al tiempo a detenerse para reencontrarse a sí misma.
No obstante, alquiló un coche y recorrió la recién construida autovía que conducía hacia el Peloponeso y la Argólida. Aún hacía calor; el otoño no estaba más presente que cuando ella se marchó. La carretera se deslizaba sinuosa a través de las resecas colinas, de blancas rocas que sobresalían como huesos calcáreos entre arbustos y hierba de color ocre.
Mientras conducía hacia la Argólida, cayó en la cuenta de que ya no tenía miedo. Había logrado dejar a sus perseguidores en la negrura africana.
Se preguntaba si Lucinda habría recibido su mensaje y qué habría pensado al leerlo. ¿Y Lars Håkansson? Pisó el acelerador. Odiaba a aquel hombre, aunque daba por supuesto que no podía acusarlo de estar involucrado en los acontecimientos que condujeron a la muerte de Henrik. Simplemente, era una persona a la que no deseaba tener cerca.
Giró para detenerse en una estación de servicio que tenía restaurante. Cuando entró en el local, enseguida se dio cuenta de que ya había estado allí con anterioridad, con Vassilis, su sufrido amante, aunque un amante un tanto ausente. Había ido a recogerla al aeropuerto cuando ella volvió de Roma, donde había participado en un encuentro sobre los libros y manuscritos antiguos descubiertos en las arenas del desierto de Malí. Los hallazgos eran sensacionales, pero los seminarios resultaron soporíferos, los ponentes, demasiados, y la organización, deficiente. Vassilis fue a buscarla y se detuvieron allí a tomarse un café.
Aquella noche, ella se quedó a dormir con él. El recuerdo se le antojaba ahora tan lejano como si se tratase de alguna vivencia de su niñez.
Unos camioneros daban cabezadas frente a sus tazas de café. Louise se tomó una ensalada, agua y un café. Todos los aromas y los sabores le confirmaban que ya estaba en Grecia. Nada de lo que allí había le era extraño, al contrario de lo que le había sucedido en África.
Entró en la Argólida hacia las once. Torció para tomar la dirección de la casa que tenía alquilada, pero enseguida mudó de parecer y puso rumbo hacia la zona de las excavaciones. Contaba con que la mayoría de sus compañeros ya se habrían marchado, pero estaba segura de que algunos seguirían allí, ocupados con los últimos preparativos antes de que llegase el invierno. Pero no había nadie. El lugar estaba desierto. Cuanto había que cerrar estaba cerrado. Ni siquiera vio a los vigilantes.
Fue uno de los momentos de su vida en que se sintió más sola. Nada comparable, claro está, con la conmoción que sufrió cuando halló a Henrik muerto. Ésta era otra clase de soledad, como la de verse de pronto abandonada en un interminable paisaje.
Recordó el juego al que ella y Aron solían entregarse a veces para entretenerse. Si fueras la última persona sobre la faz de la Tierra, o la primera, ¿qué harías? Pero no recordaba ninguna de las respuestas que se daban. Aquello había dejado de ser un juego.
Un anciano se aproximaba paseando con su perro. Había sido un visitante habitual de las excavaciones. Louise no recordaba su nombre, pero sí el de su perro, en realidad su perra, que se llamaba
Alice
. El hombre se quitó la visera y la saludó amablemente. Hablaba un inglés enrevesado y lento que, por otra parte, le encantaba poder practicar.
–Creí que ya se habían marchado todos.
–Estoy aquí de paso. No volverá a haber movimiento hasta la primavera.
–Los últimos partieron hace una semana. Pero la señora Cantor no estaba aquí.
–No, estaba en África.
–¡Vaya! Un poco lejos. ¿No infunde temor?
–¿Qué quiere decir?
–Todo aquel mundo… salvaje… ¿No se dice así?
The wilderness
.
–Bueno, se parece bastante a esto. Tendemos a olvidar que los seres humanos pertenecemos a la misma familia. Y que todos los paisajes tienen algo que recuerda a otros paisajes. Si es cierto que todos procedemos del continente africano, se supone que la madre original de todos nosotros era negra.
–Sí, puede que sea verdad.
El hombre observó a su perra lleno de preocupación. El animal se había tumbado con la cabeza apoyada sobre una pata.
–No creo que sobreviva al invierno.
–¿Está enferma?
–Es muy vieja. Digo yo que debe de tener, como mínimo, mil años. Un perro clásico, un vestigio de la Antigüedad. La veo levantarse cada mañana con tanto esfuerzo… Ahora soy yo quien la hago salir de paseo; antes, en cambio, era al contrario.
–Espero que sobreviva al invierno.
–En fin, ya nos veremos en primavera.
El hombre volvió a quitarse la visera y prosiguió su paseo mientras la perra lo seguía con paso cansino. Louise decidió ir a la gestoría a ver a Vassilis. Había llegado el momento de hacer el balance final: ya sabía que jamás volvería a aquel lugar. Alguien tendría que sustituirla como directora de la excavación.
Su vida tomaba otro derrotero; aunque ella ignoraba cuál sería.
Se detuvo ante la oficina, situada en el centro de la ciudad. Desde la calle podía ver a Vassilis en el interior. Estaba hablando por teléfono al tiempo que tomaba notas y reía de vez en cuando.
Ya se ha olvidado de mí. Para él ya no existo. Yo no era más que una compañera provisional con la que dormir y mitigar la soledad. Exactamente eso era el para mí.
Se marchó de allí antes de que él la viese.
Una vez ante la casa, se vio obligada a buscar un buen rato entre sus cosas hasta encontrar las llaves. Enseguida se dio cuenta de que Mitsos había estado allí. Ningún grifo goteaba, ninguna lámpara lucía sin necesidad. Sobre la mesa de la cocina había unas cartas, dos del Instituto Sueco en Atenas, una del club Kavalla. Pero no abrió ninguna. Junto al pequeño frigorífico, en la encimera, vio una botella de vino. La descorchó y se sirvió un vaso. Jamás en su vida había bebido tanto como en las últimas semanas.
Todos sus remansos de paz habituales habían desaparecido. Su interior se encontraba en un estado de constante movimiento que coincidía con el torbellino exterior por el que se había visto absorbida.
Apuró el vino, se sentó en la chirriante mecedora de Leandros y se quedó largo rato observando el tocadiscos, sin poder decidir qué le apetecía escuchar.
Cuando ya llevaba media botella, se sentó ante el escritorio, sacó unos folios y un bolígrafo y, muy despacio, comenzó a escribir una carta dirigida a la Universidad de Upsala en la que explicaba la situación y solicitaba un año de excedencia sin salario.
Mi dolor y mi desesperación son tan extremos que sería soberbio por mi parte creer que puedo responsabilizarme de los cometidos que exige la dirección de las excavaciones. En estos momentos, empeño todas mis fuerzas, las pocas que me quedan, en ocuparme de mí misma.
La misiva resultó más extensa de lo que ella tenía pensado. Una solicitud de excedencia debía ser breve. Pero había redactado una súplica o, más bien, la confesión de una persona desorientada. Quería que supiesen lo que uno sentía cuando perdía a su único hijo.
En uno de los cajones encontró un sobre en el que metió la carta. Los perros de Mitsos ladraban, como de costumbre. Tomó el coche y se dirigió a la taberna en la que solía comer. El propietario era ciego y estaba sentado en su silla totalmente inmóvil como si, progresivamente, estuviese convirtiéndose en una estatua. Su nuera preparaba la comida y su esposa la servía. Ninguno de ellos hablaba inglés, pero Louise solía entrar en la angosta y humeante cocina para señalarles lo que deseaba.
Comió col rellena y ensalada, una copa de vino y café. Había pocos clientes, pero ella los conocía a casi todos.
Cuando volvía a su casa, Mitsos surgió de improviso de entre las sombras y ella lanzó un grito.
–¡Vaya! ¿Te he asustado?
–Es que no sabía quién era…
–¿Y quién iba a ser, si no yo? Bueno, sí, Panaiotis, tal vez. Pero ha ido a ver el partido del Panathinaikos.
–¿Crees que van a ganar?
–Seguro que sí. Panaiotis ha marcado tres a uno en la quiniela. Y suele acertar.
Louise abrió la puerta y lo invitó a pasar.
–Llevo fuera más tiempo del que yo misma creía.
Mitsos se sentó en una silla de la cocina y la miró con gesto grave.
–Sé lo que ha ocurrido. Lamento la muerte de tu hijo. Todos lo sentimos. Panaiotis se echó a llorar y los perros han estado callados, para variar.
–Fue tan inesperado…
–Nadie cuenta con que muera un hombre tan joven. A menos que haya guerra.
–Bueno, verás, sólo he venido para recoger mis cosas y pagarte los últimos meses.
Mitsos negó alzando los brazos.
–No me debes nada.
Lo dijo con tal vehemencia que Louise no quiso insistir.
Mitsos, que se sentía incómodo, parecía buscar un tema de conversación. Louise recordó que, en alguna ocasión, había pensado que se parecía a Artur. Algo en su incapacidad para expresar sentimientos la conmovía.
–Leandros está enfermo. El viejo vigilante, ya sabes. ¿Cómo lo llamabais vosotros? ¿Vuestro
philakas angelos
?
–Nuestro ángel de la guarda. ¿Qué le pasa?
–Empezó a tambalearse al andar, hasta que se desplomó. Al principio creyeron que era la tensión, pero después le detectaron un
onkos
enorme en la cabeza. Creo que se dice «tumor».